OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (859)

La parábola sobre el lugar de honor en la fiesta de bodas
1492
Londres
Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel
Homilía VI
Los primeros dos capítulos de esta homilía son una introducción, son un proemio “que Orígenes quiere dedicar a la figura y la actividad del profeta Ezequiel”[1] (§§ 1-2).
Los profetas
1.1. Considerando la constancia de los profetas, me sorprende cómo ellos, confiando verdaderamente en Dios, más que en los hombres, han despreciado la muerte, los peligros, los insultos y todo lo que han sufrido de aquellos que los acusaban, mientras cumplían la voluntad de Dios en su profetismo. En algún tiempo solía admirar a Isaías, antes de confrontarlo con Ezequiel, y me asombraba cómo decía: “Escuchen la palabra de Dios, príncipes de Sodoma; escuchen la ley del Señor, pueblo de Gomorra. ¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios? dice el Señor” (Is 1,10-11). En efecto, decía estas cosas, aunque podía callar; y no es cierto, como algunos conjeturan, que los profetas estaban fuera de sí[2] y hablaban por imposición del Espíritu. “Si otro de los que están sentados recibe una iluminación, dice el Apóstol, que el primero calle” (1 Co 14,30). De aquí se demuestra que puede tener poder aquel que habla, cuando quiere hablar o cuando quiere callar. Y a Balaam se le dice: “Sin embargo, hay una palabra que pongo en tu boca; obsérvala para hablar” (cf. Nm 23,5. 16), como si tuviera potestad sobre ella, para que, al recibir la palabra de Dios, hable o guarde silencio.
Profeta intrépido
1.2. ¿Entonces qué es lo que admiro en Ezequiel? Porque, aunque se le ordenó que testificara y señalara a Jerusalén sus iniquidades (cf. Ez 16,2), no puso ante sus ojos el peligro que seguiría de la predicación, sino que solo buscó cumplir los mandamientos de Dios, dijo todo aquello que se le ordenó. Admitamos que sea un misterio, que sea una revelación de significado místico acerca de Jerusalén y sobre todo lo que de ella se dice, sin embargo, profetizando, la acusa de fornicación; porque se prostituyó con cuantos pasaban (cf. Ez 16,15-25)[3], lo cual testifica con una palabra de maldición y reprende a la ciudad por sus crímenes. Pero, como confiaba en hacer la voluntad de Dios, estaba dispuesto tanto a morir como a vivir, y hablaba con intrepidez.
La difícil misión de los profetas
2. Veamos, pues, esta misma profecía, y, en primer lugar, consideremos cómo ha sido dada al profeta, la facultad de hablar o no. «Le fue dirigida a él la palabra del Señor diciendo: “Hijo de hombre, manifiesta[4] a Jerusalén sus iniquidades, y dirás: Así dice el Señor”» (Ez 16,2-3). No por la imposición de inspiración, sino según la voluntad del que habla, el Señor dispuso que dé testimonio de sus iniquidades a Jerusalén; y dijo: “Tú dirás”. ¿Qué dirás? Las [palabras] que siguen. En el profeta que estaba oyendo: “Tú dirás”, estaba la potestad de hablar o no, como fue dispuesto también para Jonás. Estaba en poder, en efecto, de quien escuchaba decir: “Tú dirás: todavía tres días, y Nínive será destruida” (Jon 3,4), si quería hablar o callar. Y, porque estaba en su arbitrio y no quiso hablar, mira lo que luego le sucedió: el barco estuvo en peligro por su culpa, fue descubierto por medio del sorteo, fue lanzado al mar y un gran pez lo devoró (cf. Jon 1—2). Así que, estos profetas, cualesquiera que hayan sido después de Jonás, considerando quizás lo que a ellos mismos o a otros profetas les había sucedido, veían que desde todas partes los acechaba la angustia: de parte del mundo, persecución; si hablaban con verdad, de parte de Dios la contrariedad; si temían a los hombres, pronunciaban falsedades como si fueran verdad.