OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (857)

Moisés frente a la zarza ardiente
1483
Biblia
Alemania
Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel
Homilía V
Comienza la explicación del tercer castigo mencionado por el profeta: la espada. Esta es asociada a aquella otra que fue puesta para cerrar el paraíso a la humanidad, después del pecado de nuestros primeros padres. Y se subraya que el castigo que inflige la espada es doble: corta y quema (§ 1.1).
La espada
1.1. El “hambre” que se inflige debido a una tierra pecadora ha sido tratado en la medida de mis posibilidades; y tras el hambre, hablé de “las bestias malignas” que Dios enviará contra los pecadores. Al principio, expuse cuatro [tipos de] flagelos divinos[1], de los cuales ahora quedan dos: “la espada” y “la muerte”. Y, de hecho, en la primera [de las cuatro amenazas] no se mencionaban las palabras “hijos e hijas”, pero las palabras “hijos e hijas” se incorporaron a la segunda y a la tercera, [siendo la tercera la que] ahora estoy tratando de explicar: la espada ancha, por la que caen aquellos que han hecho cosas dignas de ser sacrificados (cf. Ez 14,17-19). ¿Qué es, entonces, esta espada, o espada ancha[2], que debemos temer, que en algún momento será enviada sobre nuestra tierra, sobre la tierra que he explicado figurativamente, y [temer] que sea necesario que nosotros también pasemos bajo una espada, de hecho, una espada con un cierto doble efecto en el castigo? La naturaleza misma de la espada es dividir y cortar a la persona contra la que se empuña. Pero si incluso el mero acto de tocar el filo aguzado de su hoja es punitivo, quien debe ser castigado por esta espada es atormentado de dos maneras. Porque está escrito: “Puso una espada llameante y querubines para guardar el camino del árbol de la vida” (cf. Gn 3,24). Y así como cualquier espada que es afilada y está al rojo vivo produce un doble dolor -el de quemar y el de cortar-, si se usa sobre un cuerpo, también la espada larga que se menciona que ha sido colocada para custodiar el paraíso, y que he mencionado para explicar la ancha espada que nos ocupa, causa doble tormento, ya que tanto quema como divide[3].
No bastan para sanar nuestras iniquidades el bisturí y la cauterización, sino que necesitamos el fuego del Espíritu Santo para ser purificados totalmente (§ 1.2).
Incisión y cauterización
1.2. Ahora bien, para introducir en la presente discusión una realidad indispensable de entre todas aquellas con las que Dios ilumina nuestro entendimiento, escuchen un ejemplo. Quienes se dedican al estudio de la medicina dicen que para ciertas curaciones corporales se requiere no solo la incisión, sino también la cauterización. A aquellos cuya [carne] se está descomponiendo a causa de un cáncer inveterado, se les aplica la hoja al rojo vivo de un cuchillo afilado o algún tipo de instrumento de hierro muy afilado, de modo que las raíces del cáncer puedan ser eliminadas por el calor, mientras que mediante la incisión, la carne descompuesta será cortada y quedará abierto un conducto para la introducción de medicamentos. ¿Quién de entre nosotros, en opinión de ustedes, tiene un pecado similar a un cáncer, por así decirlo, de tal manera que ni la simple hoja de hierro ni el fuego por sí solos serán suficientes, sino que se deben aplicar ambos, para que sea quemado y cortado? Escucha al Salvador indicando el método del fuego y el hierro, en dos pasajes. En uno de ellos, dice: “No he venido a traer paz a la tierra, sino la espada” (Mt 10,34); y en el otro: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y ojalá ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). Así, por tanto, el Salvador trae tanto la espada como el fuego, y te bautiza con ambos. Porque bautiza con fuego a aquellos que no han sido sanados por el bautismo del Espíritu Santo, porque no pudieron ser purificados por la purificación del Espíritu Santo.
Es el ser humano quien interpone dificultades, con sus faltas, al actuar salvífico de Dios. Él quiere sanarnos y los remedios que utiliza son siempre en función de esta finalidad (§ 1.3-4).
Dios es un Padre providente que conoce nuestras heridas
1.3. Los sacramentos[4] divinos son inefables y conocidos solo por Dios, y más bien están dispuestos en la donación de gracias que en las variedades de tormentos. Porque no es el caso que los médicos, basándose en sus conocimientos de medicina, cortan y queman racionalmente a aquellos a quienes tratan, y les dan una copa de la mezcla más amarga, y muchas otras cosas, según lo requiera cada caso; y Dios, el Señor del universo, por el contrario, simplemente inflige castigos a los pecadores, sin una sabiduría racional y un propósito providencial digno de su majestad. Pues Él no, como [algunos] piensan, aplica suplicios solo con el propósito de torturar; sino que más bien, como un padre, conoce las heridas de todos nosotros, sabe qué ha causado cualquier úlcera, [sabe] de qué origen deriva cualquier gangrena de un alma infeliz, [sabe] qué tipo de dolor proviene de qué pecado.
Busquemos “la sabiduría de Dios”
1.4. Dios también conoce las formas, los modos y el número de los pecados; aquel que ha pecado una vez, dos veces y tres veces, quien con frecuencia caen en una misma especie de delito, y quien en diferentes categorías de vicios solo ha errado en una ocasión. Él desea que examinemos todas estas cosas con sabiduría, según lo que está escrito: “Dios examina los corazones y las entrañas” (Sal 7,10); y que comprendamos los castigos que Dios impone como dignos de Dios y en conformidad con su guía providencial, pues no quiere solo atormentarnos. “Porque Él creó todas las cosas para que existieran; las criaturas[5] del mundo son saludables, y no hay en ellas veneno de destrucción” (Sb 1,14). Pero debido a que nosotros, en nuestro desdén, no hicimos lo que Él quería, tampoco puso en práctica en nosotros lo que había deseado. La cuestión me ha obligado a decir algo sobre el tipo de castigos que se imponen a la tierra.
Al apartarnos y alejarnos de Dios, y no reconciliarnos con Él, nos hacemos responsables de los castigos que nos sobrevienen, y corremos serio peligro de perder las alegrías eternas (§ 2.1).
Enemigos de nosotros mismos
2.1. Debemos saber, sin embargo, que la muerte no sobreviene de inmediato cuando se produce una hambruna. En efecto, puede suceder que alguien, soportando el hambre, siga con vida, aunque sea atormentado por la inanición, la suciedad y la delgadez. Puede ocurrir que, al ser atacados por bestias feroces, no mueran todos inmediatamente, sino que algunos se salven por medio de la fuga; puede suceder también que, cuando golpea la espada, la muerte tarde en llegar. Solo que algunos son heridos y cortados y, por decirlo así, traspasados por golpes frecuentes, son apuñalados, pero aún así no mueren. Por eso ahora se introduce en la enumeración de los castigos la última pena, la muerte. Y, sintiendo algo de esta naturaleza, el mismo muy santo Apóstol decía: “El último enemigo que será destruido es la muerte” (1 Co 15,26). Seré audaz y diré que, si el último enemigo en ser destruido es la muerte, entonces antes de la muerte había un determinado enemigo: la gran espada; y otro enemigo todavía antes de la muerte: las bestias feroces: el hambre; y otro enemigo antes de las bestias feroces: el hambre. Todas estas cosas son enemigas para los enemigos de la religión. Porque si no estás dispuesto a convertirte en amigo de Dios, cuando Él te invita a la reconciliación y te dice a través del Apóstol: “Les ruego que se reconcilien con Dios por medio de Cristo” (2 Co 5,20), ¿qué queja puedes presentar contra Dios, dado que eres tú mismo quien, por tu propia cuenta, deseabas estar en poder de los enemigos?
Puede suceder que tengamos que pasar por algunas pruebas arduas en la vida presente, pero en realidad esas situaciones nos ayudan a discernir cuáles son nuestras opciones fundamentales: si creemos o no en nuestro Salvador (§ 2.2).
Los amigos de Dios no son castigados
2.2. ¿Y por qué entonces ignoras que Dios mandó a Egipto el furor, la ira y la angustia[6] (cf. Ex 15,7), enviándolos mediante ángeles malvados, porque [los egipcios] eran enemigos de Él y estaban gobernados por su adversario? Que estén, entonces, lejos de nosotros esas cuatro formas de castigo: el hambre, las bestias feroces, la espada, la muerte. Porque cualquiera de estos [tormentos] que se haya infligido, viene sobre quienes son enemigos de Dios; pasa por encima de sus amigos, y no se atreven a tocarlos a quienes se glorían de su cercanía con Él. Y así como se cree que los justos, según los testimonios de las Escrituras, pasan por el fuego y no se queman -porque el fuego prueba cuál sea la obra de cada uno (cf. 1 Co 3,13)-, también en estas penas podrá encontrarse a alguien como Daniel, Noé y Job, pero no sufrirán ninguno de los castigos.
[1] Lit.: venganza (ultio).
[2] O: sable, machete (romphaca). Esta espada también llamada rhomphaea es una cimitarra muy ancha y que debe ser manejada con las dos manos. Cf. Blaise, p. 724.
[3] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Levítico, IX,5.3; SCh 287, pp. 90-91: «Así como a aquel que ha profesado su fe le ha abierto las puertas del paraíso diciendo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43), y por esto a todos los que creen y confiesan les dio acceso a la entrada, que antes Adán, pecando, había cerrado. En efecto, ¿qué otro podía apartar “la llama de la espada zigzagueante, que se había puesto para custodiar el árbol de la vida” (cf. Gn 3,24) y las puertas del paraíso? ¿Qué otro tenía poder para mover a los Querubines de su guardia incesante, sino solo aquel mismo a quien “ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra” (cf. Mt 28,18)? Por eso digo que fuera de Él mismo ningún otro podía hacer eso, ni los principados, o las potestades, o los jefes (cf. Col 2,15; Ef 6,12), que enumera el Apóstol, ningún otro podía triunfar y conducirlos al desierto del infierno sino solo Él que dijo: “Tengan confianza, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33)».
[4] O: misterios.
[5] Lit.: generationes.
[6] Versión literal del vocablo latino angustia, que podría también traducirse a nuestra lengua por: indigencia o escasez de víveres.