OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (852)

La parábola del buen samaritano

Siglo XI

Evangeliario

Reichenau, Alemania

Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel 

Homilía III 

A partir de la teoría de los dos hombres (exterior e interior), Orígenes nos exhorta a transformarnos, es decir, dejar de lado, por medio de la escucha de la Palabra, la forma animal, exterior, para asumir la del hombre-hombre[1] (§ 8.1).

“Hombre-hombre”

8.1. Por tanto, dice acerca de los presbíteros -que esté lejos de nosotros una tal acusación-: “Estos hombres pusieron sus pensamientos en sus corazones, y colocaron la condena de sus iniquidades delante de ellos; ¿Acaso yo les debo responder[2]?” (Ez 14,3). ¿Sería conveniente que yo responda a estos, que vinieron ante ti, profeta, deseando aprender mis palabras? «Por eso, háblales y les dirás: “Esto dice el Señor Adonai: cada hombre[3], de la casa de Israel”» (Ez 14,4). Todos los hombres nacimos hombres, pero no todos los hombres son hombres, como he señalado con frecuencia en lo que está escrito en Levítico: “Cada hombre de la casa de Israel o de los extranjeros que están en medio de ustedes” (Lv 17,8). Sean hombres, porque no todos los hombres son hombres. Mostremos en las Escrituras cómo algunos hombres no son hombres. “El hombre tenido en honra no comprendió; devino como los jumentos y se asemejó a ellos” (Sal 48 [49],13); este no es un hombre-hombre, sino un jumento. “Raza de víboras, ¿quién les enseñó cómo huir de la ira venidera?” (Mt 3,7); este tal no es un hombre, sino un hombre serpiente. “Los hombres se volvieron caballos enloquecidos, cada uno relinchaba tras la esposa de su prójimo” (Jr 5,8); y este no es un hombre-hombre, sino un hombre caballo. Lejos de nosotros, entonces, ser tales que merezcamos oír que no somos hombres, sino otra cosa diferente de los hombres. Porque si somos buenos y mansos, duplicamos el nombre de hombre, para que exista en nosotros no simplemente hombre, sino hombre hombre. Considera si podemos encontrar qué es aquello que duplica el nombre de hombre. Cuando ese hombre, que es el hombre exterior, esté presente, pero aquel hombre que es interior (cf. 2 Co 4,16) fuera serpiente, en nosotros no hay un hombre-hombre, sino solo un hombre. En cambio, cuando el hombre interior persevera en la imagen del Creador, entonces nace un hombre, y deviene de este modo, hombre exterior e interior del hombre, dos veces hombre-hombre. Además, si alguno que ha sido llamado a hacerse hombre-hombre, ha puesto sus pensamientos en su corazón y su castigo delante de su rostro y se presenta al profeta: “Yo, dice, el Señor, le responderé sobre los pensamientos que ocupan su mente[4]” (Ez 14,4).

Según una enseñanza muy querida por Orígenes, la de la diversidad de formas en que se puede recibir y comprender la Palabra de Dios[5], conforme a los oyentes, se presenta un fuerte llamado a la conversión. Se nos pide cambiar nuestra mirada y dirigirla en otra dirección (§ 8.2).

La diferente cualidad de la medicina que nos ofrece la Palabra de Dios

8.2. Nos enseña el discurso presente cómo se debe responder cada uno, y no administrar indiscriminadamente los remedios, sino suministrarlos conforme a la cualidad de las enfermedades. Presta atención a lo que decimos. A un médico acuden diez personas, cada una con diferentes clases de enfermedades. No a todos los sana de la misma manera, sino que a uno lo cura con un emplasto, a otro le administra otra medicina; a algunos les aplica lo que llaman cauterio; a otro lo calma con una poción amarga, o también dulce a otro; y a algunos les unge con ungüento espeso las heridas. Así también, la palabra de Dios se expresa según las cualidades de los hombres, y no comunica indiscriminadamente los misterios de su sabiduría. Por eso dice: “Yo les responderé sobre los pensamientos que ocupan su mente, ciertamente para curar, estos pensamientos que ocupan su mente, para no desviar a la casa de Israel” (cf. Ez 14,4. 5). Todo aquel que no se presenta como ejemplo de buena vida, sino que camina perversamente (cf. Lv 26,40), con su propia maldad, al inclinarse hacia aquello que no debe, en cierto modo también hace que el pueblo de Dios se desvíe “según un corazón que se ha alejado de mí” (Ez 14,5), y quien hace esto “según un corazón alejado de Dios”, lo hace “en sus pensamientos”. Por eso a estos se les responde conforme a los pensamientos que ocupan sus corazones, y se dice: «Di a la casa de Israel: “Esto dice el Señor Adonai: conviértanse y apártense de sus prácticas”» (Ez 14,6). Porque ha prometido que hablará con ellos sobre aquellos pensamientos que ocupan sus corazones. Por eso ahora, como a pecadores les habla diciendo: “Conviértanse y apártense de sus prácticas, y cambien de dirección sus rostros” (Ez 14,6). ¿No te parece que es esto lo que estás haciendo? Sus rostros están fijos sobre aquellas cosas que no deben mirar, apártenlos y fíjenlos en aquellas realidades que sean para su beneficio. 

Nuestro compromiso cristiano nos exige no volver a la anterior situación, previa a la recepción de la gracia bautismal. Haber recibido la sanación y recaer en la injusticia y el pecado, nos aleja de Dios y nos aparta de la comunión fraterna (§ 8.3).

Volver de todo corazón al Señor

8.3. “Por eso, el hombre-hombre de la casa de Israel y de los prosélitos que llegan a Israel, cualquiera que se haya apartado[6]…” (Ez 14,7). También puede suceder que un hombre-hombre, ya sea que haya estado creado como hombre-hombre, o que se haya constituido así por su propio progreso, sea apartado; porque incluso el justo, según Ezequiel, a veces «se aparta de su justicia y peca” (Ez 3,20). Por tanto, si un hombre así “pone sus pensamientos en su corazón y el castigo de su iniquidad ante su rostro, y acude al profeta para interrogarlo sobre mí, “Yo, dice el Señor, le responderé conforme a aquellos mismos pensamientos en los que está ocupado, y endureceré mi rostro contra ese hombre”» (Ez 14,7-8). Considera cómo en el principio prometió misericordiosamente que respondería, y luego, si aquel vuelve sin haber sido sanado con las palabras precedentes, como había dicho: “Endureceré mi rostro contra aquel hombre, y lo pondré en desierto” (Ez 14,8). Porque si no obedece a las palabras de la amonestación y persevera en su pecado, “lo pondré en el desierto y en el exterminio[7], y lo arrancaré de en medio de mi pueblo” (Ez 14,8). No nos arrebates, Dios omnipotente, de en medio de tu pueblo, sino consérvanos en tu pueblo. Con justicia es rechazado quien realiza acciones dignas de desprecio, como para ser expulsado del pueblo de Dios, erradicado de él y entregado a Satanás (cf. 1 Co 5,5).

Para no ser erradicados de en medio del pueblo de Dios, es necesario que estemos revestidos con las vestimentas nupciales, es decir “plantados en Cristo Jesús” (§ 8.4).

Plantados en el Señor

8.4. También ahora, ciertamente, alguien que ha salido del pueblo de Dios puede volver por medio de la penitencia; pero si ha sido arrancado de aquel pueblo, con mucha dificultad podrá regresar a la condición anterior, como se narra en una parábola donde se dice que alguien que no llevaba la vestimenta nupcial se presentó, entró y se sentó a la mesa, y el padre de familia le dijo: ¡Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin la vestimenta nupcial?”, y ordenó “a los sirvientes que, atándole las manos y los pies, lo echaran en las tinieblas exteriores” (cf. Mt 22,11-13). Pero nosotros no seremos arrancados, sino que ahora y en el futuro seremos plantados en nuestro Señor Jesucristo y daremos frutos muy abundantes en Él, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11). 


[1] Cf. OO 8, p. 175, nota 24.

[2] “Intensivo: ¿Acaso respondiendo les responda yo?”. La Biblia griega, vol. IV, p. 409, nota c.

[3] Lit.: “hombre hombre”, traducción calcada del hebreo, cada uno cada cual (La Biblia griega, vol. IV, p. 409, nota d).

[4] La LXX lee: “Yo, el Señor, le responderé con las cosas en las que está sumido su pensamiento” (trad. de La Biblia griega, vol. IV, pp. 409-410).

[5] Cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de los Números, XXVII,1.1-6; SCh 461, pp. 270-277: “Cuando Dios creó el mundo, produjo una innumerable variedad de alimentos, según las diferencias de los apetitos del hombre o de la naturaleza de los animales. De ahí que no solo el hombre, al ver la comida de los animales, sepa que no fue creada para él, sino para los animales, sino que también los mismos animales reconozcan sus propias comidas; y así, de unas, por ejemplo, usa el león, de otras el ciervo, de otras el buey y de otras, en cambio, las aves. Pero también entre los hombres hay ciertas diferencias en la elección de los alimentos, de suerte que uno que está bien sano y goza de buena salud corporal, necesita una alimentación fuerte y cree poder comer de todo (cf. Rm 14,2), como los más robustos atletas. Pero si uno se siente más enfermo y delicado, se deleita en las verduras, y, debido a su enfermedad, no soporta alimento fuerte. Si se trata de un niño pequeño, aunque no pueda indicarlo con su voz, sin embargo, por su propia condición no busca otro alimento que la leche. Y así, cada uno por su edad o por sus fuerzas o por su estado de salud, requiere una comida que sea apta para él y adecuada a sus fuerzas.

Si han considerado suficientemente el ejemplo de las realidades corporales, pasemos ahora desde ellas a la comprensión de las espirituales. Toda naturaleza racional necesita nutrirse de alimentos propios y adecuados a ella. Ahora bien, el verdadero alimento de la naturaleza racional es la palabra de Dios. Pero, así como hace muy poco hemos indicado muchas variedades en los alimentos del cuerpo, del mismo modo la naturaleza racional, que como hemos dicho, se alimenta del pensamiento y de la palabra de Dios, no se nutre de una sola e idéntica palabra. Por donde, a semejanza del ejemplo corporal, hay también en la palabra de Dios un alimento de leche (cf. 1 Co 3,2; Hb 5,12; 1 P 2,2), o sea, una doctrina más abierta y más simple, como suele ser la de las cosas morales, que es habitual ofrecer a los que se inician en los estudios divinos y que reciben los primeros elementos de la ciencia razonable.

Cuando a éstos, pues, se les proclama alguna lectura de los libros divinos en la que no parece que haya nada oscuro, la reciben de buen grado, como por ejemplo el librito de Ester o el de Judit, o también el de Tobías o los preceptos de la Sabiduría; pero, cuando se le lee a uno el libro del Levítico, en seguida se resiente su ánimo y rechaza el alimento como si no fuera apropiado para él. Puesto que, quien ha venido aquí para aprender a dar culto a Dios y recibir sus preceptos de justicia y piedad, pero oye que se dan mandatos acerca de los sacrificios y que se enseña el ritual de las inmolaciones, ¿cómo no va a retirar inmediatamente su audición y no va a rechazar el alimento como inadecuado para él?

Pero también otro [cristiano], cuando se leen los Evangelios o las cartas del Apóstol, o los Salmos, los recibe contento, los abraza gustosamente, y, recibiéndolos como cierto remedio para su enfermedad, se alegra. A éste, si se le lee el libro de los Números, y en especial los lugares que ahora tenemos entre manos, juzgará que éstos no le sirven para nada, ni le proporcionan remedio alguno para su debilidad ni para la salvación de su alma; sino que los desecha inmediatamente y los rechace como graves y onerosos alimentos, inadecuados a la condición de un alma enferma y delicada. Ahora bien, como, por ejemplo -usando de nuevo un ejemplo de las realidades corporales-, si se le diera inteligencia al león, no reprobaría de inmediato la abundancia de hierba creada, porque él mismo se alimenta de carnes crudas, ni diría que el Creador las había producido en vano puesto que él no las usa para su alimento; ni tampoco por su parte el hombre, al valerse de pan y de otros alimentos adecuados, debe culpar a Dios de haber hecho las serpientes, que parecen servir de comida a los ciervos; ni la oveja o el buey pueden criticar, por ejemplo, el que se haya concedido a otros animales alimentarse de carne, por el hecho de que, para comer ellos, les baste la hierba.

Otro tanto acontece en las comidas espirituales, me refiero a los Libros Divinos: no se puede culpar o impugnar de pronto una Escritura que parece más difícil o más oscura de entender o que contiene realidades que, a juicio de quien es incipiente, niño (cf. Hb 5,13) o más débil (cf. Rm 14,2) y con menor fuerza para comprenderlo todo, no puede usar y estima que no le ofrecen nada de utilidad o de salud [espiritual]. Más bien se debe considerar que, lo mismo que la serpiente, la oveja, el hombre y la hierba son todas ellas criaturas de Dios, y esta diversidad colabora a la alabanza y a la gloria del Creador, para que ofrezcan o tomen el alimento correspondiente en el tiempo oportuno cada uno de aquellos para quienes fueron creados, así todas estas cosas, que son palabras de Dios y en las que hay una comida diversa según la capacidad de las almas, cada cual ha de tomarla según se sienta de sano y fuerte.

Sin embargo, si buscamos más diligentemente, por ejemplo, en la lectura del Evangelio o en la enseñanza apostólica, en las que parece que te deleitas y en las que consideras encontrar un alimento muy apto y suavísimo para ti, ¿cuántas cosas no se te ocultarán, si discutes y escrutas los mandatos del Señor? Y si es preciso huir cuanto antes y evitar las realidades que parecen oscuras y más difíciles, encontrarás también en aquellas en las que mucho confías textos tan oscuros y difíciles, que, si te aferras a esta postura, habrás de alejarte también de ellos. Hay, sin embargo, en ellos, muchas palabras que, dichas de modo más claro y sencillo, edifican al oyente, aunque éste sea de inteligencia infantil”.

[6] LXX: que se aparte de mí.

[7] Desaparición, según la LXX.