OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (747)

Dios Padre bendiciendo

Hacia 1460

Florencia, Italia

Orígenes, Homilías griegas sobre los Salmos

Homilía I sobre el Salmo 67 (68)[1]

Introducción

En el inicio de la homilía Orígenes reconoce, como verdadero discípulo de Cristo, al obispo que lo ha presentado a la comunidad elogiándolo por sus condiciones. Su prédica, por tanto, “la tuvo en presencia de un obispo (designado como papa, conforme a un título honorífico antiguo)… Por lo que debemos suponer que no se trataba del público habitual de Cesarea, ni tampoco el de Jerusalén…” (§ 1.1)[2].

A continuación, Orígenes invita al auditorio a unirse con él en la oración, a fin de que pueda comentar el salmo de una forma que muestre la presencia de Cristo en quien habla. Y, al mismo tiempo, que pide fuerza y ayuda para este ministerio, ruega que aleje los que buscan su desgracia (§ 1.2).

Estupenda la propuesta con la que se prepara a los oyentes: que todo en todos sea para mayor gloria del Señor, que siempre sea Él magnificado, tanto en nuestras palabras como en nuestras obras (§ 1.3).

Quien debe explicar la palabra de Dios debe reconocer, ante todo, su pobreza, sus límites ante tan gran responsabilidad. Pedir, en seguida, la ayuda del Señor; confiar en que el Señor no lo abandonará; y mostrar en su hablar que no se contenta con ofrecer un mero discurso, sino que busca calar hondo en la riqueza del texto bíblico (§ 1.4).

Lo primero que señala Orígenes es un hecho lingüístico, el uso del imperativo, en vez del optativo. Y para ejemplificar esta afirmación recurre al modo en que Jesucristo nos enseña a orar con el “Padrenuestro” (§ 2.1).

La traducción del texto original no facilita la comprensión de la distinción entre imperativo y optativo, que Orígenes propone a su auditorio. Pero es claro que nosotros no le damos órdenes a Dios, sino que le suplicamos con sincera confianza, para que Él haga su obra en y por nosotros (§ 2.2).

El Señor nos invita a tener confianza en nuestra oración, hasta el punto de atrevernos darle una orden al Señor, porque Él mismo nos enseña que tal debe ser nuestra actitud. Pero semejante atrevimiento debe estar refrendado, por nuestra parte, por la observancia sincera de sus mandamientos (§ 2.3).

La Encarnación del Hijo de Dios es la gran manifestación del amor de Dios, su filantropía, su misericordia. Gracias a ella se nos ha regalado la participación en la herencia de las hijas y los hijos de Dios, y si nuestra conciencia nada nos reprocha podemos orar con confianza en presencia de nuestro Padre (§ 2.4). 

Nuestra plena confianza en el amor de Dios es, si puede hablara así, extrema, total, absoluta. Tanto así que Él acepta ser juzgado por nosotros, podemos incluso reprocharle que nos haya olvidado en su providencia. Es decir, podemos dirigirnos a Él de forma directa y franca, sin temor (§ 2,5).

Texto

Introducción

1.1. Es discípulo de Aquél que ha dicho: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), el que ha dicho de sí tales cosas en la forma más modesta, y a nosotros nos ha atribuido cualidades más grandes, no presentes en él. Y como discípulo de Aquél, practicando la mansedumbre, ha hablado como [alguien] humilde de corazón, porque sabe bien que quien “se humilla a sí mismo será exaltado” (Lc 14,11). Pero yo he escuchado las cosas que se han dicho no como si ya existieran, sino como las escucharon [nuestros] padres: Jacob, la bendición de Isaac (cf. Gn 27,27-29), y los doce patriarcas, las bendiciones de Jacob (cf. Gn 48—49). Aquellas bendiciones todavía no se habían realizado para los padres, fueron profetizadas como futuras. De la misma manera, si ustedes oran para que [Dios] dé a la Iglesia, también lo que ha dicho el papa sobre nosotros será una profecía, una profecía antes que realidades ya presentes en nosotros. Pues sé bien que todavía no se han realizado.

Invitación a la oración 

1.2. Sin embargo, puesto que estoy convencido que toda exposición sin la presencia de Cristo en quien habla es un discurso vacío, y que es de la tierra, en tanto que es imposible que una palabra del cielo llegue sin que Dios Padre la envíe, por eso habiendo elegido uno de los salmos que se han leído y que contiene una oración, quiero orar con él, antes de la explicación del salmo que tenemos delante y que también se ha leído[3]. Y desearía que todos ustedes, orando conmigo, lo dijeran sobre mí, mientras yo lo digo sobre mí mismo: “Oh Dios, ven en mi ayuda, apresúrate a socorrerme. Que sean confundidos y avergonzados los que buscan mi alma, sean rechazados y queden confundidos aquellos que, ya en el pasado, han querido el mal para mí” (Sal 69 [70],2-4), no en el futuro sino que “al instante sean confundidos aquellos que”, queriendo alegrarse de los males que sobrevienen y que ansían vengan sobre nosotros, «me dicen: “Bien, bien”» (Sal 69 [70],4).

“Sea magnificado el Señor” 

1.3. Que estas cosas les sucedan a ellos; en cambio, para ustedes ruego que me sea dada una palabra tal que [puedan] exultar y alegrarse. Quiero decir entonces: que exulten y se alegren hoy sobre ti por medio de Cristo que habla en mí (cf. 2 Co 13,3); «que exulten y se alegren todos los que te buscan, y digan siempre: “Sea magnificado el Señor”» (Sal 69 [70],5). Digan: “Sea magnificado”, para que también sea magnificado el Señor en la palabra que ha sido dada, para que asimismo sea magnificado el Señor en las obras, tanto en nosotros como en todos ustedes.

“Aquí estoy”

1.4. Digan esto “los que aman tu salvación” (Sal 69 [70],5). Pues yo sé bien que «soy un pobre, un indigente: “Oh Dios, ven en mi ayuda, tú eres mi auxilio y mi liberador. Señor, no tardes”» (Sal 69 [70],6). Les exhorto a orar conmigo para que, el que ha prometido diciendo: «Mientras todavía estás hablando, diré: “¡Aquí estoy!”» (Is 58,9 LXX), mientras todavía estoy diciendo estas cosas, que diga ya sea con [su] poder, ya sea con [su] presencia: “¡Aquí estoy!”. Y el signo estará en mi hablar, porque reconocerán por los frutos (cf. Mt 7,16) no solo a los hombres, sino también un sermón, cuando sea dada una palabra capaz de explicar el pasaje: “Levántese Dios y dispérsense sus enemigos, y huyan de su rostro los que lo odian. Como se disipa el humo, disípense; como se derrite la cera ante el fuego, así perezcan los pecadores delante de Dios. Y que los justos se regocijen, alégrense ante Dios, deléitense de gozo” (Sal 67 [68],2-4)[4].

Cómo nos enseña a orar Jesucristo

2.1. En primer término, es necesario saber que la Escritura a menudo se sirve del imperativo en vez del optativo. Y se encontrará esto muchas veces, pero por ahora bastará presentar el pasaje del Evangelio en el que nuestro Salvador nos enseña a rezar; no nos enseña a dar órdenes a Dios, sino a formular las peticiones de la oración mediante expresiones en imperativo. En efecto, se dice: “Padre nuestro que estás en los cielos, sea santificado tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad” (Mt 7,16), en vez de: “Que pueda ser santificado tu nombre, que pueda venir tu reino, que pueda hacerse tu voluntad”[5].

Pedimos con humildad, no damos órdenes a Dios

2.2. Sin embargo, si estas palabras [del salmo] se dicen con expresiones en imperativo, debemos entenderlas como si estuvieran en optativo. Porque nadie le da órdenes a Dios, ni dice sobre Él: “[Que] se levante Dios”, sino que ora y dice: “Que pueda levantarse Dios y puedan ser dispersados sus enemigos y que puedan ser puestos en fuga ante Él los que lo odian, que puedan desvanecerse como se desvanece el humo, como se derrite la cera ante el fuego, que así desaparezcan” (cf. Sal 67 [68],2-3). Pero ahora [el salmista] ha utilizado una vez el optativo abierta y claramente; en efecto, dice: “Así perezcan los pecadores ante el rostro de Dios, y que los justos se alegren -en vez de pueden alegrarse-, exulten ante Dios -en vez de pueden exultar-, se deleiten en el gozo -en vez de pueden deleitarse-” (Sal 67 [68],3-4).

La confianza que Dios ha puesto en nuestros corazones

2.3. Sin embargo, alguien más audaz que yo afirmaría que estas palabras se pueden decir en imperativo. Porque si los patrones han recibido de Cristo, que habla en Pablo (cf. 2 Co 13,3), el mandato de “procurar lo justo y equitativo a los siervos” (Col 4,1), y el buen patrón procura lo equitativo a los siervos, ¿qué tiene de absurdo que aquel que recibe los mandatos de Dios y acoge sus mandamientos, mostrando fe por el hecho de observar los mandamientos, ordene, por así decirlo, a Dios con cierta confianza en su propia oración? Y hallará estímulo para estas expresiones en otras palabras que se han escrito sobre estas realidades y dirá: «Pido algo al Señor nuestro Dios teniendo confianza en Aquél que ha dicho: “Todo el que pide, recibe” (Mt 7,8; Lc 11,10). Por tanto, así como nosotros pedimos [algo] a Dios, también hallamos escrito que Dios se manifiesta del mismo modo y habitualmente como alguien que no se atiene a la dignidad de Dios, sino que nos pide algo. En un cierto sentido, en efecto, si puedo expresarme así, Dios se humilla a sí mismo pidiéndonos a nosotros aquello que, según la Escritura, nos pide. ¿Qué pide? Escucha las palabras[6]: “Y ahora, Israel, qué te pide el Señor tu Dios, sino temer al Señor tu Dios, caminar en todos sus mandamientos, y amar y servir[7] al Señor tu Dios con todo tu corazón y toda tu alma” (Dt 10,12). Por consiguiente, como Él nos pide a nosotros, así también nosotros pidámosle a Él, tomándonos la libertad de darle órdenes[8], a condición de que observemos sus mandamientos.

El Hijo de Dios no vino para ser servido, sino para servir

2.4. Porque dar una orden a Dios no es algo más grande que llegar a ser su heredero (cf. Rm 8,17); dar una orden a Dios no es algo más grande que devenir coheredero en Él de su Cristo (cf. Rm 8,17); dar una orden a Dios no es algo más grande que el venir entre los hombres el tan grandioso Hijo de Dios, no como uno que está a la mesa, sino como el que se dispone [al servicio], como el que sirve (cf. Lc 22,27); dar una orden a Dios no es algo más grande que el quitarse la ropa el Hijo de Dios, deponer las vestimentas, tomar una toalla, ceñírsela a la cintura, versar agua en una palangana y lavar los pies de los discípulos (cf. Jn 13,4-5). Pero esto sucede en relación al que es lavado y sabe que es purificado por el hecho de ser lavado (cf. Jn 13,8-9). Y puesto que espera tener parte con Él por el hecho de ser lavado, se dirige a Él también con los modos del imperativo, no porque seamos dignos de ordenar, sino porque es grande la filantropía y la bondad de Dios hacia nosotros. Escuchamos, en efecto, asimismo las palabras: “Queridos, si el corazón no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios, y cuanto pidamos lo recibimos de Él” (1 Jn 3,21-22), como dice Juan en su carta. Pero solo si el corazón no nos condena, sino que nuestra conciencia tenga plena confianza ante Dios.

El Señor nos regala una confianza total: la de ser sus hijos e hijas

2.5. Y para que podamos persuadirnos todavía más de la plena confianza que Dios quiere de parte del hombre hacia Él, presentaré lo que, tal vez, es más grande que dar una orden a Dios: que el Juez sea juzgado junto conmigo. Por esto el hombre dice: “Para que tú seas justificado en tus palabras y triunfes cuando seas juzgado” (Sal 50 [51],5-6; cf. Rm 3,4). Algunos, sin comprender estas palabras, las han modificado en: “el ser yo juzgado”. Pero estos, ¿qué harán con los otros pasajes en donde está escrito: “El Señor mismo vendrá a juicio junto con los ancianos del pueblo y sus jefes” (Is 3,14). Mas si esto no te muestra claramente el hecho que el Juez es, por así decir, juzgado junto contigo, escucha todavía las palabras: “Vamos, seamos acusados también nosotros, dice el Señor” (Is 1,18). El Señor disponiéndose a sí mismo a esto, te ha concedido decirle con plena confianza lo que parece ser una acusación, en la medida que puedas incluso imaginarte acusarlo por haber descuidado la providencia contigo y que tú se lo digas con plena confianza. Esto de hecho es lo que se manifiesta en las palabras: “Vamos, seamos acusados también nosotros, dice el Señor” (Is 1,18). Y una consecuencia del espíritu de adopción (cf. Rm 8,15) son también las palabras: “Ya no eres esclavo, sino hijo” (Ga 4,7), y tu Padre es Dios y tu hermano es el Señor, que dice: “Contaré tu nombre a tus hermanos, o mejor a mis hermanos; te cantaré en medio de la asamblea” (Sal 21 [22],23; Hb 2,12). ¿Qué tiene de sorprendente que un hijo, teniendo plena confianza con su padre y sin avergonzar al espíritu de adopción, al recibir órdenes del padre, dé órdenes a su padre, pidiendo lo que desea?

2.6. Esto por cuanto se refiere a: “Levántese Dios” (Sal 67 [68],2).



[1] Origene. Omelie sui Salmi. Volume I. Omelie sui Salmi 15, 36, 67, 73, 74, 75. Introduzione, testo critico ridevuto, traduzione e note a cura di Lorenzo Perrone, Roma, Città Nuova Editrice, 2020, pp. 342-385 (Opere di Origene, IX/3a), en adelante: Origene. Cf. asimismo Origenes Werke Dreizehnter Band. Die neuen Psalmenhomilien. Eine kritische Edition des Codex Monacensis Graecus 314. Herausgegeben von Lorenzo Perrone in Zusammenarbeit mit Marina Molin Pradel, Emanuela Prinzivalli und Antonio Cacciari, Berlin/München/Boston, De Gruyter, 2015, pp. 173-199 (Die Griechischen Christlichen Schriftsteller der ersten Jahrhunderte [GCS] Neue Folge. Band 19).

[2] Cf. la introducción a esta homilía (Origene, pp. 338-341), y las notas sobre el primer párrafo (Origene, pp. 342-343, notas 1 y 2).

[3] “El Sal 67, que será el explicado en la homilía, no fue el único que se leyó en la asamblea… Por la homilía sobre 1 S 28, tenida en Jerusalén en presencia del obispo Alejandro, aprendemos que las lecturas podían ser varias…, y Orígenes preguntaba al obispo cuál de ellas quiere que sea comentada…” (Origene, p. 344, nota 3).

[4] Cito este pasaje según la traducción de: La Biblia griega Septuaginta. Natalio Fernández Marcos - María Victoria Spottorno Díaz-Caro (Coordinadores), Salamanca, Eds. Sígueme, 2013, p. 99 (Biblioteca de Estudios Bíblicos, 127), que es fiel versión del texto griego que ofrece Orígenes.

[5] Cf. Orígenes, Tratado sobre la oración, XXIV,5: «Con respecto al hecho de que “santificado sea tu nombre” y las siguientes peticiones estén en modo imperativo hay que decir que con mucha frecuencia los traductores de la LXX emplearon imperativos en lugar de optativos. Por ejemplo, en los Salmos: “Enmudezcan los labios mentirosos, que hablan con insolencia contra el justo” (Sal 30 [31],19) en vez de decir “que callen”…».

[6] Lit.: escucha de Él.

[7] O: adorar, venerar, dar culto (latreyo).

[8] Lit.: la confianza, el atrevimiento, la audacia (parresia) de ordenarle.