OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (740)

La Ascensión del Señor

Siglo IX

Salterio

Reims, Francia

Orígenes, Homilías sobre los Salmos

Homilía I sobre el Salmo 38 (39) 

Introducción

El versículo tres de este salmo le lleva a Orígenes a plantearse el tema, siempre difícil, de la impasibilidad de Dios. Él es impasible porque no tiene pasiones humanas, y es al mismo tiempo pasible, pero no como nosotros (§ 5.1)[1]. 

Lo ideal sería que todos pudiéramos imitar el comportamiento del apóstol Pablo. Pero como, tal vez, todavía no llegamos a esa perfección, pero estamos progresando, podemos al menos silenciar nuestra lengua ante los insultos e injurias (§ 5.2).

Las heridas que llevamos abiertas, a causa de nuestras faltas, necesitan un tiempo para completar su proceso de curación. Y cuando avanzamos en este proceso, si nos suceden situaciones conflictivas nuevas, la sanación puede tornarse especialmente difícil (§ 5.3).

Mientras caminamos por la vida presente la lucha por lograr nuestra curación es ardua. Basta que se produzca una sola provocación, para que muy rápido perdamos el fruto de nuestra labor y la paciencia (§ 5.4).

Cuando las palabras dañinas y mal intencionadas nos irritan con fuerza, un fuego se enciende en nuestro interior. Quien ha alcanzado un alto grado de perfección supera el dolor de la afrenta. Pero quien todavía está en camino hacia dicha meta, sufre la injuria fuertemente, aunque logra apagar con su silencio el incendio de la cólera (§ 6).

La meditación de la palabra de Dios debería encender todo nuestro ser, impulsándonos para que traslademos a nuestras acciones el ardor que la palabra suscitó en nosotros (§ 7.1). 

La palabra de Dios debería encender siempre en nosotros el fuego divino que nos empuje a una mayor coherencia de vida (§ 7.2). 

La atenta y comprometida escucha de la palabra divina debe mantenernos alerta, despiertos, en constante vigilia, con nuestras lámparas encendidas, esperando el retorno del Señor (§ 7.3).

El Señor Jesús, como Él mismo lo afirma, vino a traer fuego a la tierra. Es decir, sostiene Orígenes, a regalarnos el calor del Espíritu Santo, que abraza con su gracias a los apóstoles en Pentecostés, y los empuja a predicar el Evangelio. También quienes los escuchaban experimentaban ese “incendio interior” al recibir el kerigma evangélico y acogerlo en sus corazones (§ 7.4). 

La palabra de Dios es fuego, que debe quemar todas nuestras inmundicias y convertirnos en luz que ilumina. Auxiliar a quien está atado por el pecado o por algún vicio a liberarse de estas ataduras es tarea primordial de quien anuncia el Evangelio (§ 7.5).

La palabra de Dios sincera y confiadamente oída y recibida, debería producir en cada creyente un doble efecto: primero, la purificación de las faltas cometidas; y luego, la iluminación que nos hace resplandecer (§ 7.6).

Texto

La “impasibilidad” de Dios

5.1. ¿Y qué agrega a esto? “Y mi dolor, dice, se ha renovado” (Sal 38 [39],3). Quienes en un combate se propinan golpes entre sí, se esfuerzan siempre en prepararse para soportar con fortaleza los golpes que reciben de los adversarios sin sentir dolor, y para ellos la suma fuerza es recibir los impactos de los puños y de los pies sin dolor. Entre ellos, el más perfecto es aquel que, ante el golpe del puño, no siente ningún estímulo de dolor. En cambio, viene en segundo lugar aquel al que le duele, pero en nada cede ante los dolores. Comprende que también a nosotros nos sucede algo semejante, cuando se nos maldice y frente a nosotros se alza un antagonista; si estamos bien formados y fortalecidos en nuestra alma[2] por una larga meditación, en nada seremos contristados por las maldiciones e injurias, sino que por la gran constancia y paciencia de nuestro espíritu, estaremos como carentes del sentido del dolor, y por una gran mansedumbre, que así me atrevo a denominar, nos haremos imitadores de Dios (cf. Ef 5,1). Porque Dios es maldecido por los herejes, blasfemado por aquellos que niegan su providencia, inculpado por quienes ignoran sus tesoros de sabiduría (cf. Col 2,3). Y dime, ¿acaso puedes pensar que por todas estas injurias Dios siente dolor, pero lo soporta como nosotros? ¿O en tanto que, de naturaleza divina, por su impasibilidad, no está sujeto a ningún dolor, ni se conmueve por ningún ultraje ni injuria?

Nuestro progreso es con sufrimiento

5.2. Por tanto, así será todo hombre perfecto y justo, cual era aquel que decía: “Nos maldicen y bendecimos, padecemos persecución y la soportamos, nos ultrajan, oramos” (cf. 1 Co 4,12-13). O como aquel que no era perfecto, pero progresa: cuando es maldecido, calla, se humilla y silencia una palabra buena. Pero este hombre sufre y dice: “Y mi dolor, dice, se ha renovado” (Sal 38 [39],3).

El proceso de curación de nuestras heridas 

5.3. Describe para mí una herida que es curada, y que progresa su curación y ya está próxima a la cicatrización. Entonces, después, en esta misma herida que ya empieza a cerrar la cicatriz, piensa que se inflige otra herida y por esta herida reciente, aquella anterior se renueva. Asimismo, esto le sucede a quien progresa, pero todavía no es perfecto y no ha llegado ya a la perfecta curación. Por tanto, si todavía su piel está sensible[3], y le llegan las heridas de las maldiciones y las injurias, se renueva el dolor, se presentan las angustias y entonces con razón dice: “Mientras el pecador se alzaba contra mí, me callé, y he sido humillado y he callado sobre cosas buenas, y mi dolor se ha renovado” (Sal 38 [39],2-3).

La lucha prosigue

5.4. Considera, por tanto, cómo quien todavía se encuentra en la lucha desea refrenarse de la iracundia y del furor; y mientras él mismo reflexiona en su interior, le sobreviene la provocación de un pecador[4], que lo turba y lo fatiga, aunque no lo vence. Aunque provocado e inflamado para responder, sin embargo, reteniendo su dolor, lo cohíbe y lo reprime, y esto dice: “Mi dolor se ha renovado” (Sal 38 [39],3). En cambio, deseaba decir que ya progresaba y creía haber llegado a la curación, antes de haber sido exacerbado y antes de haber sido provocado con injurias. Pero ahora mi herida se ha vuelto a abrir y se ha renovado por causa de las maldiciones punzantes, en tanto que el dolor de la injuria ha quebrado mi paciencia.

Es necesario disipar las llamas de nuestra indignación

6. En los versículos subsiguiente el profeta todavía describe más ampliamente la pasión del que progresa, cuando dice: “En mi interior, mi corazón se acaloraba[5]” (Sal 38 [39],4). Porque cuando oye la voz de quien lo maldice y denigra, no puede estar sin dolor, como aquel que es perfecto y que ya ha merecido la beatitud por una diuturna constancia. En cambio, ese hombre sufre, y en el sufrimiento su corazón se abraza, arde en su interior y se perturba, pero no hasta el punto de proferir una palabra con el corazón turbado; sin duda que está abrazado en su interior, conmovido por la indignidad del asunto, mas disipa por medio del silencio las llamas de su fiebre.

El fuego de la palabra de Dios

7.1. Veamos también otra palabra del justo, al que también debemos imitar con mucha aplicación: “Y en mi meditación, un fuego se encenderá” (Sal 38 [39],4). Yo medito las palabras del Señor y frecuentemente me ejercito con ellas; pero no sé si soy tal que, en mi meditación, brote un fuego de cada palabra de Dios y encienda mi corazón e inflame mi alma para que cumpla lo que medito.

La palabra de Dios enciende nuestros corazones 

7.2. Y yo ahora les dirijo las palabras de Dios, pero desearía que, primero en mi corazón, después también en las almas de los oyentes se encendieran, como eran aquellas palabras que pronunciaba Jesús, sobre las cuales quienes las escuchaban decían: “¿No ardía nuestro corazón en nuestro interior cuando en el camino nos abría las Escrituras?” (Lc 24,32). Ojalá también ahora, para nosotros, que abrimos las puertas de las divinas Escrituras, nuestro corazón se abrazara en nuestro interior, y en nuestra meditación se encendiera un fuego que nos empujara a poner por obra lo que oímos y leemos. 

Con las lámparas siempre encendidas

7.3. Tales eran asimismo las palabras de Jeremías, conforme a lo que está escrito, cuando Dios le dice: “He aquí que he convertido mis palabras en fuego en tu boca” (Jr 5,14). ¿Por qué un fuego? Porque las palabras que pronunciaban encendían a los oyentes, y nada tibio ni nada frío permanecía en ellos. Pero como el fuego consume y destruye toda la materia, y no recibe en sí nada inmundo ni sucio, así también aquellos cuyo corazón haya sido abrazado por el fuego de la palabra, no soportarán ser manchados por las sordideces materiales y mundanas, nada tibio y que merezca ser vomitado (cf. Ap 3,16) recibirán en sí mismos; tampoco soportarán que la iniquidad se multiplique en ellos y que la caridad se enfríe (cf. Mt 24,12), sino que sus antorchas estarán siempre encendidas y sus lámparas ardientes, y ellos mismos preparados, como los servidores que esperan a su señor que vuelve de las nupcias (cf. Lc 12,35-36; Mt 25,1-13).

El fuego del Espíritu Santo

7.4. ¿No era este fuego aquel sobre el cual también nuestro Salvador decía: “He venido a traer fuego a la tierra y qué otra cosa quiero, sino que arda” (Lc 12,49)? Este fuego es, sin ninguna duda, el que pone en fuga el frío del pecado y convoca de nuevo el calor del Espíritu. Esto es seguramente lo que asimismo se refiere en los Hechos de los Apóstoles, cuando se dice que ellos vieron lenguas como de fuego que se dividían y se posaban sobre los apóstoles (cf. Hch 2,3); por esto es claro que, para predicar la palabra del Evangelio, debían ser fortalecidos por la gracia de un vigor ígneo, de modo que las almas de los oyentes se encendieran por medio de sus palabras.

Una lengua ígnea

7.5. Pero de dónde me vendrá que una lengua ígnea llegue a mi corazón y que, desde una lengua ígnea, yo también profiera una palabra, para que por mis palabras se encienda rápido un fuego en los corazones de los oyentes, que reprende al que ha pecado, de modo que mi palabra se le torne un suplicio, para que, quemado e inflamado por mis palabras, llegue “a la penitencia que produce una salvación firme por medio de una tristeza según Dios” (2 Co 7,10), fruto de la reprensión de la palabra de Dios. Ojalá pudiera encender el alma entera de los oyentes, para que cualquiera que se sienta culpable, no soportando el incendio de nuestra palabra, sino que, inflamadas todas sus entrañas en su interior, rápidamente [este fuego] consuma las sordideces de los vicios que se ocultan en su interior. De modo que, después de haber destruido todo lo que es amigo de la carne y de la materia más crasa, entonces este fuego se haga en él luz y lámpara ardiente (cf. Jn 5,35), que se debe poner no “bajo el celemín, sino sobre el candelabro, para iluminar a todos los que están en la casa” (Mt 5,15).

“Que en nuestras meditaciones se encienda un fuego”

7.6. Por tanto, si la palabra escuchada te ha encendido y has comprendido lo que dice el Apóstol: “¿Y quién es el que me alegra, sino el que ha sido contristado por mí?” (2 Co 2,2), -pues sus palabras eran de fuego, y el Apóstol se alegraba si veía a alguien contristado al oír su palabra y compungido por eso que había escuchado, ardiendo en cierto modo por el fuego de su conciencia al recordar su falta, y por eso mismo decía: “¿Y quién es el que me alegra, sino el que ha sido contristado por mí?” (2 Co 2,2)-; así, por consiguiente, hagamos esfuerzos también nosotros para que en nuestras meditaciones se encienda un fuego (cf. Sal 38 [39],4), que primero nos queme por el recuerdo y por la conciencia de los pecados, y después, ya purificados de nuestros vicios, nos ilumine y nos haga resplandecer.



[1] Cf. SCh 411, pp. 344-345, nota 1.

[2] O: en nuestro ánimo (et animo longa meditatione roborati).

[3] Lit.: in tenero est cutis (el cutis está delicado).

[4] Lit.: la irritación de un pecador (irritatio peccatoris).

[5] Otra traducción, más próxima al texto de la LXX: “Se ha enardecido mi corazón dentro de mí”.