OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (736)

Los discípulos reconocen a Jesús cuando parte el pan

Hacia 1170-1180

Francia

Orígenes, Homilías sobre los Salmos

Homilía II sobre el Salmo 37 (38)

Introducción

El camino que nos conduce a la sanación de nuestras faltas comienza cuando somos sinceros y confesamos los propios pecados. Por el contrario, si no abrimos el interior de nuestra conciencia, las propias debilidades y enfermedades nos abruman y nos oprimen (§ 6.1). 

En un segundo momento, es necesario someter nuestra situación al sabio aviso de un médico experimentado. Previamente deberemos examinar su capacidad, para comprobar si es compasivo y misericordioso. Luego, es posible que debamos exponer nuestra debilidad ante la asamblea de toda la Iglesia. Así, actuando conjuntamente el médico y la Iglesia, seremos definitivamente sanados (§ 6.2). 

Frente a la conciencia de haber cometido una falta, la reacción debe ser: preocuparnos. De la misma forma que nos apresuramos a curar nuestras dolencias, también así debemos atender las enfermedades del alma (§ 6.3).

Orígenes exhorta a sus oyentes a realizar un serio examen de conciencia. De esa forma podrán reconocer sus debilidades y evitar la muerte eterna (§ 6.4).

Puede suceder que nos inquiete el bienestar de quienes en modo alguno se preocupan por sus pecados. Pero esto no debe hacernos desconfiar de la Providencia divina. Al contrario, es necesario que afiancemos nuestra esperanza, y nos preocupemos solo de nuestras faltas (§ 7).

Texto 

La confesión de nuestras faltas nos libera de nuestras opresiones interiores

6.1. “Porque declaro mi iniquidad” (Sal 37 [38],19)[1]. Hemos hablado con frecuencia de la declaración de iniquidad, esto es, la confesión del pecado[2]. Ves, por tanto, lo que nos enseña la Escritura divina: que no se debe ocultar un pecado en el interior. Pues, tal vez, como quienes tienen encerrado en el interior un alimento indigesto, o un humor o una flema grave y molesta en el estómago, si vomitan, se sienten aliviados. También así sucede con quienes pecaron: si lo ocultan dentro suyo y retienen el pecado, son oprimidos interiormente y sofocados por la flema o el humor del pecado. Pero si el pecador se hace su propio acusador, cuando se acusa a sí mismo y confiesa, al mismo tiempo vomita también su delito, y disuelve toda causa de enfermedad.

Recurrir a un médico compasivo

6.2. Tan solo examina diligentemente a quién debes confesar tu pecado. Prueba primero al médico al que debes exponer la causa de tu enfermedad: que sepa ser débil con el que está débil (cf. 1 Co 9,22), llorar con el que llora (cf. Rm 12,15), que conozca el arte de condolerse y compadecerse. Para que solo así, si te dice algo que lo muestra, ante todo, como sabio médico y misericordioso, si te da algún consejo, lo hagas y lo sigas. Si comprendió y previó que tu debilidad era tal que debía ser expuesta y sanada en la reunión de toda la Iglesia -porque, tal vez, también otros podían ser afirmados y tú mismo más fácilmente sanado-, será necesario que seas curado por esta deliberación de muchos y por el muy sabio consejo de ese médico[3].

No podemos permanecer indiferentes ante nuestras faltas 

6.3. “Porque yo declararé mi iniquidad y me preocuparé[4] por mi pecado” (Sal 37 [38],19). Quien entre ustedes esté consciente de hallarse en algún pecado y permanezca así seguro, como si ningún mal hubiera hecho, que sea conmovido por esta palabra que dice: “Me preocuparé por mi pecado”. ¿Es bueno que quien comete una falta esté seguro y, como quien en nada ha faltado, no tenga ninguna preocupación ni piense de qué modo puede borrar su pecado? Si en tu cuerpo se presenta una mancha o alguna herida, o aparece una inflamación por causa de una colisión, estás solícito y buscas qué cura aplicar, cómo devolver a tu cuerpo su antigua salud. Si alrededor de tus ojos se derramó algún líquido ácido, estás solícito, buscas de qué forma remediar y prevenir la ceguera.

“Me preocuparé por mi pecado”

6.4. Cuando tu alma está enferma y oprimida por las enfermedades de los pecados, ¿tú estás seguro, desprecias la gehena (cf. Mt 10,28) y el fuego de los suplicios eternos (cf. Mt 25,41), te burlas? ¿No tienes en cuenta el juicio de Dios y desprecias la Iglesia de Dios que te amonesta? ¿No temes comulgar con el cuerpo de Cristo accediendo a la eucaristía, como si estuvieras limpio y puro, como si nada en ti fuera indigno, y en todas estas cosas piensas escapar del juicio de Dios? ¿No recuerdas aquello que está escrito: “Por eso entre ustedes hay débiles, enfermos y muchos han muerto” (1 Co 11,30)? ¿Por qué muchos enfermos? Porque no se juzgan a sí mismos, ni se examinan a sí mismos, ni comprenden qué es estar en comunión con la Iglesia o qué es acceder a sacramentos tan grandes y eximios. Ellos padecen lo que suelen sufrir quienes tienen fiebre, cuando presumen tomar los alimentos de los sanos, y se causan a sí mismos la muerte. Esto sobre lo que está dicho: “Me preocuparé por mi pecado” (Sal 37 [38],19).

Siempre confiar en el Señor 

7. Sigue después: “Pero mis enemigos viven y se han hecho fuertes contra mí” (Sal 37 [38],20). A todo lo cual debe hacer eco: Mas “yo me preocuparé por mi pecado” (Sal 37 [38],19). Pues frecuentemente, nosotros pecadores, si vemos a nuestros enemigos viviendo muy bien, nos entristecemos y arrojamos querellas contra la divina Providencia. En cambio, quien quiere ser salvado, ante todo, siempre esto se responde a sí mismo: aunque “mis enemigos viven y se han hecho fuertes contra mí” (Sal 37 [38],20), sin embargo, “yo me preocuparé por mi pecado” (Sal 37 [38],19). Y aunque me vea pecador, con todo, considerando también los pecados de otros que, tal vez, son más graves, viendo que no están inquietos por sus pecados, comparándome a aquellos que en modo alguno se preocupan por sus gravísimos delitos y preocupado por mi pecado, tengo esperanza en ti.

 


[1] Al inicio de la explicación el verbo está en presente, al final en futuro (SCh 411, p. 316, nota 1).

[2] Cf. Hom. 36,I,5.2; 36,II,1.5; 36,IV,2.1; 37,II,1.1-2.

[3] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Levítico, XV,2: “… Si, tal vez, se produce una caída, siempre es posible recuperarse (cf. Lv 25,31); por ejemplo, si se encuentra en nosotros una falta, que no es un crimen mortal, no una blasfemia contra la fe, la cual está rodeada con el muro de la doctrina eclesiástica y apostólica, sino (una falta) que consiste en una palabra o en un vicio de las costumbres; esto es vender una casa que está en el campo o en un pueblo, que no tiene muralla. Por consiguiente, esta venta, esta clase de falta, siempre puede rescatarse, y nunca te está prohibido hacer penitencia por los pecados de esta clase. Puesto que para los crímenes más graves se concede lugar para la penitencia solo una vez; en cambio, para aquellas comunes, en las que frecuentemente incurrimos, siempre se puede recibir la penitencia y son rescatadas sin demora”. Y Homilías sobre el libro de los Números, X,1.1: “Si un israelita -esto es, un laico- peca, no puede él quitar su pecado, sino que requiere un levita, necesita de un sacerdote, incluso más todavía, busca alguien más elevado que éstos: (necesita) el Pontífice, para que pueda recibir la remisión de los pecados. En cambio, si delinque el sacerdote o el Pontífice, él mismo puede purgar su pecado, con tal que no peque contra Dios, puesto que de los pecados de este género no vemos que se indique en la letra de la Ley una fácil remisión (cf. 1 S 2,25)”.

[4] El texto latino dice: cogitabo pro peccato meo. El verbo es en este caso la traducción del griego merimneso, que también puede traducirse: inquietaré, perturbaré.