OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (734)

La resurrección de Jesucristo. Las mujeres en el sepulcro

1038

Evangeliario

Taron, Armenia (actual Turquía)

Orígenes, Homilías sobre los Salmos

Homilía II sobre el Salmo 37 (38)

Introducción

El reconocimiento de nuestras faltas nos abre las puertas del perdón divino y, consecuentemente, de la liberación de la muerte eterna. Por esto, al ser corregidos, es necesario aceptar con buen ánimo la reprensión, e incluso amar a quien nos amonesta (§ 2.1). 

Un tema que Orígenes suele repetir en algunas de sus homilías, es la necesidad e importancia de acusarse a sí mismo; y, al mismo tiempo, evitar convertirnos en jueces de los demás (§ 2.2).

Ante las acusaciones que puedan hacernos, por más duras y terribles que sean, nuestra actitud debe ser: recibirlas sin ánimo de venganza o de revancha (§ 3.1). 

Si en alguna ocasión debemos corregir al prójimo, será imprescindible estar muy atentos para hacerlo sin pasión, sin ánimo de venganza, para bien, para la salvación de quien es corregido (§ 3.2).

Hay formas de corregir que no dañan, que no hieren o provocan la tristeza de aquel que recibe la reprensión. Pero no procedemos así cuando amonestamos con cólera e indignación (§ 3.3). 

Todo ser humano se halla en peligro de juzgar y de retribuir a su manera, a su gusto. Pero no es esta nuestra tarea; es más, no nos está permitido ser jueces del prójimo. Especialmente cuando nos hemos sentido ofendidos por alguna persona de modo directo. Solo a Dios corresponde el castigo y la retribución (§ 3.4). 

Estamos llamados a ser compañeros y coherederos de Cristo, el Hijo de Dios. Pero a condición de mantenernos en la humilde condición de criaturas: por pura misericordia hemos sido salvados (§ 3.5)

Texto

Debemos amar a quien nos corrige

2.1. “Quienes buscaban males para mí han hablado banalidades y han meditado todo el día un engaño” (Sal 37 [38],13). Mira al que insidia al justo. Porque yo ya llamo justo a quien se hizo en primer lugar acusador de sí mismo, como lo afirma la palabra de la Escritura (cf. Pr 18,17 LXX). Pues también la Escritura llama sabio al que, cuando es corregido, no odia al que lo reprende, sino que, más todavía, incluso lo ama (cf. Pr 9,8); así también es llamado justo aquel que, después de la falta, no permanece en el pecado ni espera que el diablo se haga su acusador, ni que manifieste ante todos sus pecados, sino que se acusa a sí mismo, se pone en evidencia a sí mismo y por su confesión es liberado de la muerte.

El justo confiesa sus pecados

2.2. “Quienes buscaban males para mí han hablado banalidades y han meditado todo el día un engaño. Pero yo como un sordo no escuchaba” (Sal 37 [38],13-14). Nada se puede encontrar más preclaro que esta virtud, nada más excelente: que alguien escuchando que es maldecido y que sus detractores hablan mal de él, lo ofenden, infaman y acusan[1], aparta su oído como si no escuchara y desvía su mirada, como si no viera, para no ser exasperado por la iracundia y corra hacia la venganza; no busque el ojo por ojo (cf. Ex 21,24; Lv 24,20; Mt 5,38-42), ni palabra por palabra, ni maldición por maldición, ni mentira por mentira, ni crimen por crimen (cf. 1 P 3,9). Tal es, por tanto, el justo: porque, como dije, ya llamo justo a quien por la confesión de sus pecados vomitará sus pasiones[2].

“Como un mudo” 

3.1. “Pero yo como un sordo no escuchaba y como un mudo no abría la boca. Y devine como un hombre que no oye” (Sal 37 [38],14-15). Cuando hablaban mal de mí, cuando me incriminaban, cuando los hombres proferían todas las injurias sobre mí (cf. Mt 5,11), yo era “como un sordo y no escuchaba, y como un mudo que no abre su boca” (Sal 37 [38],14); por sus maledicencias no devolvía injurias (1 P 3,9). ¿Pero para que sirve exponer esto? ¿Para qué sirve explicar estos textos de las santas Escrituras, si no los recordamos en esos tiempos en que las circunstancias lo reclaman, cuando los hermanos hablan mal de nosotros, cuando nos denigran, cuando incluso nos provocan en la cara con injurias y ultrajes, cuando hacen todas estas cosas para excitar nuestro furor y mover nuestro ánimo hacia la iracundia? Entonces es necesario acordarse de esas palabras, entonces debemos recordar lo que está escrito: “Me hice como un hombre que no oye y no tiene réplica en su boca” (Sal 37 [38],15). 

Corregir con rectitud

3.2. En ocasiones alguien habla contra mí y, tal vez, miente; algunas veces también son verdaderas las cosas que dice. Sin embargo, yo puedo decir algo mucho peor sobre él, y decirlo con verdad. Y si ciertamente soy pecador y nada recuerdo de lo que ahora dijimos, imitaré su malicia devolviendo injurias por injurias (cf. 1 P 3,9), me hago semejante a él, pero no me hago semejante a Dios. En cambio, si soy justo, “como un sordo no oigo y (soy) como un mudo que no tiene réplica en su boca” (Sal 37 [38],15), no respondo nada y teniendo con que argüir, no lo reprendo. Porque comprendo que quien corrige rectamente, debe reprender sin pasión, para esperar la salvación del que corrige, y no una venganza.

La corrección que no daña el alma

3.3. Cuando, por tanto, alguien me denigra o habla mal de mí, si lo corrijo, no lo hago de modo conveniente. Pues lo corrijo desde la iracundia y la indignación, queriendo inferirle una tristeza, no aquella que es “según Dios, que opera una penitencia estable para la salvación” (2 Co 7,10), sino una tristeza que daña el alma, y no la enmienda. Por consiguiente, si nos recordamos de estas palabras, sin duda no obraremos así, sino que, cuando nos suceda algo semejante, digamos: “He sido hecho como un hombre que no oye, y no tiene réplicas en su boca” (Sal 37 [38],15).

Solo al Señor corresponde la retribución de las acciones humanas

3.4. ¿Pero cómo puedo llegar a ser así? “Porque, dice el salmista, esperé en Ti” (Sal 37 [38],16). Pues si no hubiera esperado en ti y creído en ti que dices: “Para mí la venganza, yo retribuiré, dice el Señor” (Dt 32,35), sin duda me hubiera yo mismo vengado. Pero ahora me acuerdo de aquel precepto por el que se nos ordena no vengarnos nosotros mismos, sino dejar lugar (cf. Rm 12,19)[3]. Y encontrarás esto en las Escrituras divinas. Y tú lees: “Y he sido como un hombre que no oye y no tiene réplicas en su boca. Pues en ti, Señor, he esperado, y tú (me) escucharás, Señor Dios mío” (Sal 37 [38],15-16). Yo, como un sordo, no escuché a los que me han calumniado, pero Tú oye lo que dicen.

“Compañeros y coherederos del Hijo de Dios”

3.5. Si somos tal como nos quiere la Palabra divina, al igual que Elías diremos con confianza a Dios que nos dé la lluvia, y lloverá (cf. 1 R 18,41-45); como Samuel en los días de la cosecha, pediremos que nos conceda del cielo abundancia de lluvias, y seremos escuchados (cf. 1 S 12,17-18). Pero ahora, ¿cómo nos escuchará Dios, cuando nosotros no lo escuchamos? ¿Cómo hará lo que queremos, cuando nosotros no hacemos lo que Él quiere? Dios nos quiere tales que, como dioses (cf. Sal 81 [82],6), hablemos con Dios. Nos quiere hijos de Dios, para hacernos compañeros y coherederos del Hijo de Dios (cf. 2 P 1,4; Rm 8,17); y para que digamos, como Él mismo dijo: “Padre, sé que siempre me escuchas” (Jn 11,42). Sabemos que Dios nos ha dicho: «Yo dije: “Ustedes son dioses e hijos del Altísimo todos”» (Sal 81 [82],6). Pero nosotros, por nuestros méritos, esperamos más bien aquello para lo que somos dignos y que sigue (en el salmo): “Ustedes, en cambio, como hombres, morirán, y como uno de los príncipes, caerán” (Sal 81 [82],7), pero “Tú me escucharás, Señor Dios mío” (Sal 37 [38],16).



[1] Estos últimos tres verbos están en infinitivo en el texto latino.

[2] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Levítico, III,4: «En toda forma deben ser confesadas y manifestadas en público todas las cosas que hacemos. Pero “lo que hacemos en lo secreto” (cf. Jn 7,4), si lo realizamos solo de palabra o también en lo del secreto del pensamiento, todo eso es necesario confesarlo, todo (eso hay) que manifestarlo; pero manifestado por causa de aquel que es al mismo tiempo acusador e instigador del pecado. Puesto que el mismo que ahora nos instiga para que pequemos, también ese mismo cuando pecamos, nos acusa. Por tanto, si en esta vida nos adelantamos a él y nos acusamos a nosotros mismos, escapamos de la malicia del diablo, nuestro enemigo y acusador. Puesto que así también lo dice en otro lugar el profeta: “Di tú primero, afirma, tus iniquidades, para ser justificado” (Is 43,26). ¿No muestra con evidencia el misterio que tratamos cuando dice: “Di tú primero”? Te muestra que debes adelantarte a aquel que está preparado para acusarte. Por tanto, afirma, “di tú primero”, para que aquel no se te adelante. Porque si lo dices primero y ofreces un sacrificio de penitencia y entregas tu carne a la destrucción, “para que el espíritu sea salvado en el día del Señor” (1 Co 5,5), también se te dirá: “Porque has recibido males en tu vida, pero ahora (recibe) este descanso” (cf. Lc 16,25). Mas también David según el mismo espíritu habla en los Salmos y dice: “Confesé mi iniquidad, y no oculté mi pecado. Dije: ‘Confesaré contra mí mi injusticia’, y tú perdonaste la impiedad de mi corazón” (Sal 31 [32],5). Ves, entonces, que confesar el pecado merece la remisión del pecado. Porque adelantándonos en la acusación, el diablo no nos podrá acusar; y si nos acusamos a nosotros mismos, obtendremos la salvación (cf. Pr 18,17); pero si esperamos a que el diablo nos acuse, esa acusación caerá sobre nosotros para castigo; puesto que tendrá como socios en la gehena a los que convencerá (para que sean) socios de (sus) crímenes». Y Homilía sobre el primer libro de los Reyes, I,15.2: «“El justo se hace su propio acusador en el inicio de sus palabras” (Pr 18,17 LXX). Por tanto, el injusto no se hace su propio acusador, sino el de otros, como sin duda Zabulo es acusador, pero no de sí, sino de los hermanos. En la presente realidad, todos deben ser acusados, mas si soy un justo, no espero a que otro me acuse, sino que me hago mi propio acusador. Sin embargo, si quisiera explicar plenamente cómo el justo puede ser su propio acusador, es cierto que, mientras peca y permanece en sus faltas, no es ni justo, ni su propio acusador, porque no se acusa de lo que hace. En cambio, cuando se arrepiente de sus faltas, entonces se hace justo, y no de otros, sino de sí mismo deviene su acusador».

[3] El texto de Rm dice: “Dejen lugar a la cólera”, sin duda a la cólera divina, que se reserva el castigo del pecado.