OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (729)

La Transfiguración de Cristo

Hacia 1200

Salterio

Oxford, Inglaterra

Orígenes, Homilías sobre los Salmos

Homilía I sobre el Salmo 37 (38)

Introducción

Argumenta Orígenes, apoyándose en un texto paulino (1 Co 5,5), a favor de la necesidad de un castigo corporal, para que el espíritu de quien ha pecado gravemente sea salvado en el día del Señor (§ 2.7).

En el desarrollo de su reflexión sobre el tema que se planteaba en el párrafo precedente, el Alejandrino subraya que es fundamental evitar que la carne se rebele contra Dios. “La destrucción de la carne” tiene como finalidad remediar el pecado (§ 2.8)[1].

Debe advertirse que existe una diferencia, en el pensamiento de Orígenes, entre carne y cuerpo. Este no es malo; la carne, en cambio, sí lo es[2]. En consecuencia, debe fortalecerse el espíritu para que la carne no imponga sus condiciones, sino que, estando débil, permita actuar con libertad al espíritu (§ 2.9).

La mejor explicación del versículo cuatro del salmo nos la ofrece el ejemplo mismo de Cristo. En su debilidad, asumida y aceptada, nos dio un ejemplo para nuestra instrucción, y nos redimió (§ 2.10).

Para lograr que nuestra carne se torne menos poderosa no bastan las acciones corporales. Es necesario que también, y sobre todo, tomemos mayor conciencia de la terrible “ira de Dios” (§ 2.11).

Texto

La destrucción de la carne de pecado

2.7. “Nada sano hay en mi carne” (Sal 37 [38],4). Sobre ése que, en Corinto, había pecado, el Apóstol lo manifestaba, diciendo: “Entregar esa clase de hombre a Satanás, para la destrucción de la carne” (1 Co 5,5). ¿Acaso debemos pensar que quería que fuera inicuo[3] aquel del que decía que debía ser entregado a Satanás para la destrucción de la carne? Más bien parece que es por su salvación que se entregaba su carne a la destrucción. Y por ese agrega: “Entreguen a ese hombre a Satanás para la destrucción de la carne, para que su espíritu sea salvado en el día del Señor” (1 Co 5,5), mostrando que su espíritu no podía ser salvado, si la carne no era entregada a la destrucción.

“El Espíritu es vida”

2.8. Oye qué sea “la destrucción de la carne”. Quien ha perecido, sin duda está muerto. Pero la carne vive en el pecador, en cambio, la carne está muerta en el hombre justo. Por eso el justo también dice: “Llevamos siempre la muerte de Jesucristo en nuestro cuerpo, para que la vida de Jesucristo se manifieste en nuestra carne mortal” (2 Co 4,10). Y por otra parte recibimos el mandamiento que dice: “Mortifiquen sus miembros que están sobre la tierra” (Col 3,5). Y feliz quien está muerto al pecado, según lo que está dicho: “Sin duda el cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el Espíritu es vida en virtud de la justificación” (Rm 8,10). Por tanto, ser entregado para la destrucción de la carne es para que muera en nosotros el pensamiento carnal y no viva en ella el deseo de la carne. Pues cuando se muere el pensamiento de la carne, para que no sintamos según la carne (cf. Rm 8,5), el espíritu es salvado. Por lo demás, mientras viva en nosotros el pensamiento de la carne y viva la carne, no podemos sentir las realidades espirituales. Por consiguiente, de esta forma el Apóstol entregó a la destrucción la carne del que había vivido según la carne, para que, muerto el pensamiento de la carne, “el espíritu sea salvado en el día del Señor” (1 Co 5,5). Si has comprendido la palabra apostólica, volvamos a nuestro tema.

La debilidad de la carne fortalece el espíritu

2.9. Quiera Dios que, si cometo una falta con mi cuerpo -pero una falta viene siempre del pensamiento de la carne-, me traiga la destrucción de la carne para que se salve el espíritu. Pues si la carne se debilita, sin duda progresando la debilidad también llega la mortificación de la carne, y entonces con razón se dice: “Nada sano hay en mi carne” (Sal 37 [38],4). Pero si la carne no se debilita, sino que vuelve a su salud, esto es, para saber las cosas que son de la carne y desear lo malo, entonces la carne está sana, lo cual sin duda no es bueno para el espíritu. Aquel, por ende, que no quiera ser acusado por el furor del Señor y reprendido por su ira, que muestre los muy justos motivos de ese rechazo, afirmando que él también es traspasado por las flechas de las palabras de Dios y de tal modo turbado por solo el rostro de la ira del Señor, al extremo que, en verdad, nada en su carne está sano, es decir, que ningún deseo de pecar permanece ya en él.

Se hizo débil por nosotros

2.10. Me acuerdo que, alguna vez, expuse sobre aquel capítulo del Evangelio en que está escrito: “El espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26,41), y percibí algo semejante: antes que nuestro Salvador llegara a la cruz, crucificara su carne y la hiciera morir, antes que estuviera perfectamente muerto, primero dijo que su carne estaba débil, y mientras la carne estaba débil, afirmaba que el espíritu estaba pronto; pero cuando (la carne) fue entregada a la cruz y consumó la muerte perfecta, entonces ya no estaba pronto el espíritu, sino que dio testimonio que lo ponía en manos del Padre (cf. Lc 23,46; Sal 30 [31],6). Pero esto que Él describía en sí mismo, nos ofrecía un ejemplo para nuestra instrucción. Por nosotros, en efecto, y para nosotros Él era débil.

Tomemos conciencia de la ira de Dios

2.11. Por eso considerémonos a nosotros mismos, si nuestra carne está débil, si no está relajada por las delicias y la lujuria, si esto no le otorga una salud viciosa. Mira si por la abstinencia cotidiana la carne se ha vuelto débil; si por la continencia los deseos son cortados, la lívido reprimida, los vicios detenidos. Entonces, aunque no esté todavía muerta, sin embargo, no hay nada sano en tu carne (cf. Sal 37 [38],4), sino que en el ínterin también tus miembros son mortificados sobre la tierra (cf. Col 3,5). Pero ¿qué significa que nada sano hay en tu carne? Que tomamos conciencia del rostro de la ira de Dios. Porque en tanto recordamos la ira de Dios y ponemos ante nuestros ojos su rostro, por esta misma enseñanza suya, que por eso es llamada rostro de la ira (cf. Sal 37 [38],4), que amedrenta y espanta, la carne se debilita y languidece.



[1] Cf. SCh 411, pp. 280-281, nota 1.

[2] Ibid., p. 280.

[3] Iniquus, inicuo (impío, enemigo), es en la Escritura uno de los nombres de Satanás (cf. 2 Ts 2,8), y de los condenados (cf. Hch 24,15; 2 P 2,9); SCh 411, p. 278, nota 2.