OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (676)

La parábola del ciego que guía a otro ciego

Siglo XVII

Biblia

Nancy, Francia

Orígenes, Homilías sobre el primer libro de Samuel

Homilía I (1 S 1,1 ss.)

Introducción

El cristiano puede pronunciar “palabras excelsas”, pero no multiplicarlas, debe evitar la verborragia. Sus palabras tienen que se referirse siempre al misterio del Dios Uno y Trino, dentro de la recta fe. No pueden ser, en consecuencia, palabras como las que utilizan los paganos; ni tampoco como las que inventan los herejes (§ 13).

El peligro de un lenguaje grandilocuente o jactancioso acecha permanentemente a todo ser humano. Así lo advirtió ya el apóstol Pablo. En consecuencia, debemos apartarnos de toda forma de hablar que conduzca a la auto exaltación (§ 14).

Debemos reconocer nuestras faltas y manifestarlas, sin buscar excusas. Lo contrario es una peligrosa imitación de quienes buscan toda clase pretextos para no asumir sus errores (§ 15.1).

El reconocimiento de los propios pecados conlleva el compromiso de acusarse por las faltas cometidas. El camino de la conversión verdadera exige que cada uno se acuse a sí mismo, en vez de señarles sus culpas a los demás. Esto es justamente lo que hace el Maligno, Satanás, el diablo, el acusador por excelencia, pero que nunca se acusa a sí mismo (§ 15.2).

Los diversos ataques que los demonios lanzan contra los creyentes pueden ser conveniente y oportunamente rechazados. Para ello debemos echar mano de un conjunto de armamentos, según el lenguaje figurado que san Pablo adopta en su cartas, aptos para rechazar las flechas que lanza el Maligno, no una sino varias veces (§ 16).

Texto

Palabras excelsas

13. “No multipliquen las palabras excelsas” (1 S 2,3). ¿Por qué no dice: “No pronuncien palabras excelsas”? Me está permitido, entonces, decir algunas palabras excelsas, pero multiplicar las palabras excelsas y difíciles no me está permitido; pues esto me parece que se designa cuando se dice: “No multipliquen las palabras excelsas”. ¿Qué hay que entender por esto que se indica? Veamos. No está permitido a la naturaleza humana pronunciar muchas palabras elevadas ni comprender muchas cosas excelsas, porque Salomón dice: “No busques cosas altas y no escrutes lo que te supera, comprende solo los mandamientos que te son dados” (Si 3,21. 22). Por tanto, si en este lugar se dice “excelsas”, no es para que en modo alguno las busques, sino para que no multipliques los interrogantes sobre ellas. Viendo la debilidad de la condición humana, que te sea suficiente, respecto de las realidades excelsas y difíciles, buscar o hablar para dar vida a quienes las buscan o las dicen. ¿Cuáles son (los temas) en que me es necesario decir palabras excelsas? Cuando hablo sobre la omnipotencia de Dios, sobre su invisibilidad y su eternidad. Cuando (trato) sobre la coeternidad del Unigénito y sobre otros misterios[1], pronuncio palabras excelsas; cuando hablo sobre la magnificencia del Espíritu Santo, pronuncio palabras excelsas. Es solamente en estos temas que se concede decir palabras excelsas. Después de estos Tres ya no digo ninguna palabra excelsa. Pues todas las cosas son bajas y abyectas en comparación con la excelsitud de la Trinidad. Por tanto, “no multipliquen las palabras excelsas”, a no ser sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y para hacer más claro esto que decimos, tomemos todavía otros ejemplos, si les parece bien. Por ejemplo, los paganos introducen muchos dioses: multiplican las palabras excelsas. Algunos herejes dejan de lado al Creador del mundo y a su Hijo, haciéndose no sé qué otro Dios más elevado e introducen otros muchos semejantes, llamándolos eones y dioses; y así éstos multiplican palabras excelsas. 

Lenguaje jactancioso

14. “Que no salga de la boca de ustedes un lenguaje jactancioso” (1 S 2,3). Verdaderamente lo que dice el Apóstol: “Miserable yo, hombre, ¿quién me liberará de este cuerpo de muerte?” (Rm 7,24), de modo conveniente se dice sobre todo hombre: miserable, en efecto, es el linaje de los mortales, pues no solo en los males, sino incluso en las cosas buenas estamos en peligro. Por ejemplo, tengo agradables visiones, revelaciones (cf. 2 Co 12,1), signos y prodigios han sido realizados para mí (cf. Hch 8,13), pero ¿he vivido en el bien, he observado la justicia, la continencia, la virtud? Y en esto estoy en peligro. Pues aunque ninguna otra cosa haga, Zabulo por medio de estas realidades suscita en mí la soberbia, de modo que necesito “un ángel de Satanás que me abofetee, para que no me engría” (2 Co 12,7) y salga de mi boca un lenguaje jactancioso; es decir, para que no diga sobre mí cosas grandes, porque «Dios extermina los labios dolosos y la lengua grandilocuente, los que dicen: “Nuestra lengua nos exaltará”» (Sal 11 [12],4-5). 

Confesar los propios pecados

15.1. “Por consiguiente, “que no salga de la boca de ustedes un lenguaje jactancioso, porque el Señor es poderoso en su sabiduría. Y no corrigieron sus acciones” (1 S 2,3 LXX), como está dicho en otro lugar: “No inclines mi corazón a las palabras malas, para inventar excusas a mis pecados con los hombres que obran iniquidades” (Sal 140 [141],4); y en los Proverbios: «El perezoso aprovecha las ocasiones y dice: “Hay un león en los caminos y homicidas en las plazas”» (Pr 22,13). Encontramos, en consecuencia, que hay pecadores de esa clase, que a todos acusan excepto a sí mismos, y fingen ocasiones como excusas cuando dicen: “Zabulo me ha hecho caer, una mujer me sedujo, aquel me dio ocasión para pecar”, cuando en realidad hay que recordar el precepto que dice: “Confiesa tú primero tus pecados, para que seas justificado” (Is 43,26 LXX); porque no corrigen sus pretextos.

Acusador de sí mismo

15.2. Pero también me parece necesario, porque contienen un sentido admirable, hacer una digresión sobre lo que está escrito: “El justo se hace su propio acusador en el inicio de sus palabras” (Pr 18,17 LXX)[2]. Por tanto, el injusto no se hace su propio acusador, sino el de otros, como sin duda Zabulo es acusador, pero no de sí, sino de los hermanos. En la presente realidad, todos deben ser acusados, mas si soy un justo, no espero a que otro me acuse, sino que me hago mi propio acusador. Sin embargo, si quisiera explicar plenamente cómo el justo puede ser su propio acusador, es cierto que, mientras peca y permanece en sus faltas, no es ni justo, si su propio acusador, porque no se acusa de lo que hace. En cambio, cuando se arrepiente de sus faltas, entonces se hace justo, y no de otros, sino de sí mismo deviene su acusador.

“El arco de los poderosos se ha debilitado”

16. “El arco de los poderosos se ha debilitado” (1 S 2,4). Las fechas del Maligno, que se dicen ígneas (cf. Ef 6,16), son lanzadas por el arco de los poderosos. Y los poderosos designan las potestades adversas, sobre las que se dice: “He aquí que los pecadores tensaron el arco” (Sal 10 [11],2); y: “En sí mismos[3]prepararon instrumentos de muerte” (Sal 7,14); y de nuevo: “Hizo ardientes sus flechas” (Sal 7,14). Pero ahora se dice que “el arco de los poderosos se ha debilitado”. Porque si te has revestido con las armas de Dios (cf. Ef 6,11), si te has protegido con el escudo de la fe (cf. Ef 6,16) y revestido con la armadura de la caridad (cf. 1 Ts 5,8), ceñido con la espada del Espíritu (cf. Ef 6,17), el arco de los poderosos se debilitará contra ti ante tales protecciones. Pues si contra ti fuera lanzado un dardo encendido (cf. Ef 6,16), este, recibido por el escudo de la fe, se extinguirá de inmediato; lanza también otro dardo, este es rechazado por la coraza de la justicia (cf. Ef 6,14), lanza un tercer dardo, este también es tronchado con la espada del Espíritu; tal vez, lanza un cuarto dardo, de manera semejante es expulsado por el casco de la salvación. Y cuando por todas estas acciones el hombre experimentado permanezca invulnerable, entonces el arco de los poderosos, después que tantas flechas hayan fallado por completo su finalidad, habrá perdido su fuerza.



[1] Esta parte parece haber sido retocada por Rufino (cf. SCh 328, p. 142, nota 1).

[2] Cf. Orígenes, Homilías sobre el Levítico III,4: «David… habla en los Salmos y dice: “Confesé mi iniquidad, y no oculté mi pecado. Dije: ‘Confesaré contra mí mi injusticia’, y tú perdonaste la impiedad de mi corazón” (Sal 31 [32],5). Ves, entonces, que confesar el pecado merece la remisión del pecado. Porque adelantándonos en la acusación, el diablo no nos podrá acusar; y si nos acusamos a nosotros mismos, obtendremos la salvación (cf. Pr 18,17 LXX); pero si esperamos a que el diablo nos acuse, esa acusación caerá sobre nosotros para castigo; puesto que tendrá como socios en la gehena a los que convencerá (para que sean) socios de (sus) crímenes».

[3] In ipso. Otra traducción: Contra él.