OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (668)

La adoración de los Magos

Siglo XII

Salterio

Norte de Francia

Orígenes: Nueve homilías sobre el libro de los Jueces

Homilía IX: Sobre los restantes hechos sobre Gedeón; y sobre el combate que peleó Gedeón con trescientos elegidos (cf. Jc 4; 6,7; 7,2 ss.)

Introducción

Frente a un poderoso y muy numeroso ejército que se ha reunido para combatir contra Israel, el Señor, por medio de Gedeón, salvará a su pueblo con solo un exiguo puñado de hombres (§ 1.1).

Se establece, en este párrafo, una distinción entre temor y temblor. Este último es una actitud más profunda, y en cierto modo irreversible, porque se ha establecido en el fondo del alma. Por lo tanto, paraliza el actuar, antes incluso que llegue el momento de la lucha (§ 1.2).

El combate es contra el Maligno, contra todo lo que él quiere introducir en nosotros, para quitarnos la paz y alejarnos de Cristo. Por eso, para combatir contra él, es necesario seguir a nuestro Salvador, renunciando a las propias voluntades, a los lazos familiares y a la esclavitud de los bienes materiales. No debemos temer, sino ponernos decididamente en marcha bajo las órdenes de nuestro único Jefe (§ 1.3).

Orígenes hace un paréntesis en su homilía y pone de relieve la valentía admirable de algunas féminas bíblicas (Débora y, sobre todo, Judit), al igual que las vírgenes y jóvenes cristianas que no temieron arriesgar la vida para confesar su fe (§ 1.4).

A la luz de las enseñanzas del apóstol Pablo, se nos ofrece un listado de las armas que debe empuñar el cristiano en su lucha contra el Maligno. Para ello se recurre a una terminología militar. Pero subrayando el hecho central de este combate: es en seguimiento de Cristo (§ 1.5).

Ante la pregunta de si es posible huir del combate, la respuesta es ciertamente afirmativa. Pero únicamente ante el peligro de negar a Cristo, por la condición de la debilidad humana. Sin embargo, esto mismo se puede convertir en una falta grave, si se actúa condicionado solo por el miedo (§ 1.6).

Texto

Demasiado grande…

1.1. Inmensa era la multitud que se había congregado contra Israel, al extremo que se la compara, por el número, con las langostas. “Y sus camellos, dice (la Escritura), como la arena que está a la orilla del mar, innumerable” (Jc 7,12). Veamos entonces cómo podrá ser vencida esta multitud tan innumerable de enemigos. Treinta y dos mil hombres armados de los hijos de Israel (cf. Jc 7,3) salieron, dice (la Escritura), con Gedeón para ir a combatir contra toda esa multitud. Y Dios le dio una respuesta a Gedeón diciendo: “Grande es la multitud que te acompaña” (Jc 7,2). ¿Y qué sucede si la multitud es grande? ¿Acaso en las guerras un ejército más numeroso no ofrece una mayor defensa? De ninguna manera, pues los combates divinos no son como aquellos humanos. La obra del poder divino no se realiza claramente si se apoya sobre seguridades humanas, porque “el rey no se salva por la grandeza[1] de su fuerza” (Sal 32 [33],16). Por tanto, para evitar que Israel se glorifique y se atribuya por jactancia una parte de la victoria, el Señor dijo a Gedeón: «Demasiado numeroso es el pueblo que te acompaña; no entregaré a Madián en sus manos, no sea que Israel exulte contra mí diciendo: “Mi mano es la que me ha salvado”. Por eso proclama a oídos del pueblo: “Aquel que tenga temor y temblor en su corazón[2], que se regrese”. Y se volvieron del monte Galaad veinte dos mil hombres del pueblo, y quedaron diez mil” (Jc 7,2-3)

Temor y temblor

1.2. Veamos, entonces, ante todo lo que quiere decir la expresión: “El que tenga temor y temblor en su corazón”. Fueron dados dos signos que prueban la debilidad humana: los que tengan temor, y los que tiemblen en su corazón. En el que tiene temor, se puede ver a aquel que también, en un primer momento, tiembla ante un combate, sin embargo, no está aterrorizado hasta el fondo del corazón, sino que puede retomar fuerza y ánimo. Pero aquel que tiembla es el que ya, como bajo el efecto de un vicio que crece, antes incluso de ver las desgracias, esta aterrorizado con el solo pensarlo, con un terror helado que penetra sus miembros; de modo que está inerme no tanto a la vista de las desgracias, sino ante lo que ha escuchado y espera. Y por eso el agregado: “tiembla en su corazón”. Porque es en el corazón y en las profundidades del alma que ese vicio ya fijado su morada.

Confiemos en el Jefe de nuestro ejército

1.3. Por tanto, ¿qué? ¿Es que Gedeón solamente al pueblo le decía: “Si alguno tiene miedo y tiembla en su corazón”, que se aparte de las luchas, deje las guerras, abandone el combate de los hombres valientes? Pero es que hoy también el jefe de nuestro ejército (cf. Jc 4,7), nuestro Señor y Salvador Jesucristo, ¿acaso no exhorta a sus soldados: “Si alguien tiene temor y temblor, que no venga a mis combates”? Pues esto es lo que sin duda, en otros términos, pero en el mismo sentido Él dice en los Evangelios: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (Lc 14,27), y: “El que no odia a su padre, a su madre, a sus hermanos y hermanas, más todavía, incluso a su vida misma, no es digno de mí” (Lc 14,26); y de nuevo: “El que no haya renunciado a todo lo que posee no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33). ¿No es evidente que, por medio de estas palabras, Cristo separa y echa de su campamento a aquellos que tiemblan? Por ende, todos ustedes que quieren seguir al ejército de Cristo, que quieren estar en su campamento, expulsen lejos de ustedes el temor del espíritu, lejos el terror del corazón, para que el soldado de Cristo diga con confianza: “Si levantan su campamento contra mí, mi corazón no temerá; si se entabla un combate contra mí, yo tendré esperanza” (Sal 26 [27],3). Que diga audazmente: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el protector de mi vida, ¿ante quién temblaré?” (Sal 26 [27],1).

El ejemplo de valor dado por las mujeres

1.4. Pero que semejante milicia no les atemorice, nada difícil tiene en sí misma, nada arduo e imposible. ¿Quieres saber cuán fácil es cumplirla combatiendo desde la fe? A menudo incluso las mujeres suelen vencer en ese campamento, porque se combate no por medio del vigor del cuerpo, sino por la fuerza de la fe. Antes leímos, en este mismo pequeño libro de los Jueces, sobre los triunfos de una mujer, Débora, a quien un temor por falta de fe no turbó su alma femenina (cf. Jc 4,4 ss.). ¿Y para qué recordar a Judit, esa heroína magnífica, la más noble de todas las mujeres? La lucha estaba ya casi perdida, cuando ella no dudó en remediar la situación por sí misma, arriesgando su sola persona y su cabeza para lograr la muerte del muy cruel Holofernes (cf. Jdt 13,1-10). Ella marchó al combate no con las armas ni con caballos de guerra u otros auxilios militares (cf. Jd 9,7). Pero por la fuerza del alma y la confianza de la fe, su reflexión al igual que su audacia, aniquiló al enemigo. Y esa libertad que los hombres habían perdido, una mujer la devolvió a la patria. ¿Y para qué recordar por tan largo tiempo los ejemplos de los antiguos? Ante nuestros ojos a menudo lo hemos visto: mujeres y vírgenes, próximas todavía en su primera edad, para merecer el martirio, soportaron los tormentos de los tiranos, ellas, que, a la fragilidad de una vida todavía joven, se añadía la debilidad del sexo.

Las armas del cristiano

1.5. Así, por tanto, entre los que luchan por la verdad, pero más todavía, que combaten por Dios, se requiere no la fortaleza del cuerpo, sino del alma; pues la victoria se obtiene, no por medio de jabalinas de hierro, sino por los dardos de las oraciones. Y es la fe la que da, en la lucha, el aguante (cf. St 1,3). Por eso también el santo Apóstol prepara a los soldados de Dios para las guerras de tal clase con las armas apropiadas, diciendo: “De pie, entonces, revestidos de la coraza de la justicia y ceñidos sus lomos con la verdad; tomen además el casco de la salvación y la espada del Espíritu; pero sobre todo embracen el escudo de la fe, gracias al cual pueden extinguir las flechas encendidas del Maligno” (cf. Ef 6,14-17). Igualmente, ordena “tener los pies calzados para preparar el Evangelio de la paz” (Ef 6,15); y armados así, alzar el estandarte de la cruz de Cristo y seguirlo (cf. Mt 16,24).

¿Está permitido huir de la persecución?

1.6. Sin embargo, también está permitido en el combate de Cristo, si acaso algún día te sientes en inferioridad de condiciones ante las persecuciones, y te parece desparejo, a causa de la debilidad del cuerpo, el combate contra la crueldad del tirano, dejar el campo librado a la cólera (cf. Rm 12,19) y huir de un lugar a otro[3]. En este caso, no se te confiere la carga militar. Esto asimismo está indicado en las leyes de Cristo, que dice: “Cuando los persigan de una ciudad, huyan a otra. Si los persiguen también en esta, huyan a otra” (cf. Mt 10,23). Lo esencial, en efecto, es no renegar de Jesús cuando ya lo has confesado. Pues es cierto que es confesar a Cristo huir para no negarlo. Por tanto, si alguien tiene temor y tiembla en su corazón, que se aparte del campamento, que regrese a su casa (cf. Jc 7,3), a fin de no dar a los demás el ejemplo de su temor y temblor. ¿Y quieres saber qué gran falta es tener temor y temblor? En el Apocalipsis, allí donde son enumerados aquellos que deben ser enviados al estanque de fuego, en primer término, coloca a los que tuvieron temor y temblaron, con los cuales enumera también a los infieles, a los fornicarios y a los criminales[4](cf. Ap 21,8). De modo que, entre los crímenes enormes y abominables, se pone la acusación de temor y temblor. Pero esto lo hemos dicho a causa de los que, en primer lugar, son enviados fuera del campamento, porque tenían miedo y temblaban en su corazón.



[1] Lit.: multitud.

[2] Esta palabra, cor, falta en el texto bíblico. Cf. Dt 20,1-7 (ver SCh 389, p. 208, nota 1).

[3] Lit.: dar lugar a la ira (dare locum irae). El texto más claro, a mi parecer, sobre la necesidad de no entregarse voluntariamente a los perseguidores nos lo ofrece Clemente de Alejandría (+ hacia 215/16) en Stromata IV,10,76-77: «... “Cuando los persigan en una ciudad, huyan a otra” (Mt 10,23), no recomienda huir como si la persecución fuera algo malo, ni ordena evitar la muerte huyendo por temor a ella. Por el contrario, no quiere que nosotros nos hagamos causantes ni cómplices de mal alguno con nadie; ni con nosotros mismos, (ni) para con el perseguidor o el verdugo. Porque de cierta forma manda evitar (la confrontación); pero el que desobedece es un arrogante y un temerario. Pero si el que mata a un “hombre de Dios” (1 Tm 6,11; 2 Tm 3,17; cf. 1 S 2,27; 1 R 13,1) peca contra Dios, también el que se presenta a sí mismo ante el tribunal se hace reo de quien le mata. Ahora bien, ése será el que no trata de evitar la persecución, puesto que se entrega temerariamente él mismo para ser arrestado. Éste, en lo que a él atañe, se hace cómplice en la maldad del perseguidor; pero si también la excita aún más, es plenamente la causa, provocando a la fiera salvaje. Del mismo modo, si quien (es) una causa de lucha, de castigo, de odio o de acusación, engendra un pretexto para la persecución. Por eso se nos ha ordenado no aferrarnos a ninguna cosa de las de esta vida, sino que a quien nos quite el manto le demos también la capa (cf. Lc 6,29), para que no solo permanezcamos libres de pasiones, sino también para que, al no oponer resistencia a quienes nos acusan, (no) les enfurezcamos contra nosotros mismos, y por nuestra causa les incitemos a la blasfemia contra el Nombre (cf. 1 P 4,16)» (ed. y trad. en la Colección Fuentes Patrísticas nº 15, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 2003, pp. 158-159). Cf. M. A. Mateo Donet, La ejecución de los mártires en el Imperio romano, Murcia, Universidad de Murcia, 2016, p. 10, nota 14 (Publicaciones del CEPOAT, nº 1), con indicaciones bibliográficas.

[4] Lit.: los que venden o preparan venenos (venenarios).