OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (664)

San Juan Bautista con escenas de su vida

Hacia 1515

Brujas, Bélgica

Orígenes, Nueve homilías sobre el libro de los Jueces

Homilía VII. Sobre los hijos de Israel que son entregados en manos de Madián (Jc 5,31; 6,1-4)

Introducción

Orígenes desarrolla, en el párrafo § 2.5, un tema que hallamos también en otros autores de su tiempo (p. ej. En Tertuliano). Se trata del así llamado “bautismo de sangre”, es decir, el martirio. Y lo coloca por encima incluso del sacramento del bautismo. Señalando para ello que, por la sangre derramada danto testimonio de su fe, a ejemplo e imitación de Cristo, el cristiano queda purificado de sus pecados para siempre, la posibilidad de pecar queda excluida de su vida.

Entusiasta alabanza del martirio, en coherencia con lo que en varias otras de sus obras afirma el Alejandrino. Su anhelo se verá confirmado por la confesión del nombre del Señor que se vio obligado a hacer hacia el fin de sus días (§ 2.6).

Entregar la vida, derramar la propia sangre, es a imitación de Cristo, que entregó su vida por nuestra salvación. Y, en consecuencia, la plena felicidad del cristiano es poder hacer lo que Él hizo por nosotros. Por el martirio en nombre del Señor Jesús, todo temor desaparece y podemos presentarnos con plena confianza ante Él (§ 2.7).

Texto

El bautismo de sangre

2.5. Nuestra prueba, en efecto, no persiste solo hasta recibir golpes, sino que llega hasta la efusión de sangre; pues también Cristo, a quien seguimos, derramó su sangre por nuestra redención, para que salgamos de aquí abajo purificados en nuestra sangre[1]. Porque el bautismo de sangre es el único que puede hacernos más puros de lo que nos ha hecho el bautismo de agua. Y esto no es una suposición de mi parte, sino una afirmación de la Escritura, diciendo el Señor a sus discípulos: “Voy a ser bautizado con un bautismo que ustedes no conocen. ¡Y como desearía que ya se hubiera realizado!” (Lc 12,50). Ves, por tanto, que llama bautismo a la efusión de su sangre. Y sin querer ofender con esto que digo, pienso que este bautismo es superior al que se da por medio del agua. Pues recibido este bautismo, muy pocos son tan felices de poder conservarlo inmaculado hasta el fin de su vida. En cambio, quien es bautizado en aquel bautismo, ya no puede pecar más. Y si no es temerario arriesgar un parecer sobre estos asuntos, podemos decir que por el bautismo (por medio del agua) son purificados los pecados pasados, pero por el bautismo de sangre también se suprimen los pecados futuros. Allí, los pecados son perdonados; aquí, son excluidos.

La sangre de los mártires

2.6. En cuanto a mi, si Dios me concede ser lavado en mi propia sangre, para recibir este segundo bautismo por medio de la muerte aceptada por Cristo, me iría seguro de este siglo. De modo que, viniendo hacia mi alma, al salir de esta vida, el príncipe de este mundo (cf. Jn 12,31), nada encontraría[2]. Más aún, quedaría aturdido por la efusión de mi sangre, y no osaría incriminar ante nadie a un alma lavada en su (propia) sangre. Después de este bautismo, ni siquiera los madianitas se precipitarán ya más para dispersar y destruir los frutos de mi alma. ¿Quién, en efecto, podrá seguir el alma de un mártir que, después de ser elevado por encima de todas las potestades del aire (cf. Ef 2,2), se dirige al altar celestial? Porque allí, bajo el altar (cf. Ap 6,9) de Dios, son ubicadas, se dice, las almas de los mártires que claman diciendo noche y día: “¿Hasta cuándo, Señor, tú que eres justo y verdadero, no vengas nuestra sangre sobre esos que habitan la tierra?” (Ap 6,10). Pues desde ese lugar ellos asisten a los sacrificios divinos.

Conclusión

2.7. Pero felices quienes merecen esos (favores). Son felices aquellos cuyo corazón, cuando salen de este mundo, no tiembla por causa del pecado; aquellos a quienes no les aterra, en el momento de presentarse ante el Señor, el temor de sus faltas. Bienaventurada esa alma que pone en fuga las tropas aéreas de los demonios que se le oponen, merced a la profusión de su sangre derramada en el martirio. Bienaventurado es aquel sobre quien, llegando al cielo, los ángeles pronuncien aquella profética palabra: “¿Quién es ése que sube de Bosor?” (cf. Is 63,1) -éste que sube de la carne al cielo- “¿quién es el que sube de Bosor con sus vestimentas rojas?” (cf. Is 63,1. 2), designando por el color rojo de las vestimentas la sangre derramada. ¡Felices, por tanto, las almas que así siguen a Cristo, de la misma manera que Cristo las precedió! Y porque ellas lo han seguido de esa forma, llegan hasta el mismo altar de Dios, donde está el Señor Jesucristo en persona, “el sumo sacerdote de los bienes futuros” (Hb 9,11), a quien pertenecen la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).



[1] Lit.: bañados en nuestra sangre (loti in sanguine nostro).

[2] «Orígenes parece conferir el derecho a juzgar al “príncipe de este mundo”, Satán. ¿No se le llama el Acusador? Pero el martirio da la victoria. Ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios. Ellos mismos lo han vencido, gracias a la sangre del Cordero y al testimonio que dieron de él, porque despreciaron su vida hasta la muerte (Ap 12,10-11). El martirio nos hace semejantes a Jesús, el testigo fiel (Ap 1,5), quien podía decir: El Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí (Jn 14,30)» (SCh 389, pp. 180-181, nota 2).