OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (651)

Jesús sana al sordo y mudo

Hacia 1425-1435

Viena, Austria

Orígenes, Nueve homilías sobre el libro de los Jueces

Homilía II: Sobre lo que está escrito: “Y murió Jesús hijo de Navé, servidor del Señor” (Jc 2,8 ss.)

Introducción

En un breve párrafo, Orígenes afirma, por una parte, la certeza de que Dios no está sometido a ninguna pasión humana; y por la otra, que son nuestras obras las que se hacen merecedoras de reconocimiento o castigo (§ 4).

El abandono del servicio al Señor nos entrega en manos de nuestros depredadores (los demonios), a adorar ídolos falsos y a dejarnos arrastrar por los vicios que nos conducen a la ignominia (§ 5.1).

La corrección del pecador tiene la finalidad, señalada por el apóstol Pablo, no de condenar sino de salvar, dando prioridad a la salvación del espíritu. Es decir, se separa al que ha cometido faltas graves para que, corrigiéndose por medio de la penitencia, se salve (§ 5.2).

Se proponen dos formas de corrección de las faltas cometidas por los seres humanos. La primera se aplica a quienes han cometido pecados manifiestos ante todos; la segunda se reserva para las personas que son presas de vicios ocultos, que solo Dios conoce. En este segundo caso, si no hay arrepentimiento, el Señor se retira del alma del individuo en cuestión, dejándole librado a Satanás (§ 5.3).

Texto

Nuestras propias faltas nos atraen el castigo

4. “Adoraron dioses extranjeros, dice (la Escritura), los dioses de las naciones que los rodeaban, e incitaron al Señor a la cólera” (Jc 2,12). Ves cuánto hacen los pecados, pues se dice que, pecando, provocamos la cólera de Aquel en quien no se encuentra ningún sentimiento de ira, ni ningún otro movimiento de pasión; sino que permanece inmutable en su naturaleza, sin nunca ser turbado por sentimientos de ira[1]. Soy yo quien, por mis faltas, atraigo sobre mí la ira, como lo dice el Apóstol enseñando sobre esto: “Por tu dureza, por tu corazón impenitente, atesoras, afirma, para ti ira en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras” (Rm 2,5-6; cf. Sal 61 [62],13).

Entregados en manos de los saqueadores

5.1. “Irritaron, por tanto, al Señor a la iracundia; y abandonaron al Señor, dieron culto a Baal y Astarté. Y el Señor se airó con furor contra Israel, y los entregó en las manos de los saqueadores” (Jc 2,12-14). Mientras alguien sirve a Dios, no es entregado en manos de los saqueadores. Pero cuando abandona al Señor y comienza a servir sus pasiones, entonces se dice sobre él: “Dios los entregó a sus pasiones de ignominia” (Rm 1,26); y también: “Dios los libró a su réprobo sentido, para que hagan lo que no conviene” (Rm 1,28). ¿Por qué? “Porque están llenos, dice, de toda clase de iniquidad, de malicia, de fornicación, de avaricia” (Rm 1,29), y de los demás vicios enumerados; como también ahora dice esto: “Sirvieron y adoraron a los Baales y a Astarté, y Dios los entregó en manos de los saqueadores, e (Israel) cayó en manos de sus enemigos” (Jc 2,13-14).

Para que se salve el espíritu

5.2. De hecho, estos textos, como a menudo ya lo he dicho, los judíos los leen como historias de acontecimientos sucedidos y del pasado. Pero nosotros, para quienes se dice que estos hechos han sido puestos por escrito (cf. 1 Co 10,11), debemos saber que, si hemos pecado contra el Señor, y si rendimos culto como a Dios a los placeres de nuestra alma y a los deseos de nuestra carne, también seremos entregados y puestos, por la autoridad apostólica, en las manos de Zabulo. Escucha, entonces al mismo Apóstol hablando sobre quien ha pecado: “He entregado a Satanás a un hombre de este género para que, por la condena de la carne, se salve el espíritu” (1 Co 5,5). Ves, por consiguiente, también ahora, que no solo por sus apóstoles, Dios ha entregado a los que han pecado en manos de los enemigos; sino que incluso, por quienes presiden la Iglesia y tienen la potestad no solo de desatar, sino también de atar (cf. Mt 16,19), los pecadores son entregados para que se pierda la carne, cuando a causa de sus faltas son separados del Cuerpo de Cristo.

Dos formas de corrección

5.3. Y me parece que es de una doble forma que ahora los hombres son entregados, fuera de la Iglesia, al poder de Zabulo. De la manera que dijimos más arriba, cuando la falta de un hombre se hace manifiesta en la Iglesia y es expulsado de la Iglesia por los sacerdotes, para que, señalado por los hombres tenga vergüenza, y, convertido, le suceda lo siguiente: “Que (su) espíritu sea salvado en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co 5,5). Pero también de otra forma, que sea entregado a Zabulo, cuando su pecado no es manifiesto ante los hombres, mas Dios, que ve en lo secreto (cf. Mt 6,6), discierne perfectamente que su inteligencia y sus disposiciones[2] están al servicio de los vicios y las pasiones, y que en su corazón (Dios) no es honrado, sino la avaricia, la sensualidad, la jactancia u otras realidades de este orden, entonces el Señor mismo libra a Satanás a este individuo. ¿Cómo lo entrega a Satanás? Él se retira de su inteligencia, se aparta y se retira de sus malos pensamientos y de sus deseos indignos, y deja vacía la mansión de su corazón. Entonces se cumplirá en este hombre lo que está escrito: “Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, recorre los lugares desiertos; y si no encuentra reposo, vuelve a su casa, y hallándola vacía y limpia, toma consigo a siete espíritus más malvados que él, entra y habita en esa casa. Entonces el último estado de ese hombre es peor que el primero” (Mt 12,43-45).

Conclusión

5.4. Esta es, por tanto, la forma en que se debe comprender que Dios “entrega” a quienes entrega: no que Él mismo entrega a alguien, sino que abandona a los indignos, es decir, los que no lo veneran y no se purifican de sus vicios para que Dios habite gustosamente en ellos. Se aparta y se aleja del alma que está instalada en la impureza y en los vicios, a la cual se le llama entregada, pues se encuentra vacía de Dios e invadida por el espíritu malvado. Así también, nosotros, con el mayor cuidado velemos y apresurémonos a purificarnos de los vicios y los deseos malvados, para poder tener a Dios en nuestro interior; y para que se digne habitar en nosotros, de modo que encuentre delectación en nuestras acciones, nuestras palabras y nuestros pensamientos, si obramos según su voluntad en todo lo que hacemos. De modo que, “sea que comamos, sea que bebamos, sea que hagamos cualquier otra cosa, todo lo hagamos en el nombre de nuestro Señor” (1 Co 10,31) Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).



[1] Cf. Contra Celso, IV,72: “Nosotros hablamos realmente de la ira de Dios, pero no entendemos sea una pasión suya, sino algo de que se vale para castigar de manera dura a los que han cometido pecados particularmente graves. La llamada ira de Dios y el que se dice furor suyo se ordenan a nuestra corrección...”. Cf. SCh 389, pp. 86-87, nota 1.

[2] Lit.: su mente y sus deseos (mentem et animos).