OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (650)

Jesús y los fariseos

1880

Utica, New York, USA

Homilía II: Sobre lo que está escrito: “Y murió Jesús hijo de Navé, servidor del Señor” (Jc 2,8 ss.)

Introducción

Quienes han sido bautizados y liberados del pecado, no deben en modo alguno regresar a su antigua condición de esclavos del pecado y adoradores del diablo. No se puede servir a Dios y a los Baales a un mismo tiempo (§ 3.1).

Aunque digamos que no veneramos a los ídolos, si nuestro corazón se inclina hacia el mal, obramos como lo hicieron quienes abandonaron al Dios de sus padres (§ 3.2).

Orígenes formula una estupenda propuesta para un examen de conciencia profundo: ¿qué es lo más importante en nuestra vida humana? ¿Podemos responder del mismo modo que Pablo lo hacía? (§ 3.3).

Ningún obstáculo debe interponerse en nuestra relación con Dios. Ni los que surgen de nuestra vida y nuestros compromisos en el mundo; ni tampoco los que proceden de nuestra formación intelectual (§ 3.4).

La idolatría no es solo la adoración de ídolos, que ciertamente no son Dios. Existe una idolatría más sutil, y por ello más peligrosa, que es la de los vicios que nos dominan y nos obligan a servirlos como a dioses, torciendo incluso el sentido del principal mandamiento que nos ha sido dado (§ 3.5).

Texto

Doblamos nuestras rodillas solamente ante nuestro Señor Jesucristo y ante Dios Padre

3.1. “Y sirvieron, dice (la Escritura), a los Baales, y abandonaron al Señor, el Dios de sus padres” (Jc 2,11-12). Los ancianos ciertamente lo hicieron. Pero fue escrito, se dice, no por causa de ellos, sino por nuestra causa, para quienes estamos al final de los tiempos (cf. 1 Co 10,11). Tengamos cuidado, que esto no parezca haber sido dicho principalmente por nosotros en vez que por ellos. ¿Y quieres ver que en modo alguno estas verdades no por mí, sino por el Apóstol han sido expuestas para nosotros? Escucha lo que él mismo dice: «¿Qué afirma la Escritura sobre Elías? ¿Cómo interpela a Dios contra Israel? “Señor, han matado a tus profetas, han demolido tus altares; yo he quedado solo y quieren mi vida”. ¿Qué le dice la respuesta divina? “Me he reservado siete mil hombres que no han doblado las rodillas ante Baal”» (Rm 11,2-4; cf. 1 R 19,18). Y agrega: “Así, por tanto, también, dice, en ese tiempo un resto fue salvado conforme a la elección de su gracia” (Rm 11,5). Ves, entonces: aquellos que no doblaron las rodillas ante los Baales, y aquellos que las doblaron, los interpreta en el sentido de un resto de creyentes y de la multitud de los no creyentes. Y esto muestra que los que, en el tiempo del Salvador, permanecieron incrédulos e impíos, doblaron las rodillas ante los Baales y adoraron los ídolos. En cambio, los que creyeron y cumplieron las obras de la fe, no doblaron las rodillas ante los Baales. En ninguna parte, en efecto, se dice en los libros históricos o en los Evangelios o en cualquier otro libro de la Escritura, que alguien haya doblado las rodillas ante los ídolos en los tiempos del Salvador; pero la expresión se aplica evidentemente a aquellos cuyos pecados los tenían encadenados y como aprisionados. Por donde resulta claro que también nosotros cada vez que pecamos y somos llevados cautivos bajo la ley del pecado (cf. Rm 7,23), doblamos nuestras rodillas ante los Baales. Mas nosotros no hemos sido llamados para ese fin ni hemos creído para terminar de nuevo como esclavos del pecado, y de nuevo doblar las rodillas ante el diablo; sino para doblar las rodillas ante el nombre de Jesús, pues al nombre de Jesús se dobla toda rodilla en los cielos, sobre la tierra y en los infiernos (cf. Ef 3,14-15); y para doblar “las rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toda paternidad procede en los cielos y en la tierra” (Ef 3,14-15).

¿Quién es Dios para nosotros?

3.2. ¿Pero qué provecho obtengo si, llegando a la oración, doblo las rodillas de mi cuerpo ante Dios, y las rodillas de mi corazón las doblo ante el diablo? Porque si no me mantengo firme ante las astucias del diablo (cf. Ef 6,11), doblo mis rodillas ante el diablo. Y si no me mantengo firmemente de pie contra la ira, doblo mis rodillas ante la ira. Igualmente, si no resisto con constancia ante la sensualidad, doblo las rodillas de mi corazón ante la sensualidad. Y por cada una de las realidades que son contrarias a Dios, si no me mantengo de pie firme y fuertemente, parecerá que estoy obrando como aquellos que “rindieron culto a los Baales y abandonaron al Dios de sus padres” (Jc 2,11-12), que los sacó de la tierra de Egipto (cf. Ex 12,42). Pues, aunque parezca que no veneramos a los ídolos, no pensemos que estos textos no nos conciernen a alguno de nosotros. Porque eso que cada uno venera preferentemente, lo que admira y ama por encima de todo, he aquí lo que es Dios para él. En fin, esto es lo que ante todo y por encima de todo Dios exige del hombre por su mandamiento: “Tú amarás, dice, al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,5). Él desea, en cierta forma, ante todo, adueñarse para sí de todos los afectos del corazón del hombre. Él sabe que lo que uno ama con todo su corazón, con toda su alma y todas sus fuerzas, esto es Dios para él.

Nada puede separarme del amor de Dios

3.3. Ahora, que cada uno se interrogue a sí mismo, y en silencio examine en su corazón cuál es en él la llama de amor que preferentemente lo abrasa por encima de todo lo demás, qué afecto arde en él más ardiente que todos los otros. Ustedes mismos juzguen sobre esto, pesen el examen de ustedes en la balanza, y si hay algo que pesa más en el platillo de la dilección, eso es Dios para ti. Pero yo temo que para la mayoría pese más el amor del oro, y que, demasiado cargada la balanza, el peso de la avaricia la hunda. Y a este hombre, sin duda, se le dirá: “No puedes servir a Dios y a mamona” (Mt 6,24), es decir, la avaricia. Y temo que para otros el amor de la sensualidad y de la voluptuosidad no sea más pesado, al punto de hundirla hasta el suelo. En otros, el amor de la gloria del mundo y la avidez de los honores humanos sobrepase a todo en su peso. Y considero que son muy pocos los miden sus sentimientos en sí mismos y los pesan con exactitud en la balanza, descubriendo que el peso del amor de Dios sobrepasa todas las realidades humanas. Yo sé que ese hombre, después de haber pesado esto en sí mismo, con suma precisión, cuando encontró que todos los sentimientos que estaban en su interior convergían hacia ese punto donde está el amor de Dios, con toda confianza decía: “Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las potestades, ni el presente, ni el futuro, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,38-39). Pero este hombre es Pablo, que así pudo expresarse, porque “ni el presente ni el futuro, ni ninguna otra criatura podía separarlo del amor de Dios” (cf. Rm 8,38-39).

Que nada nos separe del amor de Dios

3.4. En cuanto a nosotros, ojalá que al menos podamos decir esto: ni el oro ni la plata, ni el placer de la carne, ni la gloria del mundo, ni la dignidad caduca y temporal, ni las delicias corporales, ni el afecto por nuestros hijos o nuestra esposa podrán separarnos del amor de Dios. O al menos que se nos permita decir con seguridad que ni el amor a la literatura secular, ni a los sofismas de los filósofos, ni a los engaños de los astrólogos y a los pretendidos cursos de los astros, ni a las predicciones imaginadas por las subrepticias falacias de los demonios, ni absolutamente ningún amor de una presciencia buscada por medios ilícitos, “podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús” (cf. Rm 8,39).

La idolatría de los vicios

3.5. Por otra parte, el error de todo el paganismo, ¿no tiene su origen en el hecho que los hombres quieren que las realidades que ellos aman mucho sean dioses, y atribuyen un nombre divino a todos los vicios y a todas las concupiscencias humanas? En efecto, ávidos de dinero y ardiendo de amor por la avaricia, llaman Mamón, como entre los sirios, al dios de esa codicia. Los amantes de la sensualidad y del placer atribuyen a la diosa Venus los vicios que los agitan. Del mismo modo, también para todos los otros vicios se han hecho un dios de esa misma pasión que los urge. Por eso, igualmente el Apóstol dice: “La avaricia, que es un culto a los ídolos” (Col 3,5). Ves, por tanto, no solo adorar una imagen, sino incluso servir a la avaricia es considerado como un culto y una esclavitud de los ídolos. Así, también nosotros, cuando nos entregamos a ciertos vicios al extremo que los amamos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas, se dice que adoramos a los ídolos y “vamos tras dioses extranjeros” (cf. Jc 2,12).