OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (649)

La Última Cena

Hacia 1030-1040

Bendicional

Regensburg, Alemania

Orígenes, Nueve homilías sobre el libro de los Jueces

Homilía II: Sobre lo que está escrito: “Y murió Jesús hijo de Navé, servidor del Señor” (Jc 2,8 ss.) 

Introducción

Esta homilía se inicia con un planteo muy “motivador”: ¿está o no Jesucristo vivo en nosotros? Es decir, la presencia del Señor Jesús en nuestras vidas, ¿es como la que experimentaban Pablo, o Pedro u otros santos? (§ 1.1).

Toda acción que procede de nuestras pasiones impide que Cristo esté vivo en nosotros; es más, al cometer faltas graves volvemos a crucificar a Jesús, burlándonos de Él (§ 1.2).

Vivir en Jesucristo se traduce en practicar las obras de justicia y rectitud, es decir, llevar a la práctica sus enseñanzas. Y esto se traduce en dar testimonio de Él ante los hombres. Pero el que está fuera de Jesús, porque peca, es incapaz confesar la propia fe (§ 1.3). 

El Señor Jesús solo puede habitar, pacer y descansar, en el corazón de aquellos que obran rectamente, se esfuerzan por cumplir sus enseñanzas y evitan los malos pensamientos y las acciones malvadas (§ 2.1.).

El olvido de las grandes obras que el Señor había hecho en favor de su pueblo en el Antiguo Testamento, es imagen del olvido de la gran obra de Jesucristo en nuestro favor: su misterio pascual, y más concretamente: su resurrección de entre los muertos (§ 2.2).

Texto

Jesús está vivo en nosotros

1.1. Se nos ha leído también la muerte de Jesús. Nada de admirable que haya muerto el hijo de Navé (cf. Jc 2,8). Pagó lo que se debe a la naturaleza. Pero, puesto que se ha convenido en referir lo que se lee sobre el hijo de Navé a nuestro Señor Jesucristo, hay que ver cómo, respecto de Él mismo, también conviene decir: “Jesús murió”. Yo considero que, incluso diciéndolo conforme a la autoridad de la Escritura, en algunos Jesús vive, pero en otros está muerto. En Pablo, Jesús vive, en Pedro y en todos aquellos que pueden decir con justicia: “Vivo, pero ya no yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20). Y de nuevo dice: “Para mí, vivir es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). Por tanto, en estos tales con justicia se dice que Jesús vive.

Las acciones de pecado impiden que Cristo esté vivo en nosotros

1.2. ¿Pero en quiénes Jesús está muerto? Sin ninguna duda en aquellos de los que se dice que a menudo arrepintiéndose y pecando de nuevo como que insultan la muerte de Jesús; sobre los cuales, escribiendo a los hebreos, el Apóstol dice: “Crucifican de nuevo al Hijo de Dios en ellos mismos y se mofan públicamente” (Hb 6,6). Lo ves, entonces: en quienes pecan, no solamente se asevera que Jesús murió, sino que ha sido crucificado por ellos y hecho objeto de burla. Pero también tú considera en ti mismo que, cuando piensas con avaricia y deseas apoderarte del bien de otro, si acaso puedes decir: “Cristo vive en mí”. O si piensas en la lujuria, o eres sacudido por la ira, o abrazado por el odio, aguijoneado por la envidia, enfurecido por la ebriedad, exaltado por el orgullo, acometido por la crueldad, ¿acaso puedes decir en todas estas cosas: “Cristo vive en mí”? Por tanto, en aquellos que pecan, Cristo está muerto, porque en nada proceden conforme a la justicia, en nada conforme la paciencia, en nada según la verdad, ni en todo lo que es de Cristo.

Confesar a Jesucristo ante los hombres

1.3. En cambio, todo lo que hacen los santos, se dice que es Cristo quien lo realiza, como también lo afirma el Apóstol: “Todo lo puedo en aquel que me fortalece, Cristo” (Flp 4,13). Además, el Señor mismo en los evangelios ha ofrecido sobre este punto una muy bella distinción, cuando dice: “Quienquiera que me confiese ante los hombres, yo también me declararé a favor de él delante de mi Padre que está en los cielos. Pero quien me niegue delante de los hombres, yo también renegaré de él delante de mi Padre” (Mt 10,32-33). Lo ves, los que confiesan, lo confiesan a Él, como Él mismo vive en ellos y realiza las obras de vida. Pero para quienes los niegan, no mantiene ni siquiera la comparación verbal, de modo que no dice que quien lo niega Él también renegará de él, sino: “El que me reniegue ante los hombres, yo también renegaré de él ante mi Padre”, para mostrar que el que lo reniega, ciertamente está fuera de Él, pero quien lo confiesa está en Él. Por eso aquí también dice la Escritura que “cuando Jesús murió, vino otra generación después de ellos, que no conocía a Jesús y las obras que había realizado en Israel” (Jos 2,10).

Para que Jesucristo viva en nosotros

2.1. “Y los hijos de Israel hicieron lo malo ante Dios” (Jc 2,11). Dios, omnipotente Señor[1], haga que nunca nos suceda que Jesucristo, después de haber resucitado de entre los muertos, muera de nuevo en nosotros. ¿Qué provecho, en efecto, obtengo si Él vive en los otros por la virtud y muere en mí por la enfermedad del pecado? ¿Qué provecho obtengo, si Él no vive en mí y en mi corazón, y si no realiza en mí obras de vida? ¿Qué me aprovecha si en otro, por el hecho de sus buenos esfuerzos, de su buena fe, de sus obras buenas, Él viene a reposar y descansar, mientras que en mí y en mi corazón, a causa de los malos pensamientos, de los deseos nefastos, de pésimos esfuerzos, Él está, por así decirlo, sofocado y muerto?

El olvido

2.2. Mira, en efecto, lo que agrega la Escritura: “Surgió, dice, otra generación que no conoció a Jesús y las grandes obras que hizo” (Jc 2,10). Esta generación que no conoció al Señor Jesús es la de los malos pensamientos y de las muy perversas concupiscencias, que proceden del corazón (cf. Mc 7,21). Esta es la generación que no conoció al Señor Jesús ni la gran obra que Él realizó en Israel. Ves que los pecadores llegan al extremo de olvidar incluso esta obra grande y preclara que hizo el Señor, que fue crucificado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (cf. Rm 4,25). Por eso creo que, temiendo este olvido, el Apóstol decía a su discípulo Timoteo, a quien tenía una particular estima: “Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos” (2 Tm 2,8). Porque sabía que podía producirse el olvido de una obra tan grande, que había resucitado de entre los muertos, si nacía en el corazón una generación pecadora. Por tanto, hizo lo malo ante el Señor, la otra generación, que no había conocido a Jesús ni a los ancianos (cf. Jc 2,11 y 10).



[1] Lit.: Omnipotente Dominador Dios (Omnipotens dominator Deus). Dominator: el que tiene poder y señorío.