OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (641)

La curación de la hemorroísa

Siglo XI

Evangeliario

Reichenau, Alemania

Orígenes, Veintiséis homilías sobre el (libro) de Josué

Homilía XXIV: Sobre los amorreos, cómo habitaron con Efraím; y sobre cómo Jesús recibió una ciudad de los hijos de Israel (Jos 19,48 ss.)

Introducción

La segunda parte de la homilía se centra en la humildad de Jesús (Josué). Él recibe su heredad en último término; y se la dan aquellos mismos a quien él se las había entregado (§ 2.1-5).

Y pasando de Josué a “nuestro Jesús”, Señor y Salvador, surge una pregunta: ¿cómo le proveeremos a Él un lugar digno para habitar? Siendo buenos podremos ofrecer en nosotros una morada digna del Padre y del Hijo (§ 3.1). Para lo cual debemos preparar “en nosotros un corazón puro” (§ 3.2).

Texto

Virtudes de Josué

2.1. “Y los hijos de Efraím se fueron a recorrer los límites de su heredad” (Jos 19,49 LXX).

2.2. Después de relatar aquella historia, en la subsiguiente qué mansedumbre y humildad manifiesta el bienaventurado Jesús; que es verdaderamente digno de llevar el nombre de Jesús nuestro Señor y Salvador. (La Escritura), en efecto, dice: “Entonces los hijos de Israel le dieron su parte a Jesús, hijo de Navé, en medio de ellos, por mandato del Señor; y le dieron la ciudad que había pedido, Thamnasac, que está en la montaña de Efraím; y (Josué) edificó allí la ciudad y la habitó” (Jos 19,49-50 LXX).

2.3. Fue él mismo quien había dado su heredad a todos los hijos de Judá, y que la había entregado a Efraím y la media tribu de Manasés; él también había dado su heredad al noble Caleb, hijo de Jefoné; fue él quien había enviado a tres hombres de cada tribu para recorrer todo el país, trazar el plano y mostrárselo a su regreso; él que había echado a suertes para todos, reservándose el último lugar. Dime, ¿por qué quiso ser el último de todos? Sin duda para ser el primero de todos (cf. Mt 19,30).

Humildad de Josué

2.4. Y no fue él quien se atribuyó la parte de su heredad, sino que la recibió del pueblo. El pueblo le dio su heredad a aquel mismo de quien la había recibido. Porque así está escrito: “Y los hijos de Israel dieron su heredad a Jesús, hijo de Navé” (Jos 19,49). Pero estas cosas sucedieron en figura (cf. 1 Co 10,11), y nos han sido propuestas en imagen, para que, por nuestra parte, observemos el precepto que aquel cumplió con sus obras y que dice: “Cuanto más grande seas, más humilde serás, y hallarás gracia ante Dios” (Si 3,18), y de nuevo: “Si te eligen jefe, no te enorgullezcas, sino sé como uno más entre ellos” (Si 32,1).

2.5. Mira, por tanto, cómo era este jefe del pueblo, él, que los había introducido en la tierra santa, en la tierra de las promesas. Él era el sucesor de Moisés, y no se permitía tomar su parte de la tierra, sino que esperó para recibir su parcela del pueblo, él, el jefe. Y cuando recibió su porciúncula, Jesús, digno de este nombre, trabajo ese lugar que había recibido y construyó edificios, a fin de que verdaderamente fuera digno del don de Dios y de la heredad divina.

Nuestro Señor y Salvador habita en nuestra alma

3.1. Pero puesto que tenemos la costumbre de relacionar con nuestro Señor y Salvador lo que está escrito sobre Jesús, ¿no se puede decir también que hoy todavía todo nuestro pueblo da a mi Señor Jesús una parte de la heredad y le asigna, por así decirlo, un lugar para habitar? Pero para que esto no parezca injurioso, busquemos de qué manera nosotros, sus servidores, le damos un lugar para habitar. Yo, si pudiera ser bueno, al menos le daría en mí un lugar al Hijo de Dios; y cuando haya recibido de mí un lugar en mi alma, el Señor Jesús la edificará y la adornará, levantará en ella muros inexpugnables y torres excelsas, para construir en mí, si yo lo mereciera, una mansión digna de Él y de su Padre. Y así embellecerá mi alma y la hará capaz de recibir su sabiduría, su ciencia y toda su santidad. Entonces, también hará entrar, junto con Él, a su Padre; establecerá su morada (cf. Jn 14,23), y en una tal alma irá a cenar (cf. Ap 3,20) con los alimentos que Él mismo le dará.

Conclusión

3.2. Busquemos merecer tales gracias; preparemos en nosotros un corazón puro para que el Señor Jesús, (viendo) con gusto y agrado nuestro corazón puro, se digne aceptar nuestra hospitalidad. “A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (cf. 1 P 4,11).