OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (639)

La parábola de la semilla de mostaza

1791-1795

Biblia

Bolton, Inglaterra

Orígenes, Veintiséis homilías sobre el (libro) de Josué

Homilía XXIII: Sobre la naturaleza del echar a suerte, cuando las siete tribus recibieron su heredad (Jos 18,1 ss.)

Introducción

Orígenes propone ver en la distribución de las heredades terrenas una imagen de la repartición de esos lotes en los lugares celestiales. La cual, además, es mediada por los ángeles de Dios (§ 4.1).

A continuación, agrega que no se trata de una dispensación o distribución al azar (§ 4.2). Antes bien, es la manifestación en la tierra de las realidades celestiales y místicas (§ 4.3).

La explicación que ofrece Orígenes, como él mismo lo dice, debe entenderse como una ayuda para comprender que la Escritura sagrada “describe misterios celestiales” (§ 4.4); y, en consecuencia, no se deben leer-escuchar con fastidio los textos que contienen enumeraciones de muchos nombres propios (§ 4.5).

En el final, se subraya la experiencia espiritual de san Pablo, que nos enseña y nos recuerda, una vez más, que en la palabra de Dios se encierran misterios divinos y espirituales. Orígenes de nuevo insiste en la necesidad de una comprensión espiritual del texto inspirado (§ 4.6-8).

Texto

La sombra de las heredades celestiales en la tierra

4.1. Debemos creer, por consiguiente, también como lo refiere la Escritura, que es a imitación (de las realidades celestiales), que Jesús echa las suertes. Y la heredad es repartida a cada una de las tribus conforme a la dispensación divina. Y gracias a la inefable providencia de Dios y a su presciencia, en esas partes echadas a suerte se bosqueja el modelo de la herencia futura en los cielos. Porque “la Ley, dice la Escritura, posee la sombra de los bienes futuros” (Hb 10,1); y, como dice el Apóstol sobre aquellos que se aproximan al Señor Jesucristo: “Ustedes se han acercado a la montaña de Sión y a la ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial” (Hb 12,22), hay en los cielos una ciudad que se llama Jerusalén y una montaña de Sión. Y seguramente no sin razón Benjamín recibió por herencia Jerusalén y una montaña (llamada) Sión (cf. Jos 18,28). Sin duda, la naturaleza de la Jerusalén celestial exigía que no se le diera a ningún otro sino a Benjamín la Jerusalén terrena, que conserva la figura y la forma de la Jerusalén celestial. Lo mismo debe decirse de Belén, que no fue sino con un motivo bien determinado que esa ciudad cayó en la herencia de Judá. Y lo mismo Hebrón y las otras ciudades dadas a cada una de las tribus. Como dijimos, la única explicación de esta distribución de los lotes es que, en los lugares celestiales, en los que se enumeran Jerusalén y Sión -y seguramente todos los lugares próximos y vecinos-, contenían en sí mismos la causa y la razón que reglamentaban sobre la tierra la distribución de las heredades.

Los nombres de las ciudades

4.2. Por tanto, esto es lo que la sabiduría divina ha dispensado: los nombres de ciertos lugares enumerados en las Escrituras, que tienen una cierta interpretación mística, nos indican que son empleados por razones precisas y que no se dispensan al azar o fortuitamente.

4.3. En efecto, así como hay que creer que no fortuitamente, por ejemplo, se le llama Miguel a un ángel, a otro Gabriel, a otro Rafael; y cuando se desciende al género humano, así tampoco fortuitamente se le llama a un patriarca, Abraham, a otro Isaac y a otro Israel; como tampoco (los nombres) de las mujeres son al acaso, sino que, por una cierta y divina causa, a Sara se la llama Sarra (cf. Gn 17,15)[1]. Y a Jacob, Israel (cf. Gn 35,10); a Abram, Abraham (cf. Gn 17,5). Por consiguiente, si es cierto que cada uno de los ángeles y de los hombres reciben el nombre que se les asigna, en conformidad con las ministerios y acciones que les toca en suerte, se sigue que existen también ciertos lugares y ciudades celestiales. Así como se dice que existe en los cielos una Jerusalén y una Sión, también se encontrarán otras ciudades de las cuales las ciudades terrenas contengan el tipo y la imagen, las cuales ahora Jesús, el hijo de Navé, nos designa de una forma espiritual en este pasaje de la Escritura. Pienso que es de estas ciudades que se dice: “Se construirán las ciudades de Judá, se establecerán en ellas y las tomarán en posesión” (Sal 68 [69],36); sobre ellas habla también el Señor y Salvador, diciendo: “Hay muchas moradas en (la casa) de mi Padre” (Jn 14,2). Y sobre estas mismas ciudades, debemos creer, al servidor que había hecho fructificar su dinero le dice el Señor: “Recibe el gobierno de diez ciudades”, y al otro: “Recibe el gobierno de cinco ciudades” (Lc 19,17. 19).

Los misterios inefables no han sido plenamente divulgados 

4.4. Estas son las explicaciones que tuvimos la audacia de darles, en la medida de nuestras fuerzas, sobre las divisiones de la tierra de Judá. La Escritura nos provocaba, ella que habla de la Jerusalén celestial, de la montaña de Sión y de todas las demás sobre las que está escrito que se encuentran en los cielos. Tuvimos ocasión asimismo de comprender que en todos estos textos de las Escrituras se describen los misterios celestiales.

4.5. Por eso les decimos que no lean esto con fastidio y consideren vil un texto de las Escrituras porque contiene muchos nombres propios. Sepan, por el contrario, que en esos pasajes se contienen misterios inefables y mayores de lo que puede proferir una palabra humana o ser escuchados por los oídos de un mortal. Exponerlos dignamente, en su integridad, es imposible, no solo para mí que soy el más pequeño (cf. 1 Co 15,9), sino incluso para los que son mucho mejores que yo. No sé siquiera si esos misterios fueron divulgados plena e íntegramente por los santos apóstoles. No digo que no sean plenamente conocidos, sino plenamente divulgados.

La experiencia espiritual del apóstol Pablo

4.6. Es cierto, en efecto, que estos misterios fueron conocidos y enteramente comprendidos por aquel que “fue elevado hasta el tercer cielo” (2 Co 12,2 ss.). Y cuando estaba en los cielos contempló las realidades celestiales. Vio Jerusalén, la verdadera ciudad de Dios, también vio allí el monte Sión, en cualquier lugar que esté; vio asimismo Belén, Hebrón y todas esas ciudades de las que se nos describe la distribución echando a suertes. Y no solo vio, sino que también comprendió en espíritu la razón de su ser[2], pues confiesa que escuchó palabras y explicaciones. ¿Pero qué palabras? “Palabras inefables, dice, que no está permitido decir a los hombres” (2 Co 12,4).

4.7. Ves, por tanto, que Pablo sabe todas las cosas y las comprende en espíritu, pero no se le permitía divulgarlas a los hombres. ¿A qué hombres? Ciertamente a aquellos a quienes decía a modo de reproche: “¿Acaso no son ustedes hombres y caminan según el hombre?” (1 Co 3,3). Pero sin duda las revelaba a quienes no caminaban ya más según el hombre. Se las decía a Timoteo, a Lucas y a todos los discípulos que sabía capaces de recibir los misterios inefables. Y hace una alusión misteriosa en la recomendación dirigida a Timoteo diciendo: “Acuérdate de estas palabras, que has escuchado de mí; confíalas a hombres fieles y que sean idóneos también para enseñar a otros” (2 Tm 2,2).

Conclusión

4.8. Creyendo, por tanto, que hay (misterios) divinos y místicos, hagámonos dignos y aptos para recibirlos por medio de nuestra vida, nuestra fe, nuestras acciones y méritos, a fin de que, después de haberlos comprendido dignamente, merezcamos obtenerlos en la herencia celestial, en Jesucristo nuestro Señor, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).



[1] La LXX lee Sarra (cf. SCh 71, p. 464, nota 2).

[2] Lit.: sus razones (rationes eorum).