OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (630)

La duda del apóstol Tomás

Siglo XII

Salterio

Hertfordshire, Inglaterra

Orígenes, Veintiséis homilías sobre el (libro) de Josué

Homilía XIX: Sobre los límites de la tribu de Judá (Jos 15,1 ss.)

Introducción

Para entrar en el lote de la tribu de Judá hay que atravesar primero las olas y torbellinos de esta vida (el Mar Salado). Y al ingresar en la tierra de Judá se encuentra la fuente de agua viva y la ciudad del sol. A ella solo pueden acceder los santos, es decir, los bautizados, porque se trata de la ciudad de Dios (§ 4.1-2).

Y el bautizado deviene una ciudad del sol, ciudad de Dios, cuando vive en la continencia, sólidamente asentado sobre la sabiduría y la magnanimidad. A lo cual se añade, para ser plenamente ciudad del sol, la luz del conocimiento verdadero (§ 4.3).

Pero hay una ciudad superior: la de las letras, que es la Escritura Sagrada. A ella debemos dedicarle tiempo, estudiando, escuchando, leyendo; de modo que nunca se caiga de nuestras manos el Libro de la Ley (§ 4.4).

Texto

Las fronteras orientales

4.1. Veamos también cuáles son los límites de las partes orientales. No quiero hacer ahora una lista de los lugares, sino que consideremos las imágenes de los misterios que son significados por esos nombres. Se dice, que, en las regiones orientales de la tribu de Judá, estaba el Mar Salado (cf. Jos 15,5), y después en esa parte se nombra la fuente del sol y la ciudad del sol (cf. Jos 15,7. 10), y en la misma tribu está asimismo la ciudad de las letras (cf. Jos 15,15).

La fuente del sol

4.2. Por eso conviene que todo el que quiere entrar en la heredad de la tribu de Judá, atraviese primero el Mar Salado, es decir, que supere las olas y los torbellinos de esta vida, y evada todas las cosas que, en este mundo, por su incertidumbre y peligro se comparan con las olas marinas, para que pueda llegar a la tierra de Judá y acceder a la fuente del sol. ¿Qué es la fuente del sol y de qué sol se trata? Aquel, sin duda, sobre el que está escrito: “Para los que temen mi nombre se levantará un sol de justicia” (Ml 3,20). Por tanto, si primero atraviesas el Mar Salado, encontrarás la fuente en tierra de Judá. ¿Qué fuente? Aquella sin duda sobre la cual decía Jesús: “El que beba del agua que yo le daré, tendrá en sí una fuente de agua que saltará para la vida eterna” (Jn 4,14). En consecuencia, cuando hayas hallado la fuente del sol, que mencionamos, encontrarás su ciudad. Pues está, dice (la Escritura), allí también la ciudad del sol (cf. Gn 41,45 LXX). Pero esta ciudad, que está en Egipto, recibió su nombre del sol que “el Padre celestial manda salir sobre buenos y malos” (Mt 5,45). En cambio, aquella ciudad que está en Judea pertenece solamente a los santos, porque es la ciudad de Dios; y aquella fuente, sobre la que hablamos antes, se ha convertido en el río que alegra la ciudad de Dios (cf. Sal 45 [46],5).

La ciudad del sol

4.3. Pero tú también, si estás circundado por todas partes por una muralla y un muro de continencia, si estás fortificado con torres de sabiduría y magnanimidad, tú también serás una ciudad de Dios. Pero si a todo esto añades para ti la luz de la ciencia, como dice Isaías: “Ilumínense con la luz de la ciencia” (Os 10,12 LXX), y el sol de justicia irradia sobre ti, llegarás a ser ciudad del sol.

La ciudad de las letras

4.4. Si te entregas a la Ley de Dios y en ella meditas día y noche (cf. Sal 1,2), si no aparta de tus manos el libro de la Ley, como se le dice a Jesús (cf. Jos 1,8), si te acuerdas del precepto del Salvador, en el que afirma: “Escruten las Escrituras” (Jn 5,39); si, por tanto, te sometes a tales estudios y obtienes la erudición de la Ley divina, ya sea leyendo, ya sea escuchando, será tu heredad “la ciudad de las letras” (cf. Jos 15,15).

Conclusión

4.5. Esto ciertamente lo hemos expuesto según la posibilidad de nuestra comprensión, o incluso conforme a la capacidad de entendimiento de ustedes. Pero la perfección de la ciencia, la más plena profundidad y lucidez será posible para aquellos que merecerán la verdadera heredad del verdadero y unigénito Hijo de Dios, que “se ha prometido a quienes amen perfectamente” (cf. St 2,5), y que se obtiene en Cristo Jesús Señor nuestros, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).