OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (625)

Jesús echa a los vendedores y cambistas del templo

Siglo XVII

Evangeliario

Constantinopla (?)

Orígenes, Veintiséis homilías sobre el (libro) de Josué 

Homilía XVI: Sobre los levitas que no recibieron la tierra en herencia (Jos 14,1 ss.)

Introducción

Al comienzo de esta homilía se nos ofrece una distinción entre sombra-figura y verdad. La sombra-figura es lo propio de la tierra; en cambio, la verdad es lo propio de la esfera celestial (§ 1.1).

La desaparición de la Jerusalén terrestre -sombra-figura de la Jerusalén celestial- es obra de la bondad y la misericordia de Dios. Quien así impulsa a los judíos a buscar la heredad de los cielos (§ 1.2-4).

A partir del § 2, Orígenes se centra en el tema principal de la homilía: la no asignación para los levitas y sacerdotes de una parte del territorio que Josué repartió.

Orígenes recuerda que hubo dos reparticiones, una realizada por Moisés, y otra, que fue la definitiva y más importante, efectuada por Jesús. El sentido espiritual de esta doble acción lo explica la Carta a los Hebreos: que los paganos también tuvieran acceso a la salvación (§ 2.1-2).

Los sacerdotes y los levitas no recibieron una heredad terrena, porque su herencia es el Señor; y el Señor es la Sabiduría que se da a aquellos encargados de iluminar el camino de quienes creen en Jesucristo nuestro Salvador (§ 2.3).

Texto

Sombra y figura

1.1. Quienes acogieron la Ley la sirven como sombra y figura de las realidades celestiales (cf. Hb 8,5). Pues la Ley es sombra de aquella verdadera Ley; así también, figura y sombra de la división celestial siguieron quienes en Judea dividieron la heredad de la tierra. Estaba, por tanto, la verdad en los cielos y en la tierra, la sombra y figura de la verdad. Y así como se mantenía esta sombra en la tierra, había en la Jerusalén terrestre: un templo, un altar, un culto visible, pontífices y sacerdotes; permanecían ciudades y pueblos de Judea, y todo eso que ahora se describe en este libro que se lee.

El nuevo Templo

1.2. Pero con el advenimiento de Dios, Salvador nuestro, descendiendo desde el cielo, la verdad “brotó tierra surgió y la justicia miró desde el cielo” (Sal 84 [85],12), y cayeron las sombras y las figuras. Porque cayó Jerusalén, cayó el templo, fue removido el altar, puesto que ya ni en el monte Garizim ni en Jerusalén hay un lugar donde se debe adorar, sino que “los verdaderos adoradores que adoran al Padre, lo adoran en espíritu y verdad” (Jn 4,21. 23). Así, presente la verdad, hizo cesar la figura y la sombra. Y cuando se presentó aquel Templo que fue fabricado en el seno de la Virgen por el Espíritu de Dios y la fuerza del Altísimo (cf. Lc 1,35), fue derribado el templo fabricado con piedras. He aquí al Pontífice de los bienes futuros (cf. Hb 10,1); cesaron los pontífices de los toros y los cabritos (cf. Hb 9,13; 10,4). Vino “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29); desapareció el cordero tomado de los rebaños, y que en vano se degollaba durante tantos siglos[1]. Por tanto, si todas esas realidades que antes se dieron en la sombra, ahora presente y asistente la verdad, cesaron, consecuentemente, sin duda, hecha patente también la heredad del reino de los cielos, cesa la heredad terrena. La razón por la que todas las cosas cesaron fue aquella de que “toda boca fuera cerrada y todo el mundo fuera sometido a Dios” (cf. Rm 3,19); no sea que, tal vez, los del pueblo incrédulo reciban ocasiones para su infidelidad; y teniendo para sí las sombras legadas por los antiguos, o el templo, o el altar, o los pontífices, o los sacerdotes, les pareciera, permaneciendo el estado del culto antiguo, poder prevaricar el orden de la religión si pasaban hacia la fe. Por eso, en consecuencia, todas estas realidades fueron quitadas, las que antes fueron bosquejadas en la tierra, las que dispensó la divina Providencia, para que, en cierto modo, indicaran el camino a seguir en la búsqueda de la verdad cuando cesaren las figuras.

La Jerusalén celestial

1.3. Por tanto, oh Judío, si vienes a Jerusalén, ciudad terrena, la encuentras en ruinas, reducida a cenizas y polvo, no llores, como ahora ustedes lo hacen al modo de los niños (cf. 1 Co 14,20), ni te lamentes, sino busca una ciudad celestial en vez de la terrena. Alza la mirada y allí encontrarás la Jerusalén celestial, que es la madre de todos (cf. Ga 4,26).

La herencia eterna está en los cielos

1.4. Si ves el altar abandonado, no te entristezcas; si no encuentras al pontífice, no desesperes. El altar está en el cielo y junto a él está el pontífice de los bienes futuros, según el orden de Melquisedec (cf. Hb 5,10), elegido por Dios. Así, por tanto, la bondad y la misericordia de Dios también les han quitado la herencia terrena, para que busquen la heredad en los cielos.

La repartición de la tierra

2.1. Pero veamos qué se nos describe por medio de la sombra, pues en la sombra de la Ley se da un esbozo de la verdad.

2.2. En primer término, se describe la división hecha en la primera y segunda repartición de la heredad. La primera sin duda por Moisés; en cambio, la segunda, que es la más importante, se refiere que fue realizada por Jesús. Moisés distribuyó la posesión de la tierra del otro lado del Jordán para la tribu de Rubén, la tribu de Gad y la media tribu de Manasés. Pero todas las restantes tribus recibieron la heredad por intermedio de Jesús (cf. Jos 13,8 ss.; 14,1 ss.). Sobre esto ya dijimos antes[2] que, quienes por la Ley agradaron a Dios, precediendo en el tiempo a los que por la fe en Jesús llegaron a la tierra prometida, no consiguieron las realidades que son perfectas, esperando a los que después, sin duda en un tiempo diferente, pero en la misma fe, agradaron a Dios; como dice el Apóstol: “Para que no consiguieran la perfección sin nosotros” (Hb 11,40).

Los sacerdotes y los levitas prefirieron la sabiduría

2.3. Mientras tanto, a los levitas ni Moisés ni Jesús les dieron una heredad, porque “el Señor Dios mismo es su heredad” (Jos 13,14; cf. Nm 18,20; Dt 18,2). ¿En qué otra cosa hay que pensar, sino que en la Iglesia del Señor ciertamente quienes preceden a todos los demás por la virtud de las almas y la gracia de los méritos, a quién se dice que tienen por heredad sino al mismo Señor? Y si se tiene la audacia de abrir sobre ellos los recónditos secretos de esos misterios, acaso veamos que se nos muestre latente la figura de los sacerdotes y los levitas, que en todo el pueblo -digo de los que son salvados- sin duda es mayor el número de los que simplemente creen con temor de Dios, por medio de las buenas obras, honestas costumbres y actos agradables al Señor. Pero pocos son y muy raros quienes se entregan a la obra de la sabiduría y el conocimiento, guardando su mente limpia y pura, cultivando en sus vidas todas las virtudes preclaras. Por la gracia de la doctrina iluminan el camino de los otros, más simples, ascendiendo para llegar a la salvación. Estos son, sin duda, los que ahora se designan con el nombre de sacerdotes y levitas, recordándonos que su heredad es el Señor, es decir, la sabiduría que prefirieron a todo lo demás.



[1] Cf. Homilías sobre el Levítico, X,1: «Existió antes Jerusalén, esa gran ciudad real, donde se había construido un templo famosísimo para Dios. Pero después que vino Aquel que era el verdadero templo de Dios y decía sobre el templo de su cuerpo: “Destruyan este templo” (Jn 2,19), y que comenzó a abrir los misterios celestiales de la Jerusalén celestial (cf. Hb 12,22), fue destruida aquella (ciudad) terrena, cuando apareció la celestial, y en ese templo no quedó piedra sobre piedra (cf. Mt 24,2), desde que la carne de Cristo fue constituida el verdadero templo de Dios. Había antes un pontífice que purificaba al pueblo con la sangre de toros y chivos (cf. Hb 10,4); pero después que vino el verdadero Pontífice, que santificó a los creyentes con su sangre (cf. Hb 13,12), en ninguna parte existe ese primer pontífice, ni lugar alguno le quedó. Había antes un altar y se celebraban sacrificios; pero desde que vino el verdadero Cordero, que se ofreció a sí mismo como víctima (cf. Ef 5,2), todos aquellos (sacrificios), que habían sido puestos por un tiempo, cesaron… Dios, previendo nuestra enfermedad y queriendo multiplicar a su Iglesia, hizo que todas aquellas cosas fueran destruidas y desaparecieran por completo, para que sin ninguna tardanza, desaparecidas estas, creyéramos que son verdaderas aquellas cuyo tipo se prefiguraba en ellas».

[2] Cf. Hom. III,2.