OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (621)

Jesús cura a la suegra de Pedro

1262

Hromkla (o Hromgla), Armenia (actual Turquía)

Orígenes, Veintiséis homilías sobre el (libro) de Josué

Homilía XV: Sobre la guerra de exterminio (Jos 11,8 ss.)


Introducción

A partir del § 3.4, otra cuestión ocupa el centro de la atención: el mandato de no dejar a nadie con vida que recibe Jesús, y que debe ser comprendido como “no dejar en nosotros nada que respire de forma pagana”. Para esta interpretación, Orígenes recurre también al salmo 136 (137).

La meta de todos los combates, e incluso de todas las victorias, es la completa expulsión de la vida cristiana del reino del pecado. Esto lo logra nuestro Señor Jesucristo al destruir la soberanía del pecado en la vida humana (§ 4).

Texto

Nada debe quedar en nosotros que respire de un modo pagano

3.4. ¿Cómo cumpliremos en nosotros mismos aquello que dice (la Escritura): “No dejar a nadie que respire” (cf. Jos 11,11)? Veamos a quién ordena el Señor: “que no respire”. Por ejemplo, si la ira asciende en mi corazón, puede suceder que ella no llegue a realizar la iracundia, bien disuadido por el miedo, bien amedrentado por el temor del juicio; pero esto no es suficiente dice (la Escritura). Para ti es mejor obrar de forma que no haya lugar en tu interior para ninguna conmoción de la cólera. Porque si el espíritu se acalora y se turba, aunque no se pase a la acción, sin embargo, esa misma perturbación es inconveniente para quien milita bajo el jefe Jesús. De modo similar, hay que pensar si se trata de la concupiscencia, de la tristeza y de los demás vicios. Sobre todos ellos así también debe obrar el discípulo de Jesús, para que ninguno de ellos respire en su corazón; de modo que, si acaso, quedare en su corazón algún resto de un vicio, o un hábito, o un pensamiento, crezcan en el devenir del tiempo y paulatinamente conquisten fuerzas en lo secreto y, al final, nos reconduzcan a nuestro vómito (cf. Pr 26,11). Y hagan a aquellos hijos de los hombres, a quienes esto les suceda, peores que antes (cf. Lc 11,26). Esto era lo que también el profeta preveía en los Salmos y amonestaba diciendo: “Feliz quien toma y estrella contra la piedra a tus hijos” (Sal 136 [137],9). Es decir, los niños de los que ninguna otra cosa se comprende sino los malos pensamientos (cf. Mt 15,19), los cuales confunden y turban nuestro corazón. Pues tal es la traducción de Babilonia[1]. Esos pensamientos, mientras son pequeños y están en sus inicios, hay que agarrarlos y estrellarlos contra la roca, que es Cristo (cf. 1 Co 10,4); y a esos mismos pensamientos hay que degollarlos, para que nada quede de ellos en nosotros que respire. Por tanto, así como era la felicidad tomar a los pequeños de Babilonia y estrellarlos contra la piedra, así también matando a los malos pensamientos en sus inicios[2], se debe entender que es felicidad y perfección no dejar nada en nosotros que pueda respirar de una forma pagana. 

No ceder a los bajos deseos

4.1. “Y a todos, dice (la Escritura), sus reyes los mató Jesús a filo de espada” (Jos 11,12).

4.2. En todos nosotros reina el pecado (cf. Rm 6,12), y en todos nosotros reinaron los vicios; y estuvo en todos nosotros el reino general del pecado universal del pecado, como lo dice el Apóstol: “Porque todos pecaron y fueron privados de la gloria de Dios” (Rm 3,23). Sin embargo, cada uno tenía en sí algún rey en especial, que reinaba en él y lo dominaba. Por ejemplo, en alguno tenía su reino la avaricia, en otro la soberbia, en otro reinaba la mentira, a otros los dominaba la concupiscencia y otro estaba sometido al reino de la cólera. Que esto era así y en cada de nosotros reinaba el pecado, créelo por el Apóstol que dice: “Que no reine, entonces, en sus cuerpos mortales el pecado para obedecer (a sus bajos deseos)” (Rm 6,12).

La condición para ser soldado de Israel

4.3. Había, entonces, en cada uno de nosotros un reino de pecado, antes que creyéramos. Pero después vino Jesús y mató a todos los reyes, que mantenían en nosotros los reinos del pecado, y nos ordenó aniquilar a todos esos reyes sin dejar escapar a ninguno de ellos. Porque si se mantiene uno solo de ellos con vida en nosotros mismos, no se podrá estar en el ejército de Jesús. Por tanto, si todavía reina en ti la avaricia, la jactancia, la soberbia, la concupiscencia, no eres soldado israelítico, ni cumples la orden que el Señor dio a Jesús.

Jesús destruye el reino del pecado en nosotros

4.4. “Como se lo había ordenado, dice (la Escritura), Moisés, el servidor del Señor” (Jos 11,15). Es la palabra misma de la Ley que es llamada Moisés, servidor del Señor. Como también lo dice el Señor: “Tienen a Moisés y a los profetas, escúchenlos” (Lc 16,29). Por tanto, la Ley nos ordena matar a todos los reyes del pecado, que nos incitan al pecado. “Así obró Jesús y no transgredió ninguna de las órdenes que le había dado Moisés” (Jos 11,15). Ciertamente dijimos, según el orden de la anterior exposición, que todas lo contenido en la Ley de Dios, la cual ahora se llama Moisés, Jesús lo cumplió en nosotros. Y fue Él mismo quien en nosotros exterminó los vicios y destruyó los reinos impíos de los pecados. Sin embargo, también sobre el mismo Señor y Salvador puede decirse que, todos los mandatos que Moisés prescribía en la Ley, los cumplió Jesús y no transgredió ninguno. Porque, en efecto, dice el Apóstol: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley” (Ga 4,4). Por consiguiente, si nació bajo la Ley, cuando estaba bajo la Ley, todas las normas que prescribía la Ley las cumplió, para redimirnos de la maldición de la Ley. Pero también sobre sí mismo dice: “No vine a abolir la Ley, sino a darle cumplimiento” (Mt 5,17).



[1] “Porque los pequeños de Babilonia, que se interpreta confusión, son los confusos pensamientos que acaban de nacer y brotar en el alma, hijos que son de la maldad; el que los agarra y les rompe las cabezas sobre la solidez y firmeza de la razón, ése estrella contra una peña a los niños de Babilonia, y por ello es bienaventurado” (Contra Celso, VII,22; trad. en Orígenes. Contra Celso, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1967, p. 479 [BAC 271]).

[2] “Una de las potestades enemigas es la raposa que destruye las viñas en cierne y que se manda que sea capturada mientras es pequeña, lo mismo que en el salmo 136 se llama dichoso al que agarra a los niños de Babilonia y los estrella contra la roca (cf. Sal 136 [137],9), y no permite que en él mismo crezca y se haga mayor el sentido de los babilonios, sino que lo agarra y lo estrella contra la piedra en sus comienzos, cuando, efectivamente, es fácil de aniquilar” (Comentario al Cantar de los Cantares, IV,3,31; trad. en Orígenes. Comentario al Cantar de los Cantares, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1994, p. 307 [Biblioteca de Patrística, 1]).