OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (578)

Entrada en Jerusalén y lavatorio de los pies

1336

Cilicia (actual Turquía)

Orígenes, Veintiocho homilías sobre el (libro) de los Números

Homilía XXVIII (Nm 34-35) 

Descripción de la Tierra Santa: sus límites y confines

1.1. La última historia[1] del libro de los Números refiere aquella en la cua el Señor manda a Moisés dar los preceptos a los hijos de Israel, para que, cuando hubieren entrado a tomar posesión de su heredad en la Tierra Santa (cf. Nm 34,2), sepan en ella qué límites de su territorio deben respetar. Y después de esto, describiéndolo ya el Señor mismo, se dice: Hacia el Áfrico, esto es, el Occidente, respétese la frontera de tal lugar; y de tal otro para el Oriente; y así, por los cuatro puntos cardinales, el Señor mismo designará algunos nombres de lugares que en esta Judea terrena el pueblo de Dios deberá respetar.

Dirá, por tanto, al respecto uno de los oyentes menos enterados que estas cosas pueden parecer necesarias y útiles también según la letra, para que nadie sobrepase las fronteras establecidas por precepto de Dios, y no se atreva a violar una tribu los límites de la otra. ¿Y qué haremos, cuando en estas tierras no solo no les queda a los judíos ninguna posibilidad de invadir los límites de otro, sino también de poseer no importa qué territorio? De hecho, fugitivos de su tierra y desterrados viven en el exilio, y actualmente conservan en su posesión no los límites que estableció la ley divina, sino los que estipularon los derechos de los vencedores. Y me pregunto: ¿Qué haremos nosotros, que leemos estas cosas en la Iglesia? Si las leemos según el sentir de los judíos, ciertamente nos parecerán superfluas y vacías.

Sentido espiritual: la tierra santa es imagen de las realidades celestiales

1.2. Pero yo, que veo escrito acerca de la Sabiduría: “Sal tras de ella como quien sigue sus pisadas” (Si 14,22 [Vulgata 14,23]), quiero salir detrás de ella, y, como no la encuentro en las cosas corporales, deseo seguir sus huellas, investigar a dónde va, y ver a qué cubículos lleva a mi entendimiento. Porque pienso que, si puedo seguirla diligentemente e investigar sus caminos, me dará, a partir de las Escrituras, algunas ocasiones de explicar cómo debemos nosotros entender también estos lugares, si creemos en estas cosas que Pablo refiere con misterio: que los que prestan servicio según la Ley, sirven a la sombra e imagen de las realidades celestiales (cf. Hb 8,5). Y si, al menos según su parecer, la Ley, de la cual es una parte esta lectura que tenemos en las manos, contiene la sombra de los bienes futuros (cf. Hb 10,1), parece lógico y necesario que todas las realidades que se describen en la Ley como referentes a cosas terrenas, sean sombra de los bienes celestiales, y que toda heredad de aquella tierra que en Judea se llama tierra santa (cf. Ex 3,8) y tierra buena (cf. Dt 8,7), sea imagen de los bienes celestiales, de los cuales, como dijimos, estos bienes de la tierra que rememora (la Escritura), contienen la sombra y la imagen.

Los nombres en las regiones celestiales

2.1. Pero, para que se eleve un poco tanto mi palabra como la inteligencia de ustedes, y para introducirnos de algún modo a la comprensión de lo que decimos, usemos alguna comparación. Nadie duda de que en la tierra de Judea cada lugar, cada montaña, cada ciudad y aldea, se designan mediante determinados vocablos; y no hay en absoluto lugar alguno sin nombre, sino que cada uno se designa con su propia denominación: por ejemplo, aquellos que les pusieron los cananeos en sus lugares, o igualmente los pereceos en los suyos y los amorreos o los heveos o también los hebreos.

Así, por consiguiente, según el pensamiento de Pablo, que dice que las cosas terrenas son sombra y ejemplar de las cosas celestiales (cf. Hb 8,5), quizás también en las regiones celestiales habrá diferencias de lugares no mínimas, y verás con qué nombres y vocablos son designados y son indicados no sólo los nombres de los puntos cardinales, sino también el de todas las estrellas y de todos los astros. Puesto que, como dice el profeta, “el que hizo la multitud de las estrellas, a todas ellas llama por su nombre” (Sal 146-147 [147],4). Sobre estos nombres se contienen sin duda muchas cosas secretas y arcanas en los opúsculos que se llaman de Henoc; pero como estos libros no parecen tener autoridad entre los hebreos, ahora, por el momento, diferiremos el traer como ejemplo los nombres que allí se refieren, pero proseguiremos la búsqueda a partir de los que tenemos a mano, de los cuales no se puede dudar. 

Solo por Jesucristo se puede obtener la heredad del Reino de los cielos

2.2. Se describe, por tanto, en la ley divina, con palabras de Dios, la tierra de Judea, y se dice que estas cosas deben referirse a la imagen de las realidades celestiales. Por parte del Apóstol se afirma que en los cielos existe evidentemente la ciudad de Jerusalén y el monte Sión (cf. Hb 12,22). Es una consecuencia lógica, que, así como hay también otras ciudades, aldeas y diversas regiones situadas a la redonda de la Jerusalén terrena, así también aquella Jerusalén celestial tendrá a su alrededor, según la imagen de las cosas terrenas, otras ciudades, aldeas y diversas regiones en las cuales el pueblo de Dios y verdadero Israel deberá ser situado algún día por el auténtico Jesús, del que aquel Jesús de Nave encarnaba la imagen, y logrará la heredad, por distribución de la suerte, esto es, por la contemplación de los méritos.

Por tanto, si ahora el Señor dice, por ejemplo, en la distribución de la tierra que los límites de tal tribu son éstos y otros los de otra tribu, no sea que, ya que diversos son los méritos de los que han de conseguir la heredad del Reino de los Cielos, por eso también en estas tribus también se manda delimitar con precisión esta distinción de fronteras, de modo que sepamos que hay que observar las diferencias de méritos en cada uno.

Por ejemplo, el que haya vivido de modo tan negligente que por su fe merezca ser tenido entre los hijos de Israel, sin embargo por la negligencia de vida y la desidia de sus actos, deberá ser contado en la tribu de Rubén, Gad o la media tribu de Manasés, y la suerte de su heredad no debe dársele para aquí del Jordán, sino más allá de él. En cambio otro que se haya vuelto tal por su enmendación de vida y por su conducta[2], de acuerdo con las razones que sólo Dios conoce, deberá incluirse o bien en la tribu de Judá o incluso en la tribu de Benjamín, en la cual se encuentra Jerusalén misma y el templo de Dios, con su altar, y así sucesivamente, otro en otra tribu y otro en otra.

Y de este modo las cosas que se refieren ahora escritas en el libro de los Números, son como un cierto esbozo de la suerte futura en los cielos, de aquellos que solo por el Señor y Salvador nuestro Jesús, como hemos dicho, conseguirán la heredad del Reino de los Cielos.

Las ciudades de refugio

2.3. Allí, creo, se observarán también diligentemente las cosas que aquí se prefiguran: los privilegios de los sacerdotes, en razón de los cuales se mandan extraer del lote de los hijos de Israel los lugares cercanos a las ciudades, y pegados a las propias murallas (cf. Nm 35,2). Allí, creo, se encontrarán esas ciudades de las cuales se describe aquí la figura, a las que llama ciudades de refugio (cf. Nm 35,11), a las que huyan no todos los homicidas, sino los que involuntariamente cometieron homicidio. Porque quizás haya algunos pecados que, si los cometemos intencionada y voluntariamente, nos hacen homicidas; y hay otros que, si los cometemos por ignorancia, se establece para nosotros, según creo, y se prepara por mandato de Dios algún lugar, donde por cierto tiempo deberemos residir los que hayamos cometido pecados no voluntarios, en el caso de ser hallados limpios y libres de otros pecados cometidos voluntariamente. Y por eso se ponen aparte ciertas ciudades de refugio.

Le parece a algunos que la órbita de cada uno de los astros y la constelación se dice o puede considerarse en el cielo una ciudad, cosa que yo no oso afirmar. Porque veo que toda criatura, aunque en la esperanza, está sujeta por culpa de aquél que la sujetó (cf. Rm 8,20); sin embargo, aguarda en la redención la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8,21) y espera sin duda algo más esplendoroso y sublime.



[1] Cf. Nm 34,1-15; y la nota en SCh 461, pp. 352-353.

[2] Conversatione propositi.