OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (561)

La Inmaculada Concepción

1538

Málaga, España

Orígenes, Veintiocho homilías sobre el (libro) de los Números

Homilía XXVI (Nm 31—32)

Diferencia en el modo de escuchar según quien nos habla

3.1. Después de esto sigue la historia sobre la heredad de Rubén y Gad y de la media tribu de Manasés (cf. Nm 32,33). Como proponemos comentarla un poco, queremos llamar antes la atención de los oyentes, y elevar sus ánimos hacia la contemplación del sentido espiritual. Todas las cosas que se dicen, no solo han de apreciarse por la palabra misma que se pronuncia, sino también tomando buena cuenta de la persona que las dice. Por ejemplo, si es un niño el que habla, adaptamos nuestros ánimos para la escucha de un discurso infantil, y no esperamos más de sus palabras que aquello que el niño ha podido pensar. En cambio, si quien habla es un hombre, nos fijamos en seguida si las cosas que se dicen son dignas de un hombre. Y todavía más, si el hombre que habla es un instruido[1], pensamos en las cosas dichas, según la consideración de su instrucción. Pero si es un hombre sin cultura e ignorante, recibimos las cosas que dice, de modo diferente. En el caso de que sea un anciano el que habla, y de mucha y probada experiencia, como quien ha envejecido en el estudio, mayor expectación se tendrá por sus palabras.

La Sagrada Escritura está inspirada por el Espíritu Santo

3.2. Escucha por qué antepusimos estas consideraciones, al querer exponer la historia de la heredad de Rubén y Gad y la media tribu de Manasés. Quien narra estos hechos que leemos, ni es un niño como el que hemos descrito más arriba, ni un hombre como otros, ni un anciano, ni es en absoluto un hombre; y, por añadir algo más, ni es alguno de los ángeles ni de los poderes celestiales, sino que, como sostiene la tradición de los mayores, narra estas cosas el Espíritu Santo. ¿Cómo, en efecto, podría Moisés narrar las cosas que fueron hechas desde el principio del mundo o las que a su final habrán de suceder, a no ser por inspiración del Espíritu de Dios? ¿Cómo podría profetizar acerca de Cristo, a no ser que hablara el Espíritu Santo? Porque así también Cristo mismo le da testimonio y dice: “Si creyeran a Moisés, me creerían también a mí, puesto que de mí escribió él; pero si no creen en sus escritos, ¿cómo creerán en mis palabras?” (Jn 5,46-47). Consta, por consiguiente, que estas palabras han sido dichas por el Espíritu Santo, y por eso parece conveniente que sean comprendidas según la dignidad, más todavía, según la majestad del que habla.

Pero considero también muy adecuado recordar aquí el pasaje en el que Abraham, al oír a aquel rico puesto en los tormentos que le rogaba ser enviado e ir a avisar a sus hermanos que vivieran piadosamente, de modo que no bajaran también ellos a aquel lugar de tormentos, le respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas: ¡que los escuchen!” (cf. Lc 16,23-31) . Moisés y los Profetas no aludía a unos hombres vivientes[2], sino a los textos que fueron escritos por Moisés, bajo el dictado del Espíritu de Dios.

¿Qué valor tiene el sentido literal de los textos de la Sagrada Escritura?

3.3. Alguno, entonces, dirá: «Al haber sido escritas así estas cosas, si Abraham me remite a las palabras de Moisés, para que, leyéndolas, pueda evadir aquel lugar de tormentos, ¿qué me ayudará para huir de la gehenna, si leo:

- de qué modo los hijos de Rubén y los hijos de Gad y la media tribu de Manasés reciben de Moisés la heredad del otro lado del Jordán? Ellos tenían mucho ganado, más que las demás tribus (cf. Nm 32,1. 19);

- que Moisés les dijo: “Miren, no exacerben la cólera de Dios como aquellos diez que fueron enviados con Jesús y Caleb a explorar la tierra, y decían que la tierra es así y así, y no podemos conquistarla” (cf. Nm 32,8-10. 12);

- y a esto respondieron los hijos de Rubén y los que iban a sus órdenes: “Danos esta tierra y su heredad y no buscaremos más allá del Jordán la tierra de heredad (cf. Nm 32,19) con nuestros hermanos, sino que dejaremos aquí nuestros jumentos y nuestros enseres y nuestras mujeres y nuestros niños (cf. Nm 32,26); pero nuestros hombres irán juntos y pasarán el Jordán” (cf. Nm 32,27. 32)»?

- Y porque después de eso Moisés los encomienda a Jesús el hijo de Nave y al sacerdote Eleazar, hijo de Aarón (cf. Nm 32,28), aunque bajo la condición de que pasen con los hijos de Israel y luchen con ellos contra los enemigos que estaban para el otro lado del Jordán, hasta que fuera liberada por ellos la tierra (cf. Nm 32,20-22), y entonces recibieran la tierra que habían solicitado, la del rey Sijón y del rey Og (cf. Nm 32,33);

- y además que solo a ellos se diera por medio de Moisés la heredad para allá del Jordán (cf. Nm 22,5. 9), mientras que a todos los otros (se diera) por medio de Jesús de este lado del Jordán (cf. Jos 1,6; 23,4).

Entonces dirá alguno: «¿Qué aprovechan estas cosas para lo que dijo Abraham: “Tienen a Moisés y a los Profetas, que los escuchen” (Lc 16,29)? Es para que los que lo lean y los que lo oigan no vengan a este lugar de tormentos».

Escuchar el sentido espiritual de los Libros Sagrados

3.4. Hemos dicho estas cosas tratando de estimular el ánimo de los oyentes a que presten atención más vigilante a las cosas que se leen o que se dicen; y que, en los libros de Moisés, removido el velo de la letra, comprendan las cosas que están escritas, de modo que encuentren que lo que cada una de ellas dicen, si se entienden y se observan, puedan los oyentes ser conducidos no al lugar de tormento, al que fue llevado aquel rico que despreció el oír las cosas que están escritas en secreto, sino que vayan al seno de Abraham, donde Lázaro descansa. Oremos, entonces, al Señor, para que sea quitado de nuestros corazones el velo de la lectura del Antiguo Testamento (cf. 2 Co 3,14-15), para que podamos ver aquellas cosas que están escondidas y ocultas en los libros de Moisés, según la exhortación del profeta, que dice: “Y a no ser que escuchen, el alma de ustedes llorará en lo secreto” (cf. Jr 13,17 LXX).

El Señor nos ilumina para comprender su palabra

3.5. Y de que esas realidades son místicas y contienen un cierto sentido divino, pienso que, según las afirmaciones precedentes, nadie pueda ponerlo en duda, aunque sea insaciablemente dado a las fábulas judaicas (cf. Tt 1,14); sin embargo, del mismo modo que pienso que nadie negará esto, también pienso que el conocer con claridad qué realidades se indican mediante estas narraciones y cuyo rostro se esconde bajo este velo, es propio del Espíritu Santo, que inspiró que estas cosas fueran escritas, y de nuestro Señor Jesucristo, que decía sobre Moisés: “Porque de mí escribió él” (Jn 5,46), y del omnipotente Dios, cuyo antiguo designio no se da a conocer desnudo al género humano, sino velado en la letra.

Nosotros oremos de corazón al Verbo de Dios, que es su Unigénito (cf. Jn 1,18) y que revela al Padre a quienes quiere (cf. Mt 11,27), que se digne revelarnos también a nosotros estas realidades; puesto que hay en ellas misterios de las promesas que Él ha hecho a los que le aman, para que sepamos también nosotros que nos han sido dadas por Dios (cf. 1 Co 2,9. 12). Pero también ustedes ayúdennos con las oraciones y diligentemente atiendan no tanto a nosotros, los que hablamos, cuanto al Señor, que ilumina a aquellos a los que encuentra dignos de su iluminación. Que en la contemplación de estas cosas se digne darnos también a nosotros la palabra al abrir nuestra boca (cf. Ef 6,19).

Pero ¡adelante! ya: si han elevado los corazones al Señor y han pedido la ilustración de su palabra santa, procedamos a escrutar el sentido de esas realidades que parecen estar ocultas.



[1] Lit.: erudito (eruditus); o: docto, sabio.

[2] Lit.: puestos en el cuerpo (in corpore positus).