OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (546)

Los caminos para la vida eterna

1825

París

Orígenes, Veintiocho homilías sobre el (libro) de los Números

Homilía XXIII (Nm 28,1–29,39)

Alegría y llanto en el cielo

2.4. Quizás resulte sorprendente[1] lo que les quiero decir: según parece, nosotros damos a Dios y a los ángeles motivos de fiesta y de alegría; nosotros, situados en la tierra, damos una ocasión de alegría y de júbilo al cielo, mientras, caminando sobre la tierra, tenemos nuestra morada en los cielos (cf. Flp 3,20), y por esto sin duda producimos un día de fiesta para las potencias celestiales. Pero del mismo modo que nuestras buenas acciones y progresos en la virtud engendran alegría y fiesta para Dios y los ángeles, así también temo que una mala vida nuestra provoque, no solo en la tierra, sino también en el cielo, lamentaciones y luto, de modo que los pecados de los hombres ocasionen tristeza al propio Dios. ¿Acaso no es de uno que llora aquella palabra que dice: “Me arrepiento de haber hecho al hombre sobre la tierra?” (cf. Gn 6,6-7). Y también aquella de nuestro Señor y Salvador en el evangelio, cuando dice: “¡Jerusalén, Jerusalén, que apedreas a los profetas y matas a los que te han sido enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y no quisiste!” (Mt 23,37). Y no pienses que se ha dicho tan solo de los antiguos que hayan apedreado a los profetas: también yo hoy, si no escucho las palabras del profeta, si desprecio sus advertencias, apedreo al profeta, y, en cuanto está de mi parte, mato a aquel cuyas palabras no escucho, como si éstas fuesen de un muerto.

El Señor llora por el género humano cuando se aparta del camino recto

2.5. Pero también es voz del Dios que gime sobre el género humano, aquella que se dice por el profeta: “¡Ay de mí, porque he sido hecho como el que reúne el rastrojo en la mies y los racimos en la vendimia, pues no hay espiga ni racimo de uvas para consumir como primicias! ¡Ay de mi alma!, porque desapareció de la tierra el que teme, y no hay quien se corrija[2] entre los hombres” (Mi 7,1-2). Estas palabras son del Señor, que llora sobre el género humano. Puesto que Él mismo viene a recoger la mies, y encuentra en lugar de mies, y viene a hacer la vendimia, pero encuentra para vendimiar pocos racimos, esto es, los Apóstoles, a los que, si el Señor de los Ejércitos no nos los dejara como semilla (cf. Is 1,9), y si el grano de trigo no cayese en tierra, para dar mucho fruto (cf. Jn 12,24), nos hubiésemos vuelto como Sodoma, y seríamos semejantes a Gomorra (cf. Is 1,9).

Como hemos dicho más arriba, también para los ángeles de Dios hay alegría en el cielo por un pecador que hace penitencia (cf. Lc 15,7). Es cierto que, donde organizan fiesta por los bienes, allí se lamentan por lo contrario; si, por consiguiente, se alegran por un convertido, necesario es que lloren por uno que peca. 

La naturaleza divina es inmutable 

2.6. Por eso, por tanto, porque Jerusalén cometió un gran pecado (cf. Lm 1,8), según lo que está escrito en las Lamentaciones, ha sido conmovida, y se acabaron[3] todas sus festividades y sus días solemnes, porque en el lugar santo y en el día de la fiesta mataron a mi Señor Jesucristo. Y por eso les dice: “Mi alma odia sus novilunios y sábados y sus días de fiesta” (cf. Is 1,13. 14). Aquí, ciertamente, donde se prescribe sobre las ofrendas, donde todavía no hay pecados, dice mis días de fiesta; donde, en cambio, hay pecado, el Señor no dice míos, sino sus días de fiesta.

Pero o todas estas expresiones en las que se dice que Dios llora o goza u odia o se alegra, hay que recibirlas como dichas por la Escritura en sentido figurado y a la manera humana. (Puesto que) la naturaleza divina es ajena a toda pasión y afecto de cambio, y permanece siempre inmutable e inconmovible en la cumbre de la beatitud. 

Primera festividad: la fiesta perpetua y continua

3.1. Puesto que tenemos en las manos las leyes de las fiestas, y desde allí es ahora la reflexión[4], busquemos más diligentemente cuál sea el orden de las festividades, para que, a partir de los mismos órdenes y del ritual de los sacrificios, podamos conocer de qué modo cada uno de nosotros puede preparar una fiesta a Dios, por medio de sus actos y comportamientos santos.

La primera festividad de Dios es la que se llama “perpetua” (cf. Nm 28,6[5]), porque acerca de estas cosas está mandado que incesantemente y sin interrupción alguna, se ofrezcan sacrificios matutinos y vespertinos. Al disponer, por tanto, el ritual de las festividades, no llega en primer lugar de modo inmediato a la fiesta de Pascua ni a la de los Ácimos, ni a la de las Tabernáculos[6] y otras que se prescriben, sino que ha puesto primero ésta, en la que manda que sea ofrecido el sacrificio perpetuo, o sea, por el que quien quiera ser perfecto y santo, reconozca que la fiesta para Dios no ha de hacerse alguna vez y otras veces no se hace, sino que el justo debe celebrar el día de la fiesta siempre y perpetuamente. Porque el sacrificio que se manda ofrecer perpetuamente, tanto en las mañanas como en las tardes, indica esto: que en la Ley y en los Profetas, que muestran el tiempo matutino, y en la doctrina evangélica, que muestra el vespertino, o sea, la tarde del mundo, cuando se manifieste la venida del Salvador, persista el sacrificio con un deseo perpetuo[7]. Sobre estas festividades, dice, por consiguiente, el Señor: “Observarás mis días de fiesta”. Es, entonces, día de fiesta del Señor, si le ofrecemos el sacrificio perpetuamente, si oramos sin descanso (cf. 1 Ts 5,17), de modo que “suba nuestra oración como incienso ante él por la mañana, y la elevación de nuestras manos sea para Él un sacrificio vespertino” (Sal 140 [141],1-2). Es, en consecuencia, la primera solemnidad la del sacrificio perpetuo, que debe desarrollarse por parte de los que siguen al Evangelio del modo que hemos expuesto más arriba.



[1] Lit.: maravilloso (mirum).

[2] «Qui corrigat in hominibus. El verbo corrigere es usado aquí en sentido intransitivo: “No hay nadie para corregirse entre los hombres”, nadie para llevar una vida recta. La versión de los LXX emplea el verbo y la forma katorthon, en sentido intransitivo, como en latín, no hay duda. La palabra katorthoma significa “una buena acción”. El corrigat de Rufino, que también se encuentra en la Vetus Latina…, pasó a la Vulgata bajo la forma de: qui rectum faciat…, y más simplemente bajo aquella de homo rectus, lo cual es conforme a la Biblia hebrea (no queda un justo entre los hombres)» (SCh 461, p. 114, nota 1).

[3] Lit.: perecieron (perierunt).

[4] Et inde nunc sermo est.

[5] LXX: holocausto perpetuo (o: continuo = endelechismos); Vulgata: holocaustum iuge (continuo, perenne = iugiter).

[6] El texto latino  de la Vulgata dice: Scenopegiae (etimológicamente la acción de plantar o levantar una carpa).

[7] O: continuo, incesante (indesinenti).