OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (545)

El evangelista san Lucas

Siglo XV

Evangeliario

Armenia

Orígenes, Veintiocho homilías sobre el (libro) de los Números

Homilía XXIII (Nm 28,1–29,39)

Sobre lo que está escrito: “Mis ofrendas, mis dones”, y sobre las diversas festividades

1.1. Si la observancia de los sacrificios y las instituciones legales que han sido dadas como figura al pueblo de Israel, hubiesen podido permanecer hasta el tiempo presente, habrían excluido sin duda la fe en el Evangelio, por la cual, desde la venida del Señor nuestro Jesucristo, los gentiles se convierten a Dios. Porque en aquellas cosas que entonces se observaban, había una religión magnífica y llena de toda veneración, que incluso a primera vista dejaba estupefacto al que lo observaba. Puesto que, ¿quién viendo aquello, que se llamaba santuario o lugar sagrado, y mirando al altar, contemplando también los sacerdotes que consumaban los sacrificios y todo el orden por el que se hacían todas aquellas cosas, no hubiera pensado que ése era el rito perfecto mediante el cual el Dios creador de todas las cosas debería ser honrado por el género humano? 

Debemos buscar las realidades espirituales 

1.2. Pero demos gracias al advenimiento de Cristo, que, arrancando nuestras almas de esta visión, las ha llevado a la consideración de las realidades celestiales y a la contemplación de las cosas espirituales, y destruyó aquello que parecía grande en la tierra y transfirió el culto de Dios, de las cosas visibles a las invisibles, y de las temporales a las eternas. Pero en verdad el Señor Jesucristo mismo requiere oídos que oigan estas cosas y ojos que las vean (cf. Mt 13,13. 16). De donde también nosotros, ahora que tenemos entre las manos la Ley dada por Moisés, y queremos mostrar que ella es ley espiritual (cf. Rm 7,14), requerimos de ustedes unos oídos y unos ojos tales, que no miren hacia aquellas cosas que han sido destruidas, sino que las busquen allí donde “Cristo está sentado a la derecha de Dios y que gusten las cosas de arriba, no las que están sobre la tierra” (cf. Col 3,1-2).

Basten, entonces, como prefacio, estas (palabras) que hemos anticipado a aquellas que habrán de decirse.

Ofrecemos a Dios de lo que Él mismo nos da

2.1. Pero ahora ya tratemos de las cosas que han sido escritas. «Y habló -dice- el Señor a Moisés, diciendo: “Manda a los hijos de Israel y diles: observen mis ofrendas, mis dones, mis víctimas en olor de suavidad, que deben ofrecerme en mis días de fiesta”. Y les dirás: “Éstas son las víctimas que deben ofrecer al Señor”» (Nm 28,1-3). Nadie ofrece a Dios algo suyo, sino que lo que ofrece es del Señor, y no ofrece tanto uno las cosas suyas, cuanto le devuelve las que son de Él. Por eso, queriendo el Señor escribir las leyes de los sacrificios y de las ofrendas de los hombres, antes de nada descubre el sentido de las cosas que debían ofrecerle, y dice: “Observen mis ofrendas, mis dones, mis víctimas en olor de suavidad, que deben ofrecerme en mis días de fiesta” (Nm 28,2). Estos dones, dice, sobre los cuales les ordeno ofrecerme en los días de fiesta, son mis dones, esto es, les son dados por mí; porque el género humano recibe de mí todo lo que tiene. Por tanto, que nadie, al presentar las ofrendas, crea que le aporta a Dios algo de beneficio, y por ello caiga en la impiedad por el mismo acto con que parecía que honraba a Dios, pues ¿qué cosa más impía que pensar el hombre que le presta algo a Dios como si fuera un indigente? (Es) necesario, como hemos dicho, en primer lugar que Dios enseñe al hombre, para que sepa que, cualquier cosa que le ofrezca a Dios, es devolvérsela a Él, más bien que ofrecérsela.

Pero veamos también cómo dice: “Que me ofrecerán en los días de mis fiestas” (Nm 28,2).

Para Dios es una gran fiesta la salvación del género humano

2.2. ¿Tiene entonces Dios sus días de fiesta? Los tiene. Porque para Él es una gran festividad la salvación humana. Yo pienso que por cada uno de los creyentes, por cada uno de los que se convierten a Dios y progresan en la fe, nace una fiesta para Dios. ¿De qué modo piensas le alegra, cuando éste, que había sido impúdico, se hace casto, y el que había sido injusto practica la justicia, y el que había sido impío se vuelve piadoso? Todas y cada una de estas conversiones son motivos de fiesta para Dios. Ni tampoco hay duda de que también nuestro Señor Jesucristo, que incluso derramó su sangre para nuestra salvación, celebre una festividad suma, cuando ve que no fue en vano que Él se humilló y, asumiendo forma de siervo, se hizo obediente hasta la muerte (cf. Flp 2,7-8). Paralelamente, hace fiesta el Espíritu Santo cuando ve muchos templos preparados en su honor, en los que se convierten a Dios.

Los ángeles se alegran por la conversión de los pecadores

2.3. ¿Y qué diré de los ángeles, a cuya festividad gozosa dice la Escritura que acceden todos los que se convierten al Señor?¿No es acaso para ellos una gran fiesta, cuando se alegran en el cielo por un pecador que hace penitencia, más que por noventa y nueve justos, que no necesitan penitencia (cf. Lc 15,7)? Celebran, por tanto, también día de fiesta los ángeles, alegrándose por los que, rechazando el consorcio de los demonios, corren a asociarse a la compañía de los ángeles, por el ejercicio de las virtudes.