OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (516)

Jesús en la sinagoga de Nazaret

Iluminación medieval

Orígenes, Veintiocho homilías sobre el (libro) de los Números

Homilía XVI (Nm 23,11-24)

Las abominaciones de Manasés

7.5. Estas artes avanzaron tanto para engañar al género humano, que incluso Manasés, hijo del justísimo Ezequías, engañado por este error, edificó, como dice la Escritura, un altar a todo el ejército del cielo, en una y otra casa del Señor (cf. 2 R 21,5). Considero que ése es el ejército del cielo que Pablo describe como los espíritus del mal que están en los lugares celestiales (cf. Ef 6,12). A no ser, entonces, que hubiese mucho de engaño y de error en esas artes, no creo que el hijo de tan gran hombre, educado en la ley del Señor, pudiese corromperse en aquellas maldades que se refieren escritas acerca de él en el cuarto libro de los Reinos[1]. Puesto que dice: “Y hacía sortilegios y consultaba los augurios, y hacía un sacrificio[2], y hacía pasar a sus hijos por el fuego, e hizo abundar los adivinos, para hacer el mal a los ojos del Señor y exacerbarle” (cf. 2 R 21,6). Por tanto, eran tales los pecados que cometía, que se podía decir de ellos que se hacían con toda obra de poder, con signos y prodigios embusteros (cf. 2 Ts 2,9), de modo que incluso los elegidos eran engañados. Fue engañado, en consecuencia, el pueblo por él, hasta el punto de hacer el mal en presencia del Señor, más que aquellas gentes a las que había exterminado Dios ante los hijos de Israel.

Tras todas esas actividades de Manasés estaba la acción de los demonios 

7.6. Pero también en el segundo libro de los Paralipómenos[3] están escritas cosas semejantes acerca de Manasés: «E hizo -dice- bosques sagrados, y adoró a toda la milicia del cielo y la sirvió. Y construyó altares en la casa del Señor, donde había dicho el Señor: “En Jerusalén estará mi nombre para siempre”. Y allí erigió altares a toda magnificencia del cielo, en ambas casas del Señor. Y entregaba a sus mismos hijos al fuego en Gehennón; y hacía sortilegios y maleficios y consultaba augurios e hizo ventrílocuos y brujos, y multiplicó los males en presencia del Señor, de modo que lo exacerbó» (2 Cro 33,3-6).

Todas estas cosas, por tanto, esto es, la consulta de los augurios, el escrutar las vísceras, o cualquier inmolación o también  sortilegio o cualquier  movimiento  de  aves o de otros animales, y la observación de las entrañas o algo que parezca mostrar el futuro, no dudo que acontezca por una operación de los demonios, que dirigen los movimientos de las aves o de los otros animales, o de las vísceras o de las suertes, según los signos que los mismos demonios enseñaron a observar a aquellos a quienes transmitieron la ciencia de este arte.

Las prácticas adivinatorias y otras semejantes no nos relacionan con el Dios de la vida

7.7. El que es hombre de Dios y se enumera en la porción de Dios (cf. Dt 32,9), debe ser totalmente ajeno a todas estas prácticas, y no tener nada en común con aquellas ocultas maquinaciones que realizan los demonios, no sea que, por estas cosas, se asocie a los demonios, se llene de su espíritu y poder, y vuelva de nuevo al culto de los ídolos. Porque nuestra religión, divina y celestial, rechaza todas estas cosas; (y) ciertamente en el Levítico lo manifiesta con una clara ley, diciendo: “No se entregarán a la adivinación ni consultarán augurios” (Lv 19,2); y un poco después: “No seguirán -dice- a los ventrílocuos ni se adherirán a los encantadores, para no ser contaminados por ellos: Yo soy el Señor, su Dios” (Lv 19,31). Y de nuevo en el Deuteronomio: “Si tú -dice- entras en la tierra que el Señor tu Dios te dará, no te habitúes a obrar según las abominaciones de aquellas naciones. No se encontrará en ti quien purifique a su hijo o a su hija en el fuego, ni quien practique la adivinación ni quien realice sortilegios, ni el mago ni el brujo ni el ventrílocuo ni el que escruta prodigios ni el que consulta a los muertos; puesto que quien hace estas cosas es una abominación para el Señor; y por estas abominaciones el Señor, tu Dios, ha expulsado delante de ti a esas naciones” (Dt 18,9-12). En todas estas cosas parece mostrarse que cualquiera que se dedica a ellas, no hace otra cosa sino consultar a los muertos. Porque son muertos, puesto que no son partícipes de la vida. En cambio, “nuestro Dios es Dios de vivos y no de muertos” (Mt 22,3).

Los profetas no son adivinos 

7.8. A todas estas leyes se añade también aquella según la cual quien quiera ser perfecto no aprenda de ningún otro sino de aquel que por la fuerza de Dios sea elegido profeta, para servir al pueblo. Dice, por consiguiente: «Sé perfecto ante el Señor tu Dios: porque estas naciones, cuya heredad recibiste, ellas escuchan a los agoreros y adivinos; pero a ti no te encomendó eso el Señor tu Dios. Un profeta, en efecto, de en medio tuyo, de entre tus hermanos, te suscitará el Señor tu Dios, a él escucharán. Por todo lo que pediste del Señor tu Dios en el Horeb en el día de la asamblea, cuando dijeron: “No queremos continuar oyendo la voz del Señor nuestro Dios, ni continuar viendo ese gran fuego, no sea que muramos”» (cf. Dt 18,15-16).

Nada debemos aprender de los adivinos

7.9. Dios no quiere que nos hagamos oyentes y discípulos de los demonios, ni quiere que, si deseamos aprender algo, lo aprendamos de los demonios. Puesto que es mejor ignorar que aprender de los demonios; y todavía es mejor no aprender de un profeta que consultar a los adivinos. Porque la adivinación no es dada por Dios como algunos piensan, sino que más bien, según creo, ha recibido su nombre por antífrasis, esto es, partiendo de lo contrario, como si se practicara por hombres repletos de demonios. Pero la religión de los gentiles ha considerado divino todo lo que es proferido por cualquier espíritu. A nosotros, en cambio, nada de ellos nos manda aprender Dios, no sea que nos hagamos consortes de ellos e incurramos en lo que dice Isaías: “Y serán humilladas por tierra tus palabras, y tus discursos serán sumergidos bajo tierra; y será tu voz como de quien habla desde la tierra, y tu voz se debilita por el suelo” (cf. Is 29,4).



[1] Es decir el Segundo libro de los Reyes.

[2] El latín lee: et fecit “thuelén” (vocablo griego en el original, que significa: parte de la víctima que se quemaba).

[3] Es decir, el Segundo libro de las Crónicas.