OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (480)

Pentecostés

1386

Armenia

Orígenes, Veintiocho homilías sobre el (libro) de los Números

Homilía XI (Nm 18,8-32)

El pequeño campo de nuestro corazón

5.1. Volvamos, entonces, a la razón de las primicias que, como dijimos, ofrecen los ángeles y recogen de los campos de este mundo. Los campos de los ángeles son nuestros corazones. Cada uno de ellos, por consiguiente, ofrece a Dios las primicias del campo que cultiva. Y, si yo mereciese hoy exponer un pensamiento grande y digno del Sumo Pontífice, de modo que, de todas las cosas que hablamos y enseñamos, hubiese algo egregio, que debiera agradar al Sumo Sacerdote, podría quizás suceder que el ángel que preside la Iglesia eligiese alguna de entre todas nuestras palabras y la ofreciese al Señor a modo de primicias del pequeño campo de mi corazón. Pero yo sé que no lo merezco y soy consciente de que no se encuentra en mí un pensamiento tal que el ángel que nos cultiva considere digno ofrecer, en lugar de primicias o primogénitos, al Señor. Ojalá que lo que hablemos y enseñemos sea tal, que no merezcamos ser condenados por nuestras palabras: nos bastaría esa gracia.

Las primicias de cada ser humano 

5.2. Los ángeles, por tanto, ofrecen las primicias que recogen de nosotros y cada uno de ellos cultiva a los que, con su celo y diligencia, convierte de los errores de los gentiles a Dios; y está cada uno en la parcela y al cuidado de este o de aquel ángel. Y, como desde el comienzo de este mundo, cuando Dios dispersó a los hijos de Adán, estableció los confines de los pueblos según el número de los ángeles de Dios (cf. Dt 32,9); y cada pueblo fue puesto bajo aquel o aquel (otro) ángel, pero un solo pueblo fue elegido, el de Israel, que fue la porción del Señor y la parte de su heredad, así creo que también en el final de este mundo y en el inicio del otro, en un siglo futuro, cuando de nuevo repartirá el Excelso a los hijos de Adán, los que no puedan ser de tal modo limpios de corazón que vean al mismo Dios (cf. Mt 5,8) y ser porción del Señor, vean a sus santos ángeles y sean según el número de los ángeles de Dios, y Jacob, su pueblo e Israel, lote de su heredad. 

“Partes de los zorros”

5.3. Es, pues, deseable, como hemos dicho, caminar de tal modo que cada uno merezca ser elegido entre las primicias o primogénitos y ser ofrecido a Dios y ser parte del Señor. Y, cuanto menos, que merezcamos ser parte de los santos ángeles, basta con que uno no se encuentre entre aquellos sobre quienes está escrito: “Entrarán en las profundidades de la tierra, serán entregados en manos de la espada, serán partes de los zorros” (Sal 62 [63],10-11). Ves, por consiguiente, que en el tiempo de la resurrección, cuando el Altísimo empiece a separar a los pueblos, y distribuya según sus méritos a los hijos de Adán (cf. Dt 32,8), habrá algunos que entrarán en las entrañas de la tierra y se volverán partes de los zorros, esto es, partes de los demonios. Estos son, por tanto, los zorros que devastan las viñas (cf. Ct 2,15), uno de los cuales era Herodes, del que se dice: “Vayan, díganle a ese zorro” (Lc 13,32).

No entrar en las profundidades de la tierra 

5.4. Rehuyamos, entonces, los actos terrenos y las concepciones terrenas, no sea que, cargados de pensamientos terrenos, se diga que entramos en las profundidades de la tierra y nos volvemos partes de los zorros. Porque también entran en las profundidades de la tierra, aquellos que reciben la ley de Dios y los bienes de las promesas con la inteligencia de un pensamiento terreno, y no excitan las almas de sus oyentes a la esperanza de los bienes celestiales y a la contemplación de las realidades superiores, cuando el Apóstol dice claramente: “Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está a la derecha de Dios, no las cosas que están en la tierra” (Col 3,1-2); el Apóstol se dirigía a aquellos que, con criterios terrenos, decían: “No pruebes[1], no saborees, no toques” (Col 2,21), a los cuales añade: “Todas estas cosas son para la corrupción por su propio uso, según los mandatos y las doctrinas de los hombres” (Col 2,22).



[1] El verbo griego es ápto, que también puede traducirse por tocar o agarrar; en tanto que el vocablo latino utilizado por Rufino es attamino: tocar o tomar lo que no es lícito.