OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (455)

Cristo Pantocrátor

1150-1175

Sacramental

Florencia, Italia

Orígenes, Veintiocho homilías sobre el (libro) de los Números

Homilía VII (Nm 12,1-15; 13,18-34; 14,1-8)

“Llega el Verbo hecho carne” 

5.1. “Y después de esto, dice (la Escritura), avanzó el pueblo desde Aserot y acamparon en el desierto de Farán” (Nm 13,1). Aserot se traduce por casas perfectas. El pueblo, por tanto, una vez que María se purificó, avanza desde las casas perfectas y llega a Farán, que se traduce por boca visible. Me parece que boca visible puede entenderse que el “Verbo se hizo carne” (Jn 1,14), el invisible se hizo visible; y esto puede significar que, después de que venga el fin y la perfección de todas las cosas, que respecto de aquel pueblo habían de realizarse, entonces pasa (cf. Hb 11,29) y llega a aquel Verbo hecho carne, a quien antes no había creído.

Los exploradores enviados a inspeccionar la tierra prometida al pueblo judío

5.2. «Y habló el Señor a Moisés, diciendo: “Envía hombres, y exploren la tierra de los cananeos, que yo doy en posesión a los hijos de Israel”» (Nm 13,2-3), y las demás cosas en las que se narra sobre los exploradores de la tierra, que, enviados, relatan al volver que la tierra es, sin duda, buena y admirable, pero que habitan en ella los hijos de los gigantes, ante cuya presencia el pueblo de Dios parece como langostas (cf. Nm 14,7; 13,28. 33). Y muchos, sin duda, desesperan de poderse salvar de los hijos de los gigantes; sin embargo, Jesús no desespera, sino que confirma la fe del pueblo, con Caleb, que es de la tribu de Judá, y dicen: “Si Dios nos ama, que nos introduzca a esa tierra” (Nm 14,8).

Nuestra lucha es contra los demonios

5.3. ¿Cuál es, entonces, según el sentido espiritual, esta tierra, sin duda tierra santa y tierra buena, pero que está habitada por impíos? ¿Quiénes son, por tanto, esos enemigos, que habitan en la tierra de los santos? ¿Y cómo pueden ser expulsados, de modo que, echados ellos, les sucedan en su lugar los santos? Volvamos a los Evangelios, volvamos al Apóstol. Los Evangelios prometen a los santos el Reino de los cielos. El Apóstol dice: “Nuestra morada está en los cielos” (Flp 3,20); en el cielo, por consiguiente, está el lugar de la heredad que se promete a los santos. ¿Y por qué consideramos que en estos lugares, que se te prometen, no va a haber ahora ningún habitante al que tú debas expulsar de allí combatiendo? ¿Y cómo, entonces, dice el Señor que “desde lo días de Juan Bautista el Reino de los Cielos sufre violencia, y que los violentos se adueñan de él” (Mt 11,12)? Puesto que, a no ser que hubiese gentes a quienes hacer violencia, a no ser que existiesen los que de allí debieran ser expulsados y arrojados, nunca se diría que “habrán de adueñarse del Reino de los cielos por la fuerza” (cf. Mt 11,12). Y, a no ser que existiesen aquellos con los cuales tengamos competición y lucha, nunca diría el Apóstol: “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los rectores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que están en los lugares celestiales” (Ef 6,12). A ellos también parece referirse aquella palabra de Dios, proferida por el profeta, cuando dice: “Y se embriagó mi espada en el cielo” (Is 34,5). Es necesario, por tanto, que los espíritus del mal, que se nos dice que están en los lugares celestiales, que son los verdaderos cananeos, sean vencidos por ti y expulsados de los lugares celestiales, para que tú habites allí en lugar de ellos.

Los demonios son los gigantes que debemos expulsar

5.4. Sin embargo, has de saber que los gigantes son ésos. Se llama gigante a todo el que se resiste contra Dios. Quienquiera, por tanto, que se oponga a Dios y sea contrario a la verdad -lo que ellos principalmente hacen-, se llama con toda razón gigante. A ti, por consiguiente, se te concede el que expulses a los gigantes y entres en su reino. ¿O no está escrito de alguno de ellos: “¿Quién recibe los despojos del gigante?” (Is 49,24). El Señor también decía acerca de éste en el Evangelio: “Nadie puede entrar en casa del fuerte y robar sus bienes, sin antes haber atado al fuerte” (Mt 12,29)[1].

Ahora, por tanto, si comparamos la naturaleza humana con la demoníaca, nosotros somos langostas, mientras que ellos son gigantes; y principalmente si nuestra fe es dudosa y si nos aterra la infidelidad, ellos serán verdaderos gigantes, y nosotros langostas. En cambio, si seguimos a Jesús y creemos en sus palabras y nos llenamos de su fe, serán como nada ante nosotros. Escucha, en efecto, cómo nos exhorta y dice: “Si Dios nos ama, que nos introduzca en esa tierra” (Nm 14,8), puesto que es buena (cf. Nm 14,7), y sus frutos admirables.

Combatimos con armas invisibles, porque nuestra lucha es espiritual 

5.5. Por tanto, el tipo y la figura que precedió en los padres, se cumple en nosotros. Ellos expulsaron a los gentiles y consiguieron su heredad; porque conquistaron toda la tierra de Judea, la ciudad de Jerusalén y el Monte Sión. Esto se cumplió en ellos, pero a ti, ¿qué se te dice? No dice (la Escritura) que hayan accedido a las cosas que son visibles, sino a las invisibles (cf. Col 1,16). Dice, en efecto, que “han accedido a la montaña del Dios viviente, y a la ciudad celestial de Jerusalén y a la multitud de los ángeles” (Hb 12,22). Pero también en otro lugar el mismo Apóstol dice: “Jerusalén, la que está arriba, es libre, la cual es la madre de todos nosotros” (Ga 4,26). Si alguno no da fe a las palabras del Apóstol, que dice que hay una Jerusalén celestial, puede asimismo recusar nuestras palabras. Pero si ha de darse fe a las palabras de Pablo, como ciertamente debe darse, y creemos que hay una Jerusalén celestial según el tipo de esta terrena, las cosas que parecen escritas acerca de la terrena, hemos de referirlas con más justeza a aquella celestial, por el sentido espiritual. Nos hemos aproximado, entonces, como dice Pablo, a la Jerusalén celestial, y sin duda también a la Judea celestial; y, del mismo modo que los de la Judea terrena expulsaron a los cananeos, a los fereceos, a los jeveos y a las demás naciones (cf. Jos 9,1 ss.), así también nosotros, que nos hemos acercado a la montaña de Dios y a los reinos celestiales, es necesario que expulsemos a las potestades contraria y a los espíritus malignos de los lugares celestiales (cf. Ef 6,12); y, como ellos expulsaron de Jerusalén al jebuseo, y la que antes había sido llamada Jebús fue llamada después Jerusalén (cf. 2 S 5,6), así también corresponde que nosotros expulsemos antes a los jebuseos de Jerusalén, y de ese modo consigamos su heredad. Pero ellos ciertamente hacían esto con las armas visibles; nosotros, en cambio, con las invisibles. Ellos vencían con luchas corporales; nosotros, con la lucha espiritual.

Nuestra principal arma en la lucha contra el Maligno es la palabra de Dios

6.1. Si quieres oír cómo Pablo -que no solo es maestro de los gentiles (cf. 2 Tm 1,11), sino también maestro de esta lucha por la fe- combatió el primero, oye lo que escribe él de sí mismo, como también recordamos más arriba. “No es –dice- para nosotros una lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los rectores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos de los lugares celestiales” (cf. Ef 6,12). Por eso incluso prepara armas espirituales y dardos invisibles para los luchadores de esta guerra espiritual e invisible, y dice: “Revístanse de la coraza de la caridad y del yelmo de la salvación, y tomen el escudo de la fe, con el cual pueden apagar todos los dardos encendidos del Maligno” (cf. Ef 6,14. 16. 17). Pero también dice: “Tomen la espada del espíritu, que es la palabra de Dios” (Ef 6,17).

Cristo combate por nosotros y en nosotros 

6.2. Por tanto, cuando te armes de tales dardos, siguiendo al guía Jesús, no temerás a aquellos gigantes; porque verás cómo los someterá a ti Jesús; y, del mismo modo que los padres pisotearon las cervices de los gentiles, así pisotearás también tú las cervices de los demonios. Él mismo, en efecto, dice esto a quienes le siguen fielmente: “He aquí que les he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y toda potencia del enemigo” (Lc 10,18). Jesús quiere, por consiguiente, hacer siempre cosas admirables, quiere con langostas vencer a los gigantes, y con los habitantes de la tierra superar a los malos espíritus que están en las regiones celestiales. Y tal vez fuera eso lo que decía en los Evangelios, que quien cree en Él no sólo hará aquellas cosas que Él mismo hizo, sino que -dice- las hará todavía mayores que esas (cf. Jn 14,12). Puesto que de verdad me parece algo mayor que el hombre en su condición carnal, frágil y caduco, solo por la fe en Cristo y armado por su palabra, supere a los gigantes, a las legiones de demonios (cf. Mc 5,9). Aunque sea Él mismo quien vence en nosotros, sin embargo, dice que es más lo que vence por nosotros que lo que vence por sí mismo.

Debemos crecer en nuestra vida cristiana para expulsar a los demonios de las regiones celestiales

6.3. Es suficiente con que estemos siempre equipados con estas armas y que nuestra vida esté siempre en los cielos (cf. Flp 3,20). Que todos nuestros movimientos[2], todo acto, todo pensamiento y toda palabra estén en el cielo[3]. Porque cuanto más ardientemente subamos nosotros allá, tanto más precipitadamente caerán ellos; y, cuanto más crezcamos nosotros, tanto más pequeños se volverán ellos. Si nuestra vida es santa, si es según Dios, les reportará a ellos la muerte; si es perezosa y lujuriosa, volverá a los gigantes poderosos contra nosotros. Por consiguiente, cuanto más crezcamos en virtudes, tanto más pequeños y frágiles se volverán ellos, como por el contrario, si nosotros nos debilitamos y deseamos los bienes terrenos, ellos se volverán más fuertes. Y, cuanto más nos extendamos en la tierra, tanto más espacio les concederemos en las regiones celestiales. Por lo cual, obremos más bien para que, creciendo nosotros, disminuyan ellos; que, entrando nosotros, sean ellos expulsados, y que, subiendo nosotros, caigan ellos; como cayó aquel sobre el que dice el Señor en el Evangelio: “He aquí que vi a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10,18), para que, siendo ellos echados de aquel lugar, nos introduzca allí el Señor Jesús y nos conceda recibir su reino celestial. ¡A Él la gloria eterna por los siglos de los siglos. Amén! (cf. 1 P 5,11).



[1] Algunos manuscritos añaden: “Aunque por su soberbia ya haya sido expulsado de la morada celestial, sin embargo, tú, a no ser que lo venzas, no entrarás en la casa del fuerte. Porque no basta con vencerlo, también hay que atarlo. Puesto que si no está atado, nuestro viaje no se podrá hacer con total seguridad” (cf. SCh 415, p. 193, nota 3).

[2] Motus, que podría también traducirse por: afectos, sentimientos, etc.

[3] O: sean celestiales; también, pero menos literalmente: vengan del cielo (caelestis sit).