OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (417)

Cristo es tentado por el demonio

1215

Salterio

Huntingfiled, Inglaterra

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico

Homilía XIV: Sobre el hijo una mujer israelita y de un padre egipcio que “pronuncia el Nombre y maldice” (cf. Lv 24,11), y sobre la sentencia de Dios dictada en su contra

Un texto difícil

4. Después de esto, lo que se refiere en lo que sigue no evita plantear una cuestión, sobre la cual numerosos investigadores no han podido dar muchas explicaciones. Pero si me ayudan con sus oraciones, trataremos también nosotros de exponer lo que Dios me dará. “Todo hombre, dice, que maldiga a Dios, cargará (su) pecado; pero el que pronuncie el nombre del Señor, será muerto” (Lv 24,15). ¿Qué es esto? ¿Quién maldice a Dios no tiene pena de muerte, sino el que pronuncia el nombre del Señor? ¿No es mucho más grave maldecir a Dios que nombrarlo, incluso aunque se diga que lo nombra en vano? ¿Y cómo el que maldice carga sólo con su pecado, pero el que lo nombra es condenado a muerte? Estas son, por tanto, los interrogantes que en este pasaje suelen presentarse. Para quienes ignoran el sentido de las Escrituras pareciera que estas palabras son inconsecuentes e inconvenientes. Piensan, en efecto, que aquel que maldice el nombre de Dios de inmediato debe ser castigado; pero aquel que pronuncia el nombre del Señor, es decir que lo pronuncia de modo superfluo y en vano, basta que cargue con su pecado. 

La diferencia entre recibir el castigo y cargar con el pecado

Pero nosotros trataremos de abrir un sentido tal que en cierto modo (revele) la lógica del pasaje. Que sea mayor pecado el maldecir a Dios que nombrarlo, no lo podemos dudar. Falta que mostremos que es mucho más grave cargar con el pecado y tenerlo consigo que ser condenado a muerte. La muerte, que se inflige como castigo por causa del pecado, es una purificación del pecado mismo, por el cual se ordena infligirla. Por tanto, el pecado es absuelto por la pena de muerte, y no subsiste nada que aparezca por este crimen el día del juicio y del castigo del fuego eterno. Cuando, en cambio, alguien carga con su pecado, lo tiene consigo y permanece con él, el castigo que no se suprime con ningún suplicio, pasa y está con él mismo también después de la muerte. Y porque aquí no padeció (suplicios) temporales, allí pagará con suplicios eternos. Ves, entonces, cuánto más grave es cargar con el pecado que ser condenado a muerte. Porque esta muerte es dada como punición, y ante “el Señor, justo juez” (cf. 2 Tm 4,8), “no se es castigado dos veces por lo mismo” (cf. Na 1,9), como dice el profeta. Pero cuando no se recibe la punición, el pecado permanece para ser extirpado por aquellos fuegos eternos.

Un testimonio del Génesis

Que eso así les suceda, puedo aducirte testigos de los divinos volúmenes: los patriarcas Rubén y Judá que, hablaron con su padre Jacob, cuando querían tomar consigo a Benjamín y conducirlo a Egipto por causa de la promesa que habían pactado con José su hermano (cf. Gn 42,20). Entonces Rubén así le dijo a su padre: “Mata a mis dos hijos si no te traigo de vuelta a Benjamín” (cf. Gn 42,37). En cambio Judá dijo: “Seré culpable ante ti si no te lo traigo de regreso” (Gn 43,9). Por tanto, Jacob el padre de ellos, sabiendo que mucho más grave era lo que prometiera Judá, que dijo: “Seré culpable ante ti”, que lo que dijera el otro: “Mata a mis hijos”, ciertamente no confío su hijo a Rubén (cf. Gn 42,38), como que había elegido una pena más leve, sino que lo entregó a Judá (cf. Gn 43,13), sabiendo que era más grave lo que había elegido. Por consiguiente, de ese modo la Escritura divina dispuso convenientemente que quien maldijera a Dios, cargue con (su) pecado; pero al que delinquiera más levemente, la pena de muerte (cf. Lv 24,15 ss.).

Un ejemplo del Nuevo Testamento

Pero si quieres conocer también por los Evangelios que quien “recibe sus males en esta vida” (cf. Lc 16,25), allí (en lo alto) ya no los recibirá; y en cambio, quien aquí no los recibiere, ¿se le reservarán todos allí (en lo alto)? Nos lo enseña un ejemplo: el del pobre Lázaro y aquel rico, a quien le dice el patriarca Abraham en el infierno: “Recuerda, hijo, que tu recibiste bienes en tu vida y Lázaro contemporáneamente males. Pero ahora tú estás sufriendo, en cambio él descansa” (cf. Lc 16,20-25).

La pregunta sobre la suerte de los inicuos en esta vida

Los hombres que suelen ignorar los juicios de Dios, que son un gran abismo (cf. Sal 35 [36],7), se lamentan contra Dios y dicen: ¿por qué los hombres inicuos, los ladrones injustos, los impíos, los malvados no padecen en esta vida nada adverso, sino que todo les sucede con prósperos éxitos, honores, riquezas, poder, e incluso gozan de salud y de una buena condición física? En cambio, a los inocentes y piadosos que honran a Dios les sobrevienen innumerables aflicciones: viven en la abyección, la humillación, el desprecio, bajo los golpes de los poderosos; y también algunas veces dominados más cruelmente por (los azotes) de las enfermedades corporales. Pero esto, como dije, es de lo que se quejan quienes ignoran cuál sea el orden en los juicios divinos. Porque cuanto más gravemente quieren que sean castigados aquellos cuyo poder e iniquidades les hacen gemir, tanto más es necesario que sean diferidos los castigos; los cuales, si no fueran diferidos serían temporales y más leves, porque recibirían el fin con la muerte. En cambio, puesto que ahora son diferidos es cierto que serán eternos y se extenderán para siempre. Por el contrario, entonces, si quieren que los bienes sean dados a los justos e inocentes en el siglo presente, estos mismos bienes serían también temporales y terminarían muy rápido; pero cuanto más sean diferidos hacia el futuro, tanto más serán perpetuos y no conocerán fin.

“La destrucción de la carne confiere vida al espíritu” 

Esto es, por consiguiente, lo que nos enseña ese pasaje de la Escritura (bien) entendido en pocas palabras, para que sepamos que es mucho más grave cargar con el pecado, tenerlo consigo y llevarlo a los infiernos, que sufrir en el presente las penas (del pecado) cometido. Y por eso el apóstol Pablo sabiendo que eso era preferible para los fieles, dice sobre el que ha pecado: “Lo entregue, afirma, a Satanás para la destrucción de la carne” (1 Co 5,5), esto es, para sea castigado con la muerte. Pero cuál sea el fruto de esa muerte lo muestra en lo que sigue: “Para que sea salvado el espíritu en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co 5,5). Ves, entonces, cómo abiertamente el Apóstol expone la utilidad de esa muerte. Puesto que eso dice: “Lo entregue para destrucción de la carne”, es decir, para la aflicción del cuerpo, que suelen sufrir los penitentes; y él ha hablado de la destrucción de la carne; sin embargo, la destrucción de la carne confiere vida al espíritu. Por donde también ahora si, tal vez, alguno de nosotros se recuerda en sí mismo la conciencia de algún pecado, si alguien se reconoce culpable de una falta, busque refugio en la penitencia y reciba espontáneamente la destrucción de la carne, para que, purificado en la vida presente, nuestro espíritu limpio y puro prosiga el camino hacia Cristo nuestro Señor, “a quien sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (cf. 1 P 4,11; Ap 1,6).