OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (410)

San Juan Bautista

Siglo XI

Leccionario

Constantinopla

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico

Homilía XIII: Sobre los días de fiesta, la lámpara, el candelabro, el aceite para la luz, la mesa y los panes de la proposición

Dos formas de “lectio divina”

1. El que es perfecto (cf. Mt 19,21) es instruido por Dios mismo sobre el sentido de las solemnidades, y no se sirve de un maestro humano para aprender, sino que aprende de Dios, si puede percibir la voz de Dios. Pero el que no es así, sino que (es) inferior, aprende de aquel que aprende de Dios. Por tanto, hay una doble explicación de la disposición sobre las solemnidades. Una, por la que iluminada por el Espíritu, la inteligencia profética, por así decirlo, es instruida sobre lo que aprende más por la mirada de la mente que por el sonido de la voz, por la cual conoce la verdad misma y no la sombra (cf. Sb 10,1) o la imagen de la verdad. Pero los que no pueden captar la claridad misma de Dios, ni ven todo el fulgor aplicando la penetración atenta del espíritu, escuchan la interpretación de las solemnidades en segundo término de quienes las aprendieron en primer lugar. Y cuando a aquellos se les dio la capacidad de ver la verdad misma de las cosas, a estos la sola audición les transmite la sombra de la verdad. Consciente de este misterio el Apóstol decía sobre los judíos: “Sirven a una sombra y a una copia de las realidades celestiales” (Hb 8,5). Porque se escribe que Moisés vio esas mismas realidades celestiales, y transmitió en cambio al pueblo tipos e imágenes de las que había visto. Así, en efecto, se lo dijo la palabra divina: “Mira, dice (la Escritura), y haz todo según el modelo que te fue mostrado en la montaña” (Ex 25,40; cf. Hb 8,5). Por tanto, tal es lo que ahora fue leído: que Dios habló sobre las solemnidades a Moisés (cf. Lv 23,1 ss.). Y después de esto dice: “Y Moisés habló de los días solemnes del Señor Dios a los hijos de Israel” (Lv 23,44). 

Lo que dice el texto de la Sagrada Escritura

Pero pasando sobre esto veamos qué enseñanza recibe Moisés después de aquello. En primer lugar, sobre la lámpara, el candelabro y el aceite que se vierte (cf. Lv 24,1 ss.); en segundo término, sobre la mesa y los panes de la proposición, de su número y quiénes deben comerlos (cf. Lv 25,5 ss.). Por consiguiente, apliquemos nuestro espíritu diligentemente a esto que ha sido escrito y supliquemos que se nos conceda la gracia del Señor para penetrarlo, para que reconozcamos en la letra que leemos cuál sea la voluntad del Espíritu. “Ordena, dice, a los hijos de Israel que te lleven el aceite, extraído de olivos puros, para la luz, para que siempre arda la lámpara fuera del velo en el tabernáculo del testimonio; y que Aarón y sus hijos la enciendan desde el atardecer hasta la mañana delante del Señor continuamente: rito legítimo perpetuo para sus descendientes. Sobre el candelabro puro encenderán lámparas ante el Señor hasta la mañana” (Lv 24,1-4). Habla de un candelabro puro, ordena que las lámparas sean encendidas por el pontífice y prescribe que su luz sea mantenida por el aceite que dará el pueblo. Y por eso si el pueblo no diera el aceite, sin duda se extinguiría la lámpara y no habría luz en el santuario. Según la letra, entonces, tenemos esta secuencia: el pueblo aporta el aceite puro extraído de olivos, para que por él se mantenga la luz de la lámpara; y Aarón encenderá las lámparas desde el atardecer hasta la mañana (cf. Lv 24,3), manteniendo con la materia del aceite, que aporta el pueblo, el sustento de la luz.

Jesucristo, luz que iluminó el orbe

2. Pero puesto que “la Ley es espiritual” (cf. Rm 7,11), pidamos al Señor, si nos hemos convertido al Señor, que nos quite el velo de la lectura del Antiguo Testamento (cf. 2 Co 3,14-16), para que podamos advertir cuál sea la razón del candelabro y de sus lámparas según el sentido espiritual. Antes de la venida de mi Señor Jesucristo el sol no salía sobre el pueblo de Israel, sino que este utilizaba la luz de una lámpara. Porque una lámpara era entre ellos la palabra de la Ley y la palabra profética, encerradas dentro de angostas paredes no podían derramar la luz sobre el orbe de la tierra. Dentro de Judea, en efecto, estaba encerrado el conocimiento de Dios, como también lo dice el profeta: “Dios es conocido en Judea” (Sal 75 [76],1). Pero cuando salió el “Sol de justicia” (cf. Ml 4,2 [3,20 LXX]), apareció nuestro Señor y Salvador, y nació el hombre sobre quien está escrito: “He aquí el hombre, Oriente es su nombre” (cf. Za 6,12), por todo el mundo se difundió la luz del conocimiento de Dios. Por consiguiente, la palabra de la Ley y la palabra profética eran lámpara ardiente, pero que ardía dentro del templo, no podía difundir su esplendor fuera de él.