OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (398)

El fariseo y el publicano

Hacia 1266

Evangeliario

Cambrai, Francia

 

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico

Homilía X: Sobre el ayuno que se hace en el día de la propiciación; y sobre el chivo que se manda al desierto (cf. Lv 16,10)

Necesitamos comprender lo que leemos

1. Nosotros que ciertamente somos de la Iglesia, a justo título recibimos a Moisés y leemos sus escritos pensando que él es un profeta, y que escribió, por revelación de Dios[1], con signos, figuras y formas alegóricas los futuros misterios, que mostramos cumplidos en su tiempo. Pero si no se admite ese sentido en él, ya sea uno de entre los judíos, o también uno de entre nosotros, no se puede enseñar que él sea un profeta. ¿Cómo, en efecto, probará que es un profeta aquel cuyos escritos son comunes, sin ningún conocimiento de las realidades futuras y sin ningún contenido de los misterios ocultos? Y de esta forma quien así piense, a ese lector lo reprende la palabra divina y (le) dice: “¿Crees que comprendes lo que lees?” (Hch 8,30).

La Ley es la sombra de las realidades futuras 

Por consiguiente, la Ley y todas las realidades que están en la Ley, según la sentencia del Apóstol: “Son impuestas hasta el tiempo de la corrección” (cf. Hb 9,10); y esos cuyo arte es hacer imágenes de bronce y fundir estatuas, antes de producir la obra verdadera en plata o en bronce, primero modelan una maqueta de la futura imagen en arcilla. Esa maqueta es ciertamente necesaria, pero hasta que quede terminada la obra principal. Mas cuando se termina la obra para la cual se modeló la maqueta de arcilla, ya no se buscará usarla más. Comprende que también es lo mismo para las realidades futuras que, en tipo (cf. 1 Co 10,11) y en figura, están escritas o realizadas en la Ley o en los profetas. Porque vino el mismo artífice y autor de todas las cosas y “la Ley, que tenía la sombra de los bienes futuros, la ha transformado en la imagen misma de las realidades” (cf. Hb 10,1). Pero si acaso lo que decimos te parece difícil de probar, examina (nuestras afirmaciones) una por una.

El verdadero templo, el auténtico pontífice y el genuino sacrificio

Existió antes Jerusalén, esa gran ciudad real, donde se había construido un templo famosísimo para Dios. Pero después que vino Aquel que era el verdadero templo de Dios y decía sobre el templo de su cuerpo: “Destruyan este templo” (Jn 2,19), y que comenzó a abrir los misterios celestiales de la Jerusalén celestial (cf. Hb 12,22), fue destruida aquella (ciudad) terrena, cuando apareció la celestial, y en ese templo no quedó piedra sobre piedra (cf. Mt 24,2), desde que la carne de Cristo fue constituida el verdadero templo de Dios. Había antes un pontífice que purificaba al pueblo con la sangre de toros y chivos (cf. Hb 10,4); pero después que vino el verdadero Pontífice, que santificó a los creyentes con su sangre (cf. Hb 13,12), en ninguna parte existe ese primer pontífice, ni lugar alguno le quedó. Había antes un altar y se celebraban sacrificios; pero desde que vino el verdadero Cordero, que se ofreció a sí mismo como víctima (cf. Ef 5,2), todos aquellos (sacrificios), que habían sido puestos por un tiempo, cesaron.

Sentido espiritual de la desaparición del culto veterotestamentario

Por tanto, ¿no te parece que según la figura que pusimos más arriba, hay como formas que fueron hechas de arcilla por las cuales se expresan las imágenes de la verdad? Y por eso la economía divina también procuró que aquella misma ciudad, el templo y todas las demás cosas de ella fueran igualmente destruidas; no sucediera que quien todavía es “párvulo y lactante en la fe” (cf. Hb 5,13; Rm 14,1), si las viera subsistir, atónito y asombrado ante el ritual de los sacrificios, ante el orden los ministros, fuera seducido por la visión de las diversas formas. Pero Dios, previendo nuestra enfermedad y queriendo multiplicar a su Iglesia, hizo que todas aquellas cosas fueran destruidas y desaparecieran por completo, para que sin ninguna tardanza, desaparecidas estas, creyéramos que son verdaderas aquellas cuyo tipo se prefiguraba en ellas.



[1] Lit.: y Dios revelándose a sí mismo (et Deo sibi revelante).