OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (397)

La viuda y el juez

1900

New York, USA

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico

Homilía IX: Sobre los sacrificios de propiciación, los dos cabritos y el ingreso del pontífice en el Santo de los santos

Por su sangre Cristo nos reconcilió con el Padre

10. La palabra divina dice: “Pondrá el incienso sobre el fuego en presencia del Señor, y la nube del incienso cubrirá el propiciatorio, que está sobre los testimonios (cf. Ex 25,16), y no morirá. Tomará la sangre del ternero y asperjará con su dedo por encima del propiciatorio del lado de oriente” (Lv 16,13-14). El rito de propiciación por los hombres, que entre los ancianos se hacía ante Dios, se enseña cómo debe celebrarse. Pero tú que has venido hacia Cristo, Pontífice verdadero, que por su sangre te ha hecho propicio a Dios y te reconcilió con el Padre (cf. Rm 5,11), no te detengas en la sangre de la carne, sino aprende más bien (a conocer) la sangre del Verbo y oye lo que Él mismo te dice: “Esta es mi sangre que será derramada por ustedes para la remisión de los pecados” (Mt 26,28). Quien está imbuido en los misterios conoce la carne y la sangre del Verbo. Por tanto, no nos detengamos en eso que es conocido por los sabios y no puede ser descubierto por los ignorantes.

Del Oriente viene nuestra salvación

Que la aspersión se haga hacia el oriente (cf. Lv 16,14), no lo consideres ocioso. Desde el oriente te viene la propiciación; porque de allí es el hombre cuyo nombre es Oriente (cf. Za 6,12), que ha sido hecho el mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2,5). Por consiguiente esto es para ti una invitación a que mires siempre hacia Oriente (cf. Ba 4,36), donde nace para ti el Sol de justicia (cf. Ml 3,20 [4,2: LXX]), donde nace para ti la luz: para que nunca camines en tinieblas (cf. Jn 12,35), y para que el último día no te abrace en las tinieblas; para que la noche y la oscuridad de la ignorancia no te sorprendan, sino que siempre te muevas con la luz de la ciencia, siempre tengas el (gran) día de la fe, siempre obtengas la luz de la caridad y de la paz.

Llamados a ser como ángeles e hijos del Altísimo 

11. Después de esto agrega la Escritura: “Y no habrá, dice, ningún hombre cuando ingrese el pontífice detrás del velo interior en el tabernáculo del testimonio” (cf. Lv 16,17). ¿Cómo no habrá ningún hombre? Yo lo entiendo así: quien pueda seguir a Cristo, penetrar con él en el interior del tabernáculo y subir a lo excelso de los cielos, ya no será hombre, sino que según su misma palabra será “como los ángeles de Dios” (cf. Mt 22,30). Y tal vez se cumplirá en él aquella palabra que el mismo Señor dijo: “Yo dije: todos serán dioses e hijos del Altísimo” (Sal 81 [82],6). Por tanto, quien deviene espiritual o se hace un espíritu con el Señor, o por la gloria de la resurrección pasa al orden de los ángeles, exactamente ya no será más hombre; pero cada uno responde de sí mismo, de modo que o bien exceda el nombre de hombre, o bien sea colocado dentro de la condición así llamada.

Elige la vida

Porque si, hecho hombre desde el principio (cf. Mc 10,6) hubiera observado aquello que le dice la Escritura: “He aquí que pongo ante tus ojos la muerte y la vida, elige la vida” (cf. Dt 30,15), si esto hubiera hecho, sin duda jamás el género humano hubiera sido humillado por la condición mortal. Pero como abandonó la vida, siguió la muerte, y fue hecho hombre; y no sólo hombre, sino también tierra, por lo cual se dice que volverá a la tierra (cf. Gn 3,19). Busco, sin embargo, cuál sea esta muerte de la que se dice: “La puse ante tus ojos” (cf. Dt 30,15). Porque no se dudará que por la vida Dios se designa a sí mismo, que afirma: “Yo soy la verdad y la vida” (Jn 14,6). ¿Cuál es, entonces, esta muerte contraria a la vida, que Dios pone ante nuestros ojos? Pienso que se trata de aquella sobre la cual dice Pablo: “El último enemigo que será destruido (es) la muerte” (1 Co 15,26). Por consiguiente, este enemigo es el diablo, el primero que ciertamente es puesto ante nuestros ojos, pero el último en ser destruido. Pero fue puesto ante nuestros ojos no para que lo siguiéramos, sino para que lo evitáramos. Por donde también pienso que el alma humana no puede ser llamada ni mortal, ni inmortal. Pero si toca la vida, por la participación en la vida será inmortal, porque la muerte no sobreviene sobre la vida; en cambio, si se aparta de la vida, tendrá participación en la muerte, se hace a sí misma mortal. Y por eso dice el profeta: “El alma que peca, ésa morirá” (Ez 18,4); aunque no pensamos que su muerte afecta a la entera sustancia, pero por eso mismo que es extraña y apartada de Dios, que es la vida verdadera, hay que creer que la muerte existe.

Jesucristo destruirá nuestro último enemigo, la muerte

Por tanto, “ninguna relación existe entre la justicia y la iniquidad, ninguna sociedad entre la luz y las tinieblas, ninguna consonancia entre Cristo y Belial” (2 Co 6,14-15). Si elegimos la vida, siempre viviremos, “la muerte no nos dominará” (cf. Rm 6,9), y se cumplirá en nosotros la palabra del Señor que dice: “Quien cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25). Por consiguiente, elijamos la vida, elijamos la luz, para que “caminemos de día honestamente” (cf. Rm 13,13), para que también nosotros siguiendo a Jesús detrás del velo del tabernáculo interior ya no seamos como hombres mortales, sino como ángeles inmortales, cuando nuestro Señor Jesucristo “destruya nuestro último enemigo, la muerte” (cf. 1 Co 15,26), Él que es “camino, verdad y vida” (cf. Jn 14,6), “a quien sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (cf. 1 P 4,11; Ap 1,6).