OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (396)

Cristo cura a diez leprosos, y uno regresa a agradecerle
 
Hacia 1030-1050
 
Evangeliario
 
Echternach, Luxemburgo

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico

Homilía IX: Sobre los sacrificios de propiciación, los dos cabritos y el ingreso del pontífice en el Santo de los santos

Las dos habitaciones dentro del tabernáculo

9. El pontífice, entonces, “toma un incensario lleno de carbones ardientes del altar que está ante el Señor, llena su mano con una mezcla de incienso fino y lo lleva al interior del velo” (Lv 16,12). Comprendamos primero lo que designa la historia y después busquemos cuál sea el sentido espiritual.

Hay dos habitaciones[1] en el tabernáculo del testimonio o en el templo del Señor. En la primera está el altar de los holocaustos (cf. Ex 29,25), en la que arde un fuego perpetuo; en dicha habitación sólo pueden estar presentes los sacerdotes para celebrar los ritos y los ministerios de los sacrificios, y ni a los levitas ni a ninguna otra persona se les permite el acceso. Pero la segunda habitación es interior, separada de la otra solamente por un velo. Detrás de ese velo están ubicados el arca del testimonio, el propiciatorio, sobre el cual están colocados los dos Querubines, y el altar del incienso (cf. Ex 26,33. 34; 25,18; 30,6). En esta habitación una vez por año (cf. Ex 30,10; Lv 16,34), quienquiera que sea el sumo pontífice, después de haber ofrecido las víctimas propiciatorias, sobre las que hablamos más arriba (cf. Hom. IX,3), ingresa teniendo las dos manos ocupadas, una con el incensario con los carbones, la otra con la mezcla de incienso (cf. Lv 16,12), para que una vez que haya entrado, puesto en seguida el incienso sobre los carbones, el humo ascienda y llene toda la habitación, a fin de que la nube de incienso vele la vista de las cosas santas que el ingreso del pontífice había revelado (cf. Lv 16,13).

Interpretación espiritual de las dos habitaciones

Si están patentes ante ti las antiguas costumbres de los sacrificios, veamos también qué contienen según la interpretación mística. Oíste que había dos habitaciones, una casi visible y abierta a los sacerdotes, la otra como invisible e inaccesible, a excepción solamente del pontífice, los demás estaban afuera. Esa primera habitación pienso que se puede comprender como esta Iglesia en la cual ahora estamos establecidos en la carne, en la cual los sacerdotes sirven en “el altar de los holocaustos” (cf. Ex 29,25), en la que está encendido aquel fuego sobre el cual dijo Jesús: “¡Fuego he venido a traer a la tierra, y cómo querría que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). Y no quiero que te asombres que esa habitación esté abierta sólo a los sacerdotes. Porque todos los que han sido ungidos con el ungüento del sagrado crisma han sido constituidos[2] sacerdotes, como lo dice Pedro a toda la Iglesia: “Ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa” (1 P 2,9). Por tanto, (ustedes) son una raza sacerdotal y por eso accedieron a las realidades santas[3].

Sentido espiritual del ofrecimiento de un holocausto en el altar de Dios

Pero también cada uno de nosotros tiene en sí su holocausto, y enciende el altar de su holocausto para que arda siempre. Si yo renuncio a todo lo que poseo (cf. Lc 14,33), tomo mi cruz y sigo a Cristo (cf. Mc 8,34), ofrezco un holocausto en el altar de Dios; o “si entrego mi cuerpo para que arda, teniendo caridad” (cf. 1 Co 13,3) y consigo la gloria del martirio, me ofrezco en holocausto en el altar de Dios. Si amo a mis hermanos, hasta “dar mi vida por mis hermanos” (cf. 1 Jn 3,16), si “combato hasta la muerte por la justicia y la verdad” (Si 4,28), ofrezco un holocausto en el altar de Dios. Si hago morir mis miembros a toda concupiscencia de la carne (cf. Col 3,5), si el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo (cf. Ga 6,14), ofrezco un holocausto en el altar de Dios y me hago a mí mismo sacerdote de mi víctima.

El santuario interior

Por tanto, este es el modo en que se ejerce el sacerdocio y se ofrecen las víctimas en la primera habitación; y de esta habitación sale el pontífice revestido de vestimentas santificadas e ingresa en el interior del velo, como ya se estableció antes (cf. Hom. IX,2) con las palabras dichas por Pablo: “No en un santuario hecho por mano (humana), sino que Jesús penetró en el cielo mismo, dice, y apareció ante el rostro de Dios en nuestro favor” (Hb 9,24). El lugar del cielo, por consiguiente, y el trono mismo de Dios designan la figura y la imagen del santuario[4] interior.

Permanecer cerca del fuego de la palabra de Dios

Pero considera el orden admirable de los sacramentos. El pontífice ingresando en el Santo de los santos lleva consigo el fuego de ese altar y toma el incienso de esa habitación. Pero también las vestimentas de las que está revestido las recibe en ese lugar. ¿Piensas que mi Señor, el verdadero Pontífice, se dignará recibir de mí una parte de la mezcla de incienso fino para llevarla consigo al Padre? ¿Piensas que encontrará en mi algún pequeño fuego y mi holocausto ardiente, para que se digne “llenar con esos carbones su incensario” (cf. Lv 16,12), y con ellos ofrecer a Dios Padre “un olor de suavidad” (cf. Lv 17,6)? Dichoso aquel en quien encuentre sus carbones del holocausto tan vivos y tan ardientes que los juzgue dignos de ser colocados sobre el altar del incienso (cf. Lv 4,7). Dichoso aquel en cuyo corazón se encuentre un pensamiento[5] tan sutil, tan fino y tan espiritual, y compuesto con una suavidad tan diversa de las virtudes, que se digne llenar sus manos con él y ofrecerle a Dios Padre el suave olor de su inteligencia. Por el contrario, infeliz el alma en la cual se extingue el fuego de la fe y se enfría el calor de la caridad. Cuando el Pontífice celestial viene a nosotros busca carbones encendidos y ardientes, sobre los cuales ofrecer el incienso al Padre, (pero) encuentra en el alma[6] unas miserables cenizas y brasas frías. Tales son todos los que se apartan y se alejan de la palabra de Dios, no sea que oyendo las palabras divinas sean inflamados por la fe, ardan de caridad, sean abrasados por la misericordia.

Dejarse encender por la palabra de Dios

¿Quieres que te muestre de qué modo el fuego sale de las palabras del Espíritu Santo e inflama el corazón de los creyentes? Escucha a David que en el salmo dice: “La palabra del Señor inflama mi corazón” (Sal 118 [119],140). Y también en el Evangelio está escrito que Cleofás, después que el Señor le habló, dijo: “¿Acaso no ardía nuestro corazón dentro nuestro cuando nos abría las Escrituras?” (Lc 24,18. 32). Por consiguiente, ¿a ti de dónde te vendrá el ardor? ¿Dónde encontrar en ti los carbones ardientes, (tú) que nunca has sido abrasado por la palabra del Señor, nunca inflamado por las palabras del Espíritu Santo? Escucha también al mismo David diciendo: “Mi corazón está ardiendo dentro de mí, y en mi meditación un fuego se enciende” (Sal 38 [39],4). ¿De dónde te viene el calor? ¿Por dónde se enciende el fuego en ti que nunca meditas en las palabras divinas; antes bien, lo que es más desgraciado, te enciendes con los espectáculos del circo, te inflamas con las carreras de caballos, con la lucha de los atletas? Pero este fuego no es el del altar del Señor, sino ese que es llamado “fuego profano”, y oíste poco antes (cf. Hom. IX,1) que quienes “ofrecen un fuego profano ante el Señor serán exterminados” (cf. Lv 16,1). Ardes cuando la cólera te llena y cuando te inflama el furor; algunas veces también eres consumido por el amor carnal y arrojado al incendio de una pasión muy vergonzosa. Pero todo este fuego profano es asimismo contrario a Dios, quien lo enciende sin duda padecerá la suerte de Nadab y Abihú (cf. Lv 10,1-2).



[1] O: iglesia, santuario, templo (aedes).

[2] Lit.: hechos (effecti sunt).

[3] O: al santuario (ad sancta).

[4] O: habitación (aedes).

[5] Sensus: entendimiento, capacidad, inteligencia.

[6] Lit.: in ea.