OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (388)

La Dormición de la Virgen María

Siglos XIV-XV

Liturgia de las Horas

Poblet, España

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico

Homilía IX: Sobre los sacrificios de propiciación, los dos cabritos y el ingreso del pontífice en el Santo de los santos

Sobre los sacrificios de propiciación y los dos chivos, de los cuales (al echar) la suerte uno será para el Señor y el otro expiatorio[1], que es enviado al desierto; sobre el ingreso del pontífice al Santo de los santos (cf. Lv 16,30. 8. 10. 2 ss.).

El día de propiciación

1. Un día de propiciación es necesario para todos los que han pecado, y por eso entre la solemnidades de la Ley, que contienen figuras de los misterios celestiales, hay una solemnidad que es llamada día de propiciación. Por consiguiente, lo que ahora se nos ha leído es la legislación de esa misma solemnidad, que, como dijimos, es denominada día de propiciación. Pero primero veamos cuál sea el contenido de la letra misma, para que por sus oraciones, si es que suplican a Dios para que merezcamos ser oídos, podamos recibir la gracia del Espíritu, que nos dé fuerza para explicar los misterios que se contienen en la Ley.

El santuario interior

“Murieron los dos hijos de Aarón, Nadab y Abiud, cuando ofrecieron un fuego profano delante del altar del Señor” (cf. Lv 16,1). Era necesario que Aarón fuera instruido por una doctrina celestial de qué modo debía acceder al altar, y sobre el rito de las súplicas por las que hacía propicio a Dios, para no incurrir él también en lo que habían incurrido sus hijos, accediendo al altar de Dios incauta e inconvenientemente, ofreciendo un fuego profano y no aquel que había sido dado por Dios. Por ello, entonces, sobre esto declara la Ley: «Y el Señor habló a Moisés, después que murieron los dos hijos de Aarón, cuando ofrecieron fuego profano ante el Señor y murieron. Y dijo el Señor a Moisés: “Habla a Aarón tu hermano, para que no entre a toda hora en el santuario interior, que está detrás del velo, delante del propiciatorio que está sobre el arca del testimonio, y no morirá”» (Lv 16,1. 2). 

“Raza elegida, real, sacerdotal, nación santa, pueblo adquirido” 

Por lo cual se muestra que si se entra a toda hora en el santuario, sin estar preparado, sin estar revestido con las vestimentas pontificales, sin preparar las víctimas que están establecidas y sin hacer primero propicio a Dios, se morirá. Y sin duda con razón: porque no hizo lo que convenía hacer antes de acceder al altar del Señor. A todos nosotros estas palabras nos conciernen, a todos nosotros nos atañe lo que aquí dice la Ley; porque nos ordena que sepamos de qué modo debemos acceder al altar de Dios. En efecto, sobre el altar ofrecemos nuestras oraciones a Dios, y para que sepamos de qué forma debemos ofrecer, es claro que debemos deponer las vestimentas manchadas (cf. Za 3,4), que son las impurezas de la carne, los vicios de las costumbres, las suciedades de las pasiones. ¿O ignoras que también a ti, esto es a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes, le es dado el sacerdocio? Oye de qué modo Pedro habla sobre los fieles: “Raza elegida, real, sacerdotal, nación santa, pueblo adquirido” (1 P 2,9; cf. Ex 19,5-6; Is 43,20-21). Por consiguiente, tienes un sacerdocio porque eres raza sacerdotal, y por eso “debes ofrecer a Dios un sacrificio de alabanza” (cf. Hb 13,15), un sacrificio de oraciones, un sacrificio de misericordia, un sacrificio de pureza, un sacrificio de justicia, un sacrificio de santidad. Pero para que ofrezcas dignamente necesitas vestimentas puras, distintas de las ropas comunes del resto de los hombres y debes tener el fugo divino, no uno ajeno a Dios, sino aquel que fue dado a los hombres por Dios, sobre el cual dice el Hijo de Dios: “He venido a traer fuego a la tierra, y cómo querría que estuviera ardiendo” (Lc 12,49). Porque si se utiliza no éste sino un fuego contrario, el de aquel que se transfigura en ángel de luz (cf. 2 Co 11,14), sin duda se padecerá lo mismo que padecieron Nadab y Abiud. Por tanto, el mandato divino ordena instruir a Aarón de “no entrar a toda hora en el santuario” (cf. Lv 16,2), ante el altar, sino cuando primero haya cumplido lo que se le manda, para que no muera.



[1] El vocablo utilizado es: apopompaei, transliteración de apopompaîos (apopompé).