OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (383)

Un grupo de los 72 discípulos

Siglos X-XI

Menologio (o Martirologio) de Basilio II

Constantinopla

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico

Homilía VIII: Sobre la mujer que concibe y da a luz. Sobre la lepra y su purificación

Primera especie de lepra: las heridas del alma

En las heridas corporales[1], después que han sido curadas, permanece algunas veces un signo de esa misma herida, que es llamado cicatriz. Porque es raro que se cure de tal modo que no se vea permanecer ningún indicio de la herida recibida. Pasa ahora de esta sombra de la Ley a su verdad y considera de qué modo el alma, que ha recibido la herida del pecado, aún cuando esté curada, sin embargo tiene una cicatriz que permanece en el lugar de la herida (cf. Lv 13,19). Esta cicatriz es vista no sólo por Dios, sino también por aquellos que recibieron de Él la gracia por la cual pueden ver claramente las enfermedades del alma, y discernir cuál es el alma que ha sido curada de tal forma que ha desaparecido[2] toda clase de vestigio de la herida padecida; y cuál la que ciertamente ha sido curada, pero lleva todavía los indicios de la antigua enfermedad en ese vestigio mismo de la cicatriz.

El testimonio del profeta Isaías

Que hay heridas en el alma, lo enseña Isaías diciendo: “Desde los pies hasta la cabeza no hay herida, ni magulladura, ni llaga con inflamación” (Is 1,6), hablando sobre los delitos, esto sin duda, del pueblo; porque hay algunos a los que todavía puede aplicarse el medicamento del ungüento. En cambio, otros son pecadores en tal forma que en estos no se puede usar una curación, el mismo profeta lo indica de este modo: “No hay, dice, ungüento para aplicar, ni aceite, ni vendas” (Is 1,6).

Testimonio del profeta Jeremías

Pero que la aflicción y la enfermedad del dolor para la corrección se imponen al alma para su curación, lo enseña Jeremías diciendo: «Así dice el Señor: “Envié aflicción, tu enfermedad con dolor, no hay quien juzgue tu causa, con dolor ha sido curada, nada de valor hay en ti. Todos tus amigos se han olvidado de ti, ya no preguntan por ti; porque te he golpeado con enfermedad de enemigo, con fuerte corrección, por toda tu iniquidad, por tus pecados se han multiplicado. ¿Por qué gritas de dolor? Violento es tu dolor, porque han prevalecido la multitud de tus iniquidades, tus pecados, y te hicieron esto. Por eso, todos los que te devoran serán devorados y todos tus enemigos devorarán sus carnes; y estarán en la aflicción los que te afligían; y a todos los que desbastaban los entregaré a la depredación; porque haré volver tu salud; y te haré volver de dolor de tu herida, dice el Señor”» (Jr 30 [37 LXX],12-17). Recuerda diligentemente las palabras que oyes del profeta sobre las heridas, las cicatrices y los tumores. Puesto que nos serán necesarias para la exposición de las cicatrices o heridas u otros (males) de este género, que se recuerdan en el examen de la lepra.

Segundo testimonio del profeta Jeremías

Sin embargo, todavía agreguemos que también en otro lugar el mismo profeta Jeremías, sobre las heridas y curaciones del alma en las que, con todo, quedan los vestigios de la herida después de terminada la cicatrización, dice estas palabras: “He aquí que yo conduciré su cicatrización, y también los curaré y les manifestaré la paz y la fidelidad; y cambiaré la cautividad de Judá y la cautividad de Jerusalén” (Jr 40 [33 LXX],6-7). Por tanto, si aprendimos suficientemente del profeta sobre las heridas y cicatrices del alma, los cuidados y las curaciones que Dios como médico introduce, ahora considera aquella alma sobre la cual dice Dios: “Yo conduje la cicatrización”. Después de las heridas, sin duda, conduce la cicatrización. “Y los sanaré, y les manifestaré la paz y la fidelidad” (Jr 33 [40 LXX],6). Por consiguiente, si después del conocimiento y de la medicina de Dios, si después de la manifestación de la paz y la fe que recibimos de Cristo, de nuevo aparece[3]en esa cicatriz algún indicio del pecado precedente, o se renueva un signo cualquiera del antiguo error, entonces “se produce en la piel de nuestro cuerpo un contagio de la lepra” (cf. Lv 13,2); que debe examinar el pontífice, según lo explica el legislador.



[1] Baehrens inserta el siguiente fragmento griego: «Porque como en los traumas corporales después de la terapia (queda) algo: la huella de la herida sufrida, así también en el alma pecadora, aunque curada, queda como una cicatriz que puede ser vista por Dios y por ésos que de Dios han recibido poder verla. Por ello hay que esforzarse en hacer desaparecer todas las huellas de los traumas, consiguiendo la perfecta curación de las heridas. Dice Isaías: “Desde los pies hasta la cabeza ni herida, ni contusión, ni cicatriz inflamada” (Is 1,6). En efecto, incluso sobre algunas heridas se aplica como un emplasto, (pero) no sobre los muy pecadores, y por eso dice el profeta: “No hay que ponerles ungüento, ni aceite, ni vendas” (Is 1,6). Sobre la aflicción y el dolor de la herida del alma, y la curación con esfuerzo en una disciplina firme hasta la completa curación y cicatrización de las heridas, dice Jeremías: “Así habla el Señor: ‘Incurable es la herida, el dolor de tu enfermedad’ (Jr 37 [30 LXX],12-13)”, y lo que sigue hasta: “De las heridas dolorosas te libraré, dice el Señor” (Jr 37 [30 LXX],17). Aquila y Símaco así interpretan este último (pasaje): “Te concedo la cicatrización”. De nuevo, también Jeremías, según la versión de los Setenta, dice: “He aquí que yo traigo la cicatrización y la curación, los sanaré y les mostraré la paz y la fidelidad. Traeré de regreso a los deportados de Judá y de Jerusalén” (Jr 33 [40 LXX],6-7). Sin embargo, cuando, a continuación, la cicatriz sigue teniendo la señal de los pecados como antes, es claro que difícilmente puede ser vista la culminación de la curación, sino que (aparece) la llamada erupción de mancha brillante, que “se hace en la piel del cuerpo, la llaga de la lepra” (cf. Lv 13,2). Y esto se determina según la Ley» (Origenes Werke…, pp. 402-404; cf. Procopio de Gaza, Comentario al Levítico, 13,2; PG 87,733).

[2] Lit.: echado, arrojado de sí (abicio).

[3] Lit.: asciende (adscendat).