OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (347)

Jesús cura al hombre ciego

Siglo X

Evangeliario

Codex Egberti

Reichenau, Alemania

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Levítico

Homilía II: Sobre el rito de los sacrificios

Las ofrendas del hombre

2. Y en primer lugar, quisiera ver en qué difieren esas ofrendas que prescribe[1] (la Escritura): para el hombre, para el alma, para el pontífice, para la comunidad, para un alma del pueblo de la tierra (cf. Lv 1,2; 2,1; 4,3. 13. 22. 27).

Creo que por hombre se debe comprender al que hecho “a imagen y semejanza” (cf. Gn 1,26) de Dios, vive racionalmente. Éste, entonces, ofrece a Dios un ternero cuando vence la soberbia de la carne; una oveja, cuando corrige sus movimientos irracionales y necios; un cabrito, cuando domina la lascivia. Ofrece también un par de tórtolas cuando no está solo, sino que une su alma al Verbo de Dios como a su verdadero esposo, al igual que de esta especie de aves se dice que mantienen una unión fiel y casta. Asimismo ofrece dos pichones de paloma (cf. Lv 1,5. 10. 14) cuando comprende en qué (sentido) misterioso se dice: “Los ojos de la esposa como palomas junto a las corrientes de agua, y su cuello como el de la tórtola” (cf. Ct 5,12; 1,10). Por tanto, estas son, según lo expusimos antes (hom. I,5), las ofrendas del hombre.

Las ofrendas del alma

Al alma se le imponen ofrendas muy inferiores. Esta alma no tiene ni ternero, ni oveja, ni cabrito para ofrecer a Dios; ni tampoco encuentra un par de tórtolas o dos pichones de palomas. Sólo tiene flor de harina, de la cual ofrece panes ázimos (cocidos) al horno, o de la misma (harina) un pan[2] (cocido) en la sartén, o amasado con aceite (y cocido) en la parrilla (cf. Lv 2,4 ss.). De donde, me parece, que la que es llamada alma, debe entenderse de aquel hombre que Pablo denomina “hombre animal” (cf. 1 Co 2,14); quien incluso si no está cargado de pecados ni inclinado a los vicios, sin embargo, no tiene en sí nada de espiritual que simbolice[3] la carne del Verbo de Dios. Así, el mismo apóstol Pablo dice sobre éste: “El hombre animal no percibe lo que (es) del Espíritu de Dios. Porque es una locura para él y no puede comprender, puesto que (no) discierne espiritualmente[4]. Pero el espiritual lo juzga todo” (1 Co 2,14-15). Por tanto, éste que es llamado alma no puede ofrecer todo, porque no puede juzgar todo; sino que sólo ofrece flor de harina y panes ácimos, es decir, esta vida común, dedicada, por ejemplo, a la agricultura, o a la navegación, o a otras ocupaciones de la vida ordinaria. Sin embargo, éste también presenta una ofrenda a Dios, aunque se diga que sólo ofrece flor de harina rociada con aceite. Porque toda alma necesita el aceite de la divina misericordia, y nadie puede escapar la presente vida si está privado del aceite de la misericordia celestial.

Las ofrendas de las primicias

En segundo lugar, está mandada la ofrenda de “las primicias” (cf. Lv 2,14), de los primeros frutos de la tierra. Si lo recuerdan bien, la Ley ordena hacerla el día de Pentecostés (cf. Ex 23,16; Dt 16,9 ss.). En ese día sin duda “la sombra” (cf. Hb 10,1) les fue dada (a los judíos), pero la verdad fue reservada para nosotros. Porque en el día de Pentecostés, (después) de las ofrendas del sacrificio de las oraciones, la Iglesia de los apóstoles recibió las primicias: la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 2,4). Y fueron verdaderamente (ofrendas) recientes, porque era algo nuevo; de donde también les decían que (estaban) “llenos de mosto” (cf. Hch 2,13). “Cocidos al fuego”: puesto que lenguas de fuego se posaron sobre cada uno (cf. Hch 2,3). “Y partidos al medio”, porque se los parte al medio cuando se separa la letra del espíritu. “Y bien purificados” (cf. Lv 2,14), porque la presencia del Espíritu Santo purifica todas las manchas concediendo la remisión de los pecados. Y también sobre este sacrificio se derrama el aceite de la misericordia y el incienso de la suavidad, por el cual nos hacemos “el buen olor de Cristo” (cf. 2 Co 2,15).

Los sacrificios de salvación

Después de esto, se habla de los sacrificios de salvación en los que se ofrecen animales, bovinos o caprinos u ovinos (cf. Lv 3,1 ss.); y con nada se los sustituye para la inmolación, tampoco con aves, que más arriba en la presentación de las ofrendas podían sustituirlos. Porque ofrecer estas víctimas de salvación, sin duda, ya es ser consciente de su salvación; y por eso quien llega a la salvación es necesario que presente (ofrendas) grandes y perfectas. Así también lo dice el Apóstol: “El alimento sólido es de los perfectos” (Hb 5,14).

Los sacrificios por los pecados del alma

Después el ordenamiento dispone las víctimas a ofrecer en los sacrificios por los pecados, y por segunda vez se afirma: «El Señor dijo a Moisés: “Cualquier alma que pecare delante del Señor sin quererlo”» (Lv 4,1-2). Rectamente dice alma cuando habla del pecado, porque no se puede llamar espíritu a aquel del que se dice que va a pecar; pero tampoco se llama hombre al que, por la intervención del pecado, ha perdido la imagen de Dios[5] (cf. Gn 1,26). Por tanto, no es el espíritu el que peca: “Porque el fruto del Espíritu, como lo describe el Apóstol, es caridad, gozo, paz, paciencia” (Ga 5,22), y otras (virtudes) semejantes, que también se denominan “frutos de la vida”. En seguida también dice en otro lugar: “Quien siembra en la carne, de la carne recoge corrupción; y quien siembra en el espíritu, del espíritu recoge la vida eterna” (Ga 6,8). Por tanto, uno es el que siembra y otro el que es sembrado, puesto que se siembra o en la carne, cuando se peca, de donde se recoge la corrupción; o en el espíritu, cuando se vive según Dios, de donde se recoge la vida eterna; resulta evidente que es el alma la que siembra o en la carne o en el espíritu, y que es ella la que puede lanzarse al pecado o convertirse del pecado. Porque el cuerpo la sigue en cualquier cosa que ella elija; y el espíritu es su guía hacia la virtud, si ella quiere seguirle.



[1] Lit.: dicit.

[2] Opus factum.

[3] Figuraliter… reputentur.

[4] Lit.: porque se discierne espiritualmente (quia spiritaliter diiudicatur).

[5] Lit.: en modo alguno permanece la imagen de Dios (nequaquam imago Dei… constaret).