OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (337)

La Última Cena

1197

Biblia de Pamplona

Navarra, España

Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo 

Homilía XII: Sobre el rostro de Moisés glorificado y el velo que ponía sobre su cara (continuación)

Lectio divina: aprender y suplicar

4. Sin embargo, hay que volver a examinar el pensamiento del santo Apóstol, y considerar lo que tenía ante la vista[1], cuando dijo: “Pero si uno se convierte al Señor, será removido el velo” (2 Co 3,16), añadiendo: “El Señor es Espíritu” (2 Co 3,17), por lo que parece explicar qué es el Señor. ¿Quién ignora que el Señor es Espíritu? ¿Pero acaso trataba en este pasaje sobre la naturaleza o sustancia del Señor para decir que el Señor es Espíritu? Por tanto, examinemos con cuidado para que no sólo cuando se lee a Moisés, sino que también cuando se lee a Pablo, (no) haya “un velo puesto sobre (nuestro) corazón” (cf. 2 Co 3,15). Y (es) manifiesto que si escuchamos negligentemente; si no consagramos ningún esfuerzo para aprender y comprender, no sólo la Escritura de la Ley y de los profetas, sino también la de los apóstoles y la de los Evangelios, está cubierta para nosotros con un gran velo. Yo temo que por exceso de negligencia y por (nuestra) estupidez de corazón, los libros divinos estén para nosotros no sólo velados, sino también sellados, para que “si se pone en la mano de un hombre que no conoce las letras un libro para que lo lea, diga que no sabe leer; (y) si se pone en la mano de un hombre que conoce las letras, diga que está sellado” (cf. Is 29,12. 11). Por donde se muestra que no sólo debemos aplicarnos con esfuerzo para aprender las Sagradas letras, sino incluso suplicar al Señor y rogar con insistencia, “día y noche” (cf. Jos 1,8), para que venga el Cordero “de la tribu de Judá” (cf. Ap 5,5), y Él mismo, tomando “el libro sellado” (cf. Jr 39 [32],11), se digne abrirlo. Porque Él mismo es quien, abriendo las Escrituras, encendió los corazones de los discípulos, para que así dijeran: “¿Acaso no ardía nuestro corazón dentro de nosotros, cuando nos abría las Escrituras?” (Lc 24,32). Que Él mismo, por tanto, se digne también ahora abrirnos qué es lo que ha inspirado a su Apóstol para que dijera: “Pero el Señor es Espíritu; donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Co 3,17).

El paso de la esclavitud a la libertad es convertirse al Señor

En cuanto a mi, por lo poco que puedo entender a causa de la pequeñez de mi inteligencia, creo que el Verbo de Dios, según lo que es conveniente para los oyentes, como a menudo ya lo dijimos, es llamado unas veces camino, otras Verdad, otras Vida, otras Resurrección (cf. Jn 14,6; 11,25), otras veces es llamado también Carne (cf. Jn 1,14) y otras Espíritu (cf. 2 Co 3,17). Puesto que, aunque recibió verdaderamente de la Virgen la sustancia de la carne, en la que padeció en la cruz y en la que inauguró la resurrección, no obstante el Apóstol dice en un pasaje: “Aunque hayamos conocido a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así” (2 Co 5,16). Por consiguiente, también ahora su palabra estimula a los oyentes a una inteligencia más sutil y espiritual, y quiere que ellos no entiendan la Ley de manera carnal, por eso dice que quien quiere que sea removido el velo de su corazón, “se convierta al Señor” (cf. 2 Co 3,16), no al Señor como carne, porque es cierto que “el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14), sino al Señor como Espíritu. Puesto que si se convierte al Señor como Espíritu, pasará de las cosas carnales a las espirituales, y pasará de la esclavitud a la libertad; porque “donde está el Espíritu del Señor, allí (está) la libertad” (2 Co 3,17).

Cristo, Sabiduría de Dios

Y para que resulte todavía más evidente lo que se nos dice, examinemos también otros pensamientos del Apóstol. A los que él había considerado incapaces (les) dice: “No he intentado entre ustedes saber otra cosa, sino a Jesucristo y éste crucificado” (1 Co 2,2). A éstos no les decía que “el Señor es Espíritu” (cf. 2 Co 3,17), ni les decía que Cristo es la Sabiduría de Dios, porque no podían reconocer a Cristo como Sabiduría, sino en cuanto había sido crucificado (cf. 1 Co 1,21. 23). En cambio, a otros les decía: “Hablamos entre los perfectos de la sabiduría, pero no una sabiduría de este mundo, ni la de los príncipes de este mundo, que serán destruidos, sino que hablamos de una sabiduría de Dios escondida en el misterio” (1 Co 2,6-7), éstos no tenían necesidad de recibir la Palabra de Dios en cuanto “hecha carne” (cf. Jn 1,14), sino en cuanto “Sabiduría escondida en el misterio” (cf. 1 Co 2,7). Así, por tanto, en este lugar, a los que son llamados (a pasar) de la inteligencia carnal a la inteligencia espiritual, se les dice: “El Señor es Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí (está) la libertad” (2 Co 3,17). Y para mostrar que él ya ha llegado a la libertad del conocimiento, y que ha salido de la esclavitud del velo, añade esto y dice: “Pero todos nosotros, sin velo en el rostro, reflejamos la gloria del Señor” (2 Co 3,17. 18).

Estamos llamados a la libertad de las hijas e hijos de Dios

Por tanto, si también nosotros suplicamos al Señor que se digne quitarnos el velo de nuestro corazón, podemos obtener la inteligencia espiritual, aunque (sólo) si nos convertimos al Señor y buscamos la libertad del conocimiento. ¿Pero cómo podemos encontrar la libertad (nosotros) que servimos al mundo, que servimos al dinero, que servimos a los deseos de la carne? Yo a mí mismo me corrijo; yo a mí mismo me juzgo; yo (me) acuso de mis culpas; los que escuchan vean lo que deben pensar de sí mismos. Yo entre tanto digo que, mientras soy esclavo de estas cosas, no me he convertido al Señor, ni he conseguido la libertad mientras me tengan atado tales negocios y preocupaciones. Soy esclavo de los negocios y preocupaciones que me tienen atado; sé, en efecto, que está escrito que “cada uno, de aquel que lo ha vencido, de ese también se ha hecho esclavo” (2 P 2,19). Aunque no me venza el amor del dinero, aunque no me ate el cuidado de las posesiones y de las riquezas, sin embargo, estoy deseoso de alabanza y busco la gloria humana, dependo de las rostros y de las palabras de los hombres: qué piensa aquél sobre mi, qué estima me concede[2], de no disgustarlo, de si le agrado. Mientras busco estas cosas, soy un esclavo de ellas. Pero yo querría obrar por lo menos de tal modo que pudiese ser libre, que pudiese ser absuelto del yugo de esta vergonzosa esclavitud y llegar a la libertad según la admonición del Apóstol que dice: “Están llamados a la libertad, no se hagan esclavos de los hombres” (Ga 5,13; 1 Co 7,23). ¿Pero quién me dará esta manumisión? ¿Quién me liberará de esta vergonzosa esclavitud, sino Aquel que dijo: “Si el Hijo los libera, serán verdaderamente libres?” (Jn 8,36). Porque no obstante sé que el siervo no puede recibir el don de la libertad si no sirve fielmente, si no ama al Señor. Por tanto, también nosotros sirvamos fielmente y “amemos con todo el corazón, con toda el alma y con toda nuestra fuerza al Señor Dios nuestro” (cf. Mc 12,30; Mt 22,37; Lc 10,27; Dt 6,5), para que merezcamos recibir el don de la libertad por Cristo Jesús, su Hijo, nuestro Señor; “a quien sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (cf. 1 P 4,11).



[1] Más ampliamente puede traducirse: “lo que tenía en el espíritu” (quid ei visum sit).

[2] Quomodo me ille habeat. Lit.: de qué modo aquel me tiene.