OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (325)

Pentecostés

1064

Evangeliario

Jerusalén

Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo

Homilía VIII: Sobre el inicio del Decálogo (continuación)

Adorar y dar culto sólo al único Dios

4. Pero (el texto) agrega y dice: “No las adorarás ni les darás culto[1]” (Ex 20,5).

Una cosa es dar culto, otra adorar. Alguien también puede algunas veces adorar contra su voluntad, como quienes adulan a los reyes, cuando los ven entregados a devociones de ese género, fingiendo adorar a los ídolos, aunque en su corazón tengan la certeza de que el ídolo es nada; pero dar culto es abandonarse a ellos con todo afecto y devoción. La Palabra divina prohíbe ambas cosas: no debes dar culto con devoción ni tampoco adorar en apariencia. Con todo, sepamos que cuando decides guardar lo que manda el precepto, y repudiar todos los demás dioses y señores y, excepto al único Dios y Señor, a nadie tener por dios o señor, esto es declarar a todos los demás una guerra sin cuartel.

Por tanto, cuando venimos a la gracia del bautismo, renunciando a todos los otros dioses y señores, confesamos un solo Dios, Padre, Hijo y Espiritu Santo (cf. Mt 28,19). Pero, confesando esto, a no ser que amemos al Señor Dios nuestro con todo el corazón y con todo el alma y nos adhiramos a Él con toda nuestra fuerza (cf. Mc 12,30; Dt 6,5), no devenimos la porción del Señor (cf. Dt 32,9), sino que quedamos colocados como en una especie de frontera, y sufrimos los agravios de aquellos de los que huimos, y al Señor, en quien buscamos refugio, no lo encontramos propicio, (porque) no[2] le amamos con un corazón total e íntegro (cf. Mc 12,30). Y por eso llora por nosotros el profeta, a quienes ve fluctuar de ese modo en la inconstancia, y dice: “¡Ay de los espíritus dobles!” (cf. Si 2,12), y de nuevo: “¿Hasta cuándo cojearán con sus dos rodillas?” (1 R 18,21). Pero también el apóstol Santiago dice: “El hombre con espíritu doble es inconstante en todos sus caminos” (St 1,8). Por tanto, somos nosotros los que no seguimos a nuestro Señor con una fe íntegra y perfecta, y nos desviamos hacia dioses extraños (o: extranjeros), como puestos en medio de una frontera[3], y somos maltratados por ellos como fugitivos y, como inestables e indecisos, no somos defendidos por nuestro Señor.

Abandonar a los amantes, enemigos del alma, y olvidarlos por completo

¿O no es esto lo que los profetas se representan espiritualmente acerca de los amantes de Jerusalén, cuando dicen: “Tus mismos amantes se han vuelto tus enemigos?” (Lm 1,2).

Por tanto, comprende que también han sido muchos los amantes de tu alma, que se han deleitado con su belleza, con los cuales se ha prostituido. Sobre los cuales incluso decía: “Iré detrás de mis amantes, que me dan mi vino y mi aceite” (cf. Os 2,5), y lo restante. Pero ya llega aquel momento en que dirá: “Volveré a mi primer marido, porque entonces me iba mejor que ahora” (cf. Os 2,7). Tú has vuelto, entonces, a tu primer marido (y) has ofendido sin duda a tus amantes, con los que habías cometido adulterio. Por ende, ahora, a no ser que permanezcas con tu marido con una fe total, te unas a él con un amor total, por causa de los muchos crímenes que cometiste, si fueses negligente, le resultarán sospechosos todos tus movimientos, también tus miradas, incluso tu modo de caminar[4]. Desde ahora nada lascivo puede ver en ti, nada disoluto y voluptuoso (lit.: pródigo). Por poco que desvíes los ojos de tu marido, en seguida necesariamente recordarás los anteriores (cf. Qo 1,11). En consecuencia, para que puedas destruir el pasado y pueda en adelante tenerse confianza en ti, no sólo no has de hacer nada impúdico, sino ni siquiera pensarlo. Porque mira lo que está escrito: «Cuando, dice, el espíritu inmundo ha salido del hombre, marcha por lugares áridos, busca el reposo y no lo encuentra. Y entonces dice: “Volveré a mi casa de donde salí”. Y si al volver la encuentra vacía, limpia y adornada, se va y trae consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando en aquella casa, habita en ella. Y el último (estado) de aquel hombre será peor que el primero[5]» (Mt 12,43-45; Lc 11,24-26).

Nuestra alma ha sido purificada por Cristo

Si prestamos atención a estas (palabras)[6], ¿cómo podemos dar lugar siquiera a una mínima negligencia? Porque el espíritu inmundo ha habitado en nosotros antes de creer, antes de haber venido a Cristo, cuando todavía, como dije antes, nuestra alma fornicaba lejos de Dios y estaba con sus amantes, los demonios. Pero después de haber dicho: “Volveré a mi primer marido” (cf. Os 2,7) y de haber venido a Cristo que desde el principio la creó a su imagen (cf. Gn 1,27), (es) necesario que el espíritu adúltero deje el lugar, tan pronto[7] como ve al legítimo marido. Hemos sido, por tanto, acogidos por Cristo, ha sido purificada nuestra casa de sus pecados pasados, y ha sido adornada (cf. Lc 11,25) con los adornos de los sacramentos de los fieles, que conocen quienes han sido iniciados. Pero esta casa no merece tener inmediatamente a Cristo como habitante, a no ser que su vida y su conducta[8] sean santas, puras, incontaminadas, para merecer ser el templo de Dios (cf. 2 Co 6,16). Porque no debe ser sólo la casa, sino el templo en el que Dios habite. Por tanto, si es negligente con la gracia recibida y se implica en los negocios seculares, inmediatamente aquel espíritu inmundo vuelve y reivindica para sí la casa vacía. Y para que no se le pueda expulsar de nuevo, “trae consigo siete espíritus peores, Y el último (estado) de aquel hombre será peor que el primero” (cf. Lc 11, 26), puesto que el alma, una vez que se ha prostituido, no vuelva a su primer marido, es más tolerable, que, si de regreso, después de su confesión, se hace de nuevo infiel a su marido.

Por ende, no hay ninguna alianza, como dice el Apóstol, entre el templo de Dios y los ídolos, ninguna conformidad entre Cristo y Belial (cf. 2 Co 6,15-16). Si somos de Dios, debemos ser tales que se realice aquello que Dios dice de nosotros: “Habitaré en ellos y caminaré, y ellos serán mi pueblo” (2 Co 6,16), y como dice el profeta en otro lugar: “Salgan de en medio de ellos y sepárense, dice el Señor, los que llevan los vasos del Señor. Salgan y no toquen nada impuro, y yo los recibiré y seré para ustedes un padre, y ustedes serán para mí hijos e hijas, dice el Señor omnipotente” (2 Co 6,17-18; Is 52,11). Por eso dice: “No habrá para ti otros dioses fuera de mí, ni te harás ídolos ni ninguna imagen de lo que hay en el cielo, en la tierra y en las aguas; ni las adorarás ni les darás culto” (Ex 20,3-5). 

Un Dios celoso

5. “Porque yo soy el Señor, Dios tuyo, un Dios celoso” (Ex 20,5). Mira la benignidad de Dios, cómo, para enseñarnos y hacernos perfectos, no rechaza la debilidad misma de las pasiones humanas. Porque ¿quién, al oír “un Dios celoso” no se admirará al momento y pensará en un vicio de la fragilidad humana? Pero Dios hace y sufre todo por nosotros y, para que podamos ser enseñados, habla de pasiones que nos son conocidas y familiares. Veamos, por tanto, qué es esto que dice: “Soy un Dios celoso”.

Un ejemplo humano para comprender una realidad espiritual: el alma infiel

Pero para poder contemplar más fácilmente las cosas divinas, instruyámonos por ejemplos humanos, como discurrimos más arriba. Toda mujer, o bien está sometida al marido y sujeta a las leyes del marido, o bien es una meretriz y usa de la libertad para pecar. Por tanto, quien se acerca a una meretriz, sabe que se acerca a una mujer que se ha prostituido y se ofrece a los deseos de todos; y por eso no puede indignarse, si ve con ella también a otros amantes. Al contrario, el que usa de un matrimonio legítimo, no tolera que su mujer use del poder de pecar, sino que se inflama de celo para conservar la castidad del matrimonio, para poder llegar a ser, gracias a ella, un padre legítimo.

En consecuencia, comprendamos por este ejemplo a toda alma; que o puede haberse prostituido a los demonios y tener muchos amantes, de modo que tan pronto entra en ella el espíritu de la fornicación como, al salir éste, entra el espíritu de avaricia, después de éste, viene el espíritu de soberbia, después el de la ira, después el de la envidia, después el de la vanagloria y con ellos muchos otros. Todos ellos fornican con el alma infiel, de modo que uno no tiene envidia del otro ni tienen celos unos de otros. ¿Digo que uno no excluye al otro? Aún más se invitan mutuamente y se convocan espontáneamente, como ya hemos dicho poco antes con lo que está escrito en el Evangelio sobre aquel espíritu, que “salió del hombre, y al regreso, trajo consigo siete espíritus peores que él, para habitar conjuntamente en una sola alma” (cf. Lc 11,24-26). Así, por tanto, el alma que se prostituye a los demonios no padece ninguna celotipia de sus amantes.

Otro ejemplo humano: el alma fiel al único esposo

O, si por el contario, está unida al legitimo marido -aquel hombre con el que Pablo une en matrimonio y asocia las almas-, como él mismo dice: “Porque he dispuesto presentarlos a un único esposo, Cristo, como una casta virgen” (2 Co 11,2), y de quien en los Evangelios está escrito: “Cierto rey hizo nupcias para su hijo” (cf. Mt 22,2); entonces cuando el alma se ha entregado a las nupcias con este hombre y ha establecido con él un matrimonio legítimo, aunque haya sido pecadora, aunque se haya prostituido, no obstante, desde el momento en que se ha entregado a este hombre, él no soporta que ella vuelva a pecar. No puede soportar que el alma, que el marido se ha elegido, vuelva a divertirse con los adúlteros. Se despiertan sobre ella sus celos, defiende la castidad de la unión.

Dios es celoso: no quiere que pequemos

Y se llama Dios celoso (Ex 20,5) porque no soporta que el alma que se ha entregado a Él se mezcle con los demonios. Además, si ve que ella viola las leyes del matrimonio y que busca ocasiones de pecar, entonces, como está escrito, le da un libelo de repudio y la despide diciendo: “¿Dónde está el libelo de repudio de la madre de ustedes, a la que yo despedí?”. A lo que también añade y dice: “He aquí que por sus pecados han sido vendidos, y por sus iniquidades he despedido a la madre de ustedes” (Is 50,1). El que así habla es celoso y dice esto movido por los celos; porque después de haberle conocido, después de la iluminación de la palabra divina, después de la gracia del bautismo, después de la confesión de la fe, y de un matrimonio confirmado con tantos y tan grandes misterios (lit.: sacramentos), no quiere que pequemos más; no soporta que el alma, de la que se llama esposo o marido, juegue con los demonios, se entregue a la deshonestidad[9] con los espíritus inmundos, se revuelque con los vicios e inmundicias; lo cual, incluso si por casualidad infelizmente alguna vez sucede, que al menos se convierta, que vuelva y haga penitencia.

El Señor nos ama, y por eso nos corrige

Porque ésta es una nueva forma de su bondad, la de recibir, incluso después del adulterio, al alma que, sin embargo, vuelve y se arrepiente de todo corazón; como también Él mismo dice por el profeta: “¿Acaso si una mujer ha abandonado a su marido y ha dormido con otro hombre puede volver a su marido? ¿Acaso no está totalmente contaminada[10]? ¡Pero tú has fornicado con muchos pastores y volverás a mi!” (Jr 3,1). En otro lugar dice también: «Y después de haber (tú) fornicado con todos ellos, dije: “Vuelve a mí”; pero ni siquiera así ha vuelto, dice el Señor» (Jr 3,7. 6). Por tanto, si este Dios celoso busca y desea que tu alma se una a Él, si te preserva del pecado, si te corrige, si te castiga, si se indigna, si se irrita y te muestra algo semejante a los celos, reconoce que hay para ti esperanza de salvación. Pero si, castigado, no te arrepientes; corregido, no te enmiendas; azotado, le desprecias, ten en cuenta que, si llegas a tal grado de pecado, sus celos se apartarán de ti y se te dirá aquello que se dijo a Jerusalén por el profeta Ezequiel: “Por eso mis celos se apartarán de ti, y no me irritaré contra ti” (Ez 16,42).

La misericordia compasiva de nuestro Dios 

Mira la misericordia y la compasión del buen Dios. Cuando quiere tener misericordia, dice que se indigna y se irrita, como dice por Jeremías: “Por el dolor y por el látigo serás castigada, Jerusalén, para que mi alma no se aleje de ti (Jr 6,7-8). Si comprendes esto, la voz de Dios es compasiva cuando se irrita, cuando tiene celos, cuando aplica dolores y azotes. “Porque flagela a todo hijo que recibe” (Hb 12,6). ¿Quieres oír la terrible voz de Dios indignado? Escucha lo que dice por el profeta: cuando enumera los múltiples crímenes que ha cometido el pueblo, también añade esto: “Y por eso, dice, no visitaré a sus hijas cuando se prostituyan, ni a sus doncellas cuando cometan adulterio” (Os 4,14). Esto es terrible, esto (es) extremo, cuando ya no se (nos) reprende por los pecados, cuando ya no se (nos) corrige por los delitos. Entonces, en efecto, cuando sobrepasamos la medida en el pecado, el Dios celoso aleja de nosotros sus celos, como dije antes: “Mis celos se apartarán de ti y no me irritaré más contra ti” (Ez 16,42). Esto por lo que se refiere a la palabra: “Dios celoso” (Ex 20,5).



[1] Colo: también puede traducirse por honrar, venerar.

[2] Lit.: a quien...

[3] O de forma más libre: “por así decirlo en plena zona de frontera”.

[4] Incessus.

[5] Et erunt novissima hominis illius peiora prioribus.

[6] Haec si advertamus.

[7] Ubi: cf. MACCHI, op. cit., p. 635.

[8] Conversatio.

[9] Scortari: darse a la deshonestidad, vivir deshonestamente, en la prostitución.

[10] Nonne contaminatione contaminabitur?