OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (320)

Jesucristo resucitado se aparece a los apóstoles

Hacia 1684

Evangeliario

Egipto

Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo

Homilía VI: Sobre el cántico que cantaron Moisés con el pueblo y María con las mujeres (continuación)

“Nadie hay semejante al Señor”

5. “¿Quién, dice (la Escritura), como Tú, Señor, entre los dioses? ¿Quién como Tú? Glorioso en santidad, admirable en majestad, que haces prodigios” (Ex 15,11).

La expresión “¿Quién como Tú entre los dioses?” no compara a Dios con los ídolos de los pueblos, ni con los demonios, que se arrogan para sí mismos el falso nombre de dioses, sino que llama dioses a aquellos que son llamados dioses por gracia y participación de Dios. Sobre ellos en otro lugar dice también la Escritura: “Yo dije: son dioses” (Sal 81 [82],6), y de nuevo: “Dios se levanta en la asamblea de los dioses” (Sal 81 [82],1). Pero estos, aunque sean capaces de Dios y se vea que se les dio este nombre por gracia, sin embargo, ninguno de ellos se encuentra que (sea) semejante a Dios en poder o en naturaleza. Y aunque el apóstol Juan diga: “Hijitos, todavía no sabemos lo que seremos; pero cuando se nos revele -esto lo dice sobre el Señor- seremos semejantes a Él” (1 Jn 3,2), con todo, esta semejanza no se refiere a la naturaleza, sino a la gracia. Es como si dijéramos, por ejemplo, que una pintura es semejante a aquel cuya imagen se ve reproducida en la pintura; en cuanto al parecido de la belleza se dice similar, en lo que concierne a la sustancia, es bien distinta. Porque una cosa es el aspecto de la carne y la belleza de un cuerpo vivo, otra es el adorno de colores y de cera superpuestos a tablas carentes de conciencia. Por tanto, nadie hay semejante al Señor entre los dioses; nadie invisible, nadie incorpóreo, nadie inmutable, nadie sin principio ni fin, nadie que sea creador de todas las cosas a no ser el Padre, con el Hijo y el Espíritu Santo.

Nuestro Señor nos ha conducido al reino de los cielos

6. “Extendiste tu diestra, y los devoró la tierra” (Ex 15,12)

También hoy ciertamente la tierra devora a los impíos. ¿O no te parece que la tierra devora a aquel que siempre piensa en la tierra, que siempre hace actos terrenos, que habla de la tierra (cf. Flp 3,19), discute sobre la tierra, desea la tierra y pone toda su esperanza en la tierra; el que no mira al cielo, el que no piensa en lo futuro, el que no teme al juicio de Dios ni desea los bienes que Él promete, sino que siempre piensa en lo presente y suspira por lo terreno? Cuando veas a uno semejante, se ha de decir que lo ha tragado la tierra. Pero también si ves a alguno entregado a la lujuria de la carne y a las voluptuosidades del cuerpo, en el que el espíritu no tiene ninguna fuerza, sino que todo lo ha conquistado la pasión de la carne, se ha de decir también sobre éste que lo ha tragado la tierra.

Todavía me impresiona lo que dice: “Extendiste tu diestra, y los devoró la tierra”, como si la causa de que fueran devorados por la tierra, fuese que Dios extendió su diestra. Si consideras cómo el Señor, exaltado en la cruz, “todo el día extendió sus manos a un pueblo no creyente y rebelde” (cf. Is 65,2), y cómo la muerte ha castigado, por el crimen cometido, al pueblo infiel que clamaba: “Crucifícale, crucifícale” (Lc 23,21), encontrarás evidente de que modo extendió su diestra y los devoró la tierra. Sin embargo, no hay que desesperar del todo. Puesto que es posible que, si se arrepiente fuertemente el que ha sido devorado, pueda ser vomitado de nuevo, como Jonás (cf. Jon 2,11).

Pero también pienso que hasta el momento la tierra nos retenía a todos nosotros devorados en las profundidades del infierno; y por eso nuestro Señor descendió no sólo hasta la tierra, sino también “a las regiones inferiores de la tierra” (cf. Ef 4,9); y allí nos encontró devorados y “sentados a la sombra de la muerte” (cf. Lc 1,79), y sacándonos de allí nos prepara, no ya un lugar en la tierra, para que no seamos de nuevo devorados, sino un lugar en el reino de los cielos.

“La esperanza de los bienes futuros”

7. “Has guiado con tu justicia a este pueblo tuyo, que has liberado. Lo has consolado con tu poder en tu descanso santo” (Ex 15,13). El Señor guía en la justicia a su pueblo, al que “ha liberado por el baño de la regeneración” (cf. Tt 3,5); lo consuela también con la consolación del Espíritu Santo por su fuerza y en su descanso Puesto que la esperanza de los bienes futuros procura el descanso para los que trabajan; como también la esperanza de la corona mitiga el dolor de las heridas de los que están en la lucha[1].

La turbación de los pueblos

8. “Lo oyeron los gentiles (o: los pueblos) y se han airado, se apoderó el dolor de los habitantes de Filistea. Entonces se apresuraron los jefes de Edom y los príncipes de los moabitas, les agarró un temblor. Languidecieron todos los habitantes de Canaán” (Ex 15,14-15).

Por lo que pertenece a la historia, consta que ninguno de estos pueblos tuvo parte en las maravillas que se realizaron. Por tanto, ¿cómo podrá ser que han sido aterrorizados por un temblor, o que se han apresurado, como dice, o que se airaron los filisteos, los moabitas y Edom y las otros pueblos que enumera?

Sentido espiritual del pasaje

Pero si volvemos a la inteligencia espiritual, encontrarás que los filisteos, esto es, los pueblos que caen, y Edom, que significa, terreno, tiemblan y que todos sus jefes corren de acá para allá y temen, constreñidos por los dolores, cuando ven sus reinos, que están en el infierno, invadidos por “el que descendió a las regiones inferiores de la tierra” (cf. Ef 4,9), para librar a los que estaban poseídos por la muerte. A éstos los agarró un temor y un temblor, porque sintieron “la grandeza de su brazo” (cf. Ex 15,16. 15). Por eso también “languidecen todos los habitantes de Canaán” (Ex 15,1), que significan mudables y móviles, cuando ven que sus reinos son conmovidos, “que es atado el fuerte y sus bienes robados” (cf. Mt 12,29). “Que vengan, entonces, sobre ellos el temor y el temblor de la grandeza de tu brazo” (Ex 15,16). ¿Qué temen los demonios? ¿Por qué tiemblan? Sin duda, a la cruz de Cristo, en la que “han sido vencidos, en la que han sido despojados sus principados y potestades” (cf. Col 2,15). Por tanto, “el temor y el temblor caen sobre ellos”, cuando ven el signo de la cruz fielmente fijado en nosotros, y la grandeza de aquel brazo que el Señor extendió en la cruz, como dice: “Todo el día he extendido mis manos a un pueblo no creyente y rebelde contra mi” (Is 65,2). Por consiguiente, no te temerán, ni llegará a ellos el miedo de ti, a no ser que vean en ti la cruz de Cristo, a no ser que también tú puedas decir: “Lejos de mí el gloriarme si no es en la cruz de mi Señor Jesucristo, por la que el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Ga 6,14).

¿Qué significa “volverse como piedra”?

9. “Vuélvanse como piedra, Señor, hasta que pase tu pueblo; hasta que pase este pueblo tuyo que te has adquirido” (Ex 15,16).

“Volverse como piedra” no es ser piedra por naturaleza; porque no se cambia sino en lo que no era. Decimos esto por aquellos que dicen que el faraón o los egipcios eran de mala naturaleza, y que no fueron conducidos a eso por el ejercicio de su libre arbitrio; pero también por aquellos que acusan como cruel a Dios Creador, porque transforma los hombres en piedras. Éstos, por tanto, antes de blasfemar, consideren con sumo cuidado lo que está escrito. Porque no dice: “Vuélvanse como piedra” y nada más, sino que se establece el tiempo, y se determina la medida de la condenación. Dice, en efecto: “Hasta que pase tu pueblo”, lo que quiere decir que después del paso del pueblo (ya) no son como piedras.

Creo que en esta (expresión) se esconde algo de profecía. Porque veo que el primer pueblo, el que existió antes que nosotros, fue hecho como piedra, duro e incrédulo; pero no como para permanecer en la naturaleza de la piedra por siempre, sino “mientras pasa este pueblo que te has adquirido”; puesto que “la ceguera ha alcanzado sólo en parte a Israel -al (Israel) según la carne- “hasta que entre la plenitud de las naciones” (Rm 11,25). Por tanto, cuando haya entrado la plenitud de las naciones, entonces también todo Israel, que por la dureza de su incredulidad había sido hecho como piedra, será salvado (cf. Rm 11,26). ¿Y quieres ver cómo será salvado? “Poderoso es Dios, dice, para suscitar hijos de Abraham de estas piedras” (Mt 3,9). Por consiguiente, ahora permanecen piedras, “hasta que pase tu pueblo, Señor, este pueblo tuyo que te has adquirido” (cf. Ex 15,16).

Jesucristo nos ha rescatado de la dominación de “un dueño extraño”

Pero si el mismo Señor es Creador de todas las cosas, hay que ver en qué sentido se dice que se ha adquirido lo que sin ninguna duda es suyo -se dice también en otro cántico del Deuteronomio: ¿No es Éste tu Dios, que te hizo, te creó y te ha adquirido?” (Dt 32,6)-; porque parece que uno adquiere lo que no es suyo. Por eso, entonces, los herejes (= Marcionitas) también dicen, sobre el Salvador, que no eran suyos los que adquirió; porque, pagando el precio, habría comprado a los hombres que había hecho el Creador. Y es seguro, dicen, que cada uno compra aquello que no es suyo; así, el Apóstol dice: “Han sido comprados a buen precio” (1 Co 7,23). Pero escucha lo que dice el profeta: “Se han vendido a sus pecados, y por sus iniquidades he repudiado a su madre” (Is 50,1). Ves, por tanto, que todos somos ciertamente criaturas de Dios, pero que cada uno es vendido a sus pecados, y se aleja del propio Creador por sus iniquidades. Por consiguiente somos de Dios, puesto que hemos sido creados por Él; pero hemos llegado a ser siervos del diablo, porque nos hemos vendido a nuestros pecados. Pero viniendo, “Cristo nos ha redimido” (Ga 3,13), mientras que nosotros servimos a aquel señor a quien nos hemos vendido pecando. Y así parece que recibe como suyos a los que había creado, adquiriendo como si fuesen extranjeros a los que, al pecar, se habían buscado un dueño extraño.

Cristo nos redime con su preciosa sangre

Pero quizá se dice rectamente que Cristo nos ha redimido (o: rescatado), Él, que dio su sangre en precio por nosotros. ¿También ha dado el diablo algo semejante para comprarnos? Entonces, si te parece, escucha. El homicidio es dinero del diablo; porque “él es homicida desde el principio” (cf. Jn 8,44). ¿Has cometido un homicidio?: has recibido dinero del diablo. El adulterio es dinero del diablo; en efecto, el adulterio tiene en sí mismo “la imagen y la inscripción” (cf. Mt 22,20) del diablo. ¿Has cometido adulterio?: has recibido monedas del diablo. El robo, el falso testimonio, el pillaje, la violencia... todas estas cosas son los bienes (o: el censo) y el tesoro del diablo; porque semejante moneda procede de su cuño. Por consiguiente, con esa moneda paga él a los que compra, y hace siervos suyos a todos los que de ese modo han recibido algo de esos bienes por poco que sea. Verdaderamente yo temo que el diablo, sin saberlo nosotros, compre ocultamente a algunos de los que están en la Iglesia, algunos de los que están aquí presentes; e incluso que dé a algunos de nosotros esa moneda que hemos mencionado antes, que se los lleve y los vuelva a hacer suyos, y que de nuevo escriba para ellos tablas de esclavitud y un quirógrafo de pecado (cf. Col 2,14), y mezcle con los servidores de Dios a los que ha hecho siervos suyos por el pecado. Porque él suele mezclar el trigo con la cizaña, porque es enemigo del hombre (cf. Mt 13,25. 28). Y, sin embargo, si alguno, engañado, ha aceptado ese dinero del diablo, no desespere completamente, puesto que es “misericordioso y compasivo el Señor” (cf. Sal 110 [111],4), y “no quiere la muerte de su criatura, sino que se convierta y viva” (cf. Ez 33,11). Que borre lo que ha aceptado con la penitencia, con el llanto, con la reparación (o: satisfacción). Porque dice el profeta: “Cuando, una vez convertido llores, serás salvado” (cf. Is 45,22). Nos hemos detenido un poco más con la intención de exponer en qué sentido se puede decir que Dios adquiere aquello que ya era suyo y que Cristo redime con su sangre preciosa (cf, 1 P 1,19) a aquellos que el diablo había comprado con el vil salario del pecado.
 

[1] In agone positis.