OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (316)

Crucifixión

Hacia 1420-1430

Misal

Austria

Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo

Homilía IV: Las diez plagas que azotaron a Egipto

Interpretación alegórica de las plagas enviadas contra Egipto. El agua que se convierte en sangre

En cuanto a las aguas del río que se convirtieron en sangre, (es) fácil de adaptar convenientemente. En primer lugar, porque este río al que habían entregado con una muerte cruel a los hijos de los hebreos, debía devolver una copa de sangre a los autores del crimen, y para que bebiendo gustaran la sangre del abismo contaminado, que ellos habían manchado con un crimen parricida.

Entonces, después, para que nada falte a las reglas de la alegoría, las aguas se convierten en sangre (cf. Ex 7,20), y se da a beber a Egipto su (propia) sangre. Las aguas de Egipto son las doctrinas erróneas y engañosas de los filósofos; a éstas, puesto que engañaron a los pequeños de espíritu y a los niños en inteligencia, cuando la cruz de Cristo muestra la luz de la verdad a este mundo, se les exige el castigo de su crimen y la expiación de la sangre. Porque así lo dice también el mismo Señor: “Toda la sangre que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, le será reclamada a esta generación” (Mt 23,35. 36).

Las ranas

Considero que en la segunda plaga, en la que salieron las ranas (cf. Ex 8,6 [2]), están indicados figuradamente los cantos de los poetas que, con un ritmo vacío y ampuloso, como los sonidos y cantos de las ranas, introdujeron en este mundo fábulas engañosas. Porque para nada es útil este animal, sino para hacer oír su voz con gritos inmoderados e inoportunos.

Los mosquitos

Después de esto llegaron los mosquitos (cf. Ex 8,17 [13]). Este animal revolotea por los aires suspendido por sus alas; pero es tan sutil y tan menudo que escapa al alcance de los ojos que no tienen una vista muy aguda; sin embargo, puesto sobre el cuerpo, lo pica con su acerado aguijón, de modo que si no se le puede ver volar, se le siente cuando pica. Creo, por tanto, que este género de animal puede ser justamente comparado con el arte de la dialéctica, que taladra las almas con los aguijones menudos y sutiles de las palabras, y las rodea con tanta astucia (o: habilidad) que el que es engañado, no ve ni entiende por dónde le han engañado.

Los tábanos

En cuarto lugar, compararé a los tábanos (cf. Ex 8,24 [20]) con la secta de los cínicos, quienes, entre otras maldades de su engaño, también predican la voluptuosidad y el placer como el sumo bien.

Por tanto, puesto que el mundo primero ha sido engañado con cada una de estas maneras, la Palabra y la Ley de Dios lo reprenden con este género de correcciones, de modo que por la cualidad de las penas reconozca la cualidad del propio error.

Muerte de los animales

En quinto lugar, que Egipto sea azotado con la muerte de animales y ganados (cf. Ex 9,6), denuncia en esto la insensatez y la necedad de los mortales que, como animales irracionales, impusieron el culto y el nombre de Dios a figuras, no sólo de hombres, sino también de animales, impresas sobre maderas y piedras, venerando a Júpiter Ammón en el carnero, a Anubis en el perro, adorando a Apis en el toro, y a los otros que Egipto admira como portentos de los dioses; para que, en las cosas que creían un objeto de culto divino, en esas vieran suplicios deplorables (o: dignos de compasión).

Las úlceras y pústulas

Después de esto, vinieron (lit.: se produjeron) las úlceras y las pústulas ardientes en la sexta plaga (cf. Ex 9,10). Me parece a mi que en las úlceras se denuncia (o: acusa) a la maldad engañosa e infecta; en las pústulas a la soberbia hinchada y orgullosa; en los ardores la locura de la ira y del furor. Hasta aquí los castigos al mundo son establecidos por las figuras de sus errores.

Truenos, granizo y rayos

7. Después de estos castigos, vinieron de lo alto “voces”, dice (la Escritura), de trueno, sin duda, “y granizo y rayos esparciéndose en el granizo” (cf. Ex 9,23). Mira la medida de la divina corrección: no castiga con el silencio, sino que da voces y manda una doctrina del cielo, por la cual pueda reconocer su culpa el que ha sido castigado. Da también granizo, para que sean devastados los todavía tiernos brotes de los vicios. Da también rayos, sabiendo que hay “espinas y abrojos” (cf. Gn 3,18) que deben ser devorados por aquel fuego del cual dice el Señor: “He venido a traer fuego a la tierra” (cf. Lc 12,49); en efecto, por él son consumidos los incentivos de la voluptuosidad y del placer.

Las langostas

En octavo lugar, se hace mención de las langostas (cf. Ex 10,13). Pienso que en este tipo (lit.: género) de plaga se confuta la inconstancia del género humano, por sí mismo siempre en disidencias y discordancias. Porque, aunque la langosta no tiene rey, como dice la Escritura, “forma un ejército ordenado en una formación de batalla” (cf. Pr 30,27 [24,62]); pero los hombres, aunque han sido creados racionales por Dios, ni han podido gobernarse a sí mismos ordenadamente ni soportar con paciencia el gobierno de Dios (su) Rey.

Las tinieblas

La novena plaga son las tinieblas (cf. Ex 10,22), ya sea para acusarlos de la ceguedad de su espíritu, ya sea para que comprendan que las razones de la dispensación y de la providencia divina son muy oscuras. Porque “Dios puso en las tinieblas su refugio” (Sal 17 [18],11 [12]), las cuales, a los que tenían el deseo audaz y temerario de sondearlas y que pasaban de una afirmación a otra, los precipitaron en las tinieblas espesas y palpables (cf. Ex 10,21) de sus errores.

La muerte de los primogénitos: sentido místico

Por último, viene la muerte de los primogénitos, en la que hay probablemente algo que supera nuestra inteligencia, algo cometido por los egipcios contra “la Iglesia de los primogénitos, que está inscrita en los cielos” (cf. Hb 12,23). Por eso también el ángel exterminador es enviado con ese oficio: perdona sólo a aquellos que encuentre que tienen las dos jambas (o: postes) de sus puertas marcadas (o: signadas) con la sangre del cordero (cf. Ex 12,7).

Entretanto son exterminados los primogénitos de los egipcios: bien los que llamamos “principados y potestades” (cf. Col 2,15), y “rectores de este mundo de tinieblas” (cf. Ef 6,12), a los que Cristo con su llegada, se dice, ha expuesto al desprecio, esto es, los ha hecho cautivos y ha triunfado en el leño de la cruz (cf. Col 2,15); o bien los autores e inventores de las que llamamos falsas religiones que ha habido en este mundo, a las cuales la verdad de Cristo ha extinguido y destruido (junto) con sus autores. Esto por lo que se refiere al sentido místico.

Sentido moral de las plagas

8. Pero si ahora hemos de tratar también del sentido moral, diremos que cualquier alma en este mundo, si vive en los errores y en la ignorancia de la verdad, está puesta en Egipto. Si en este estado comienza a aproximársele la Ley de Dios, (para ella) las aguas se convierten en sangre, esto es, la vida cómoda y lujuriosa[1] de la juventud se convierte en la sangre del Antiguo o del Nuevo Testamento. Después, en seguida arranca de ella la estéril y vacía locuacidad, y la queja (lit.: querella) contra la providencia de Dios, similar al de las ranas. Purifica también sus malos pensamientos, y rechaza los aguijones de la malicia, similares a las picaduras de los mosquitos. Rechaza también los mordiscos de las pasiones similares a los dardos de los tábanos, y destruye en sí misma la necedad y la inteligencia similares a las de los animales, por las cuales “el hombre cuando está en la opulencia no comprende, sino que se equipara a los jumentos ignorantes y se hace semejante a ellos” (Sal 48 [49],21). Confiesa (lit.: declara) también las úlceras de sus pecados y extingue en ella el tumor de su arrogancia y el ardor de la cólera. Después de esto usa también las voces de “los hijos del trueno” (cf. Mc 3,17), esto es, las doctrinas evangélicas y apostólicas. Pero también aplica el castigo del granizo para reprimir la lujuria y los placeres. Simultáneamente, usa asimismo el fuego de la penitencia, para también decir ella misma: “¿Acaso no ardía nuestro corazón dentro de nosotros?” (Lc 24,32). No quita de ella los ejemplos de las langostas, las cuales muerden y devoran todos sus movimientos inquietos y desordenados, para aprender también ella misma lo que enseña el Apóstol: “Que todas sus cosas se hagan según un orden” (cf. 1 Co 14,40). Cuando haya sido suficientemente castigada por sus costumbres y cuando haya sido obligada a corregirse para una vida mejor, cuando haya experimentado al autor de los castigos y comience ya a confesar que “es el dedo de Dios” (cf. Ex 8,19 [15]), y haya recibido un poco de conocimiento, entonces principalmente verá las tinieblas de sus obras, entonces reconocerá la oscuridad de sus errores. Cuando haya llegado a este punto, entonces merecerá que sean exterminados en ella los primogénitos de Egipto.

Sentido moral de la muerte de los primogénitos

Creo que en esto puede comprenderse algo: en toda alma, cuando llega a un crecimiento (lit.: complemento) de la edad, y en ella como una cierta ley natural comienza a defender sus derechos, produce, sin duda, según el deseo de la carne, los primeros movimientos, los cuales son excitados por una fuerza que fomenta la concupiscencia o la ira. Por esto el profeta dice sólo de Cristo -como algo singular y no compartido con los demás hombres-: “Manteca y miel comerá; antes de decir o hacer el mal, elegirá el bien, porque, antes de que el niño conozca el bien o el mal” (Is 7,15-16), resistirá al mal para elegir lo que es bueno. Otro profeta, como hablando de sí mismo, decía: “No te acuerdes de los delitos de mi juventud y de (mi) ignorancia” (Sal 24 [25],7). Puesto que estos primeros movimientos producidos según la carne precipitan al pecado; con razón, en este sentido moral, pueden significar los primogénitos de los egipcios, los cuales son destruidos (lit.: extinguidos) si la conversión dirige el curso de la enmienda del resto de la vida. Así, por tanto, en el alma que la Ley divina, cuando la ha sacado de sus errores, castiga y corrige, también hay que entender que son destruidos los primogénitos de los egipcios, a no ser que después de todo permanezca en la infidelidad y no quiera unirse al pueblo israelita para salir del abismo y escapar incólume, sino que permanezca en la iniquidad y descienda “como plomo en las aguas caudalosas” (cf. Ex 15,10). Porque, la iniquidad, según la visión del profeta Zacarías, se sienta sobre una masa de plomo, y por eso se dice del que permanece en la iniquidad que está sumergido en el abismo como plomo (cf. Za 5,6. 7).

Ciertamente, como habíamos observado antes, algunos prodigios son realizados por Aarón, otros por Moisés, otros por el mismo Señor. Esto lo podemos entender de modo que reconozcamos que, en algunos casos, debemos ser purificados por los sacrificios de los sacerdotes y por las oraciones de los pontífices, lo que designa la persona de Aarón; en otros debemos ser corregidos por el conocimiento de la Ley divina, lo que simboliza el oficio de Moisés; pero en otros casos, que sin duda son más difíciles, necesitamos (o: tenemos necesidad) del poder del mismo Señor.

La difícil lucha contra el espíritu del mal

9. Pero no pensemos que es una observación inútil que, en primer lugar, Moisés no entra en casa del Faraón, sino que le sale al encuentro yendo hacia las aguas, pero que después entra a su casa, (y) después de esto no sólo entra sino que llega con invitación. Y considero que esto puede ser comprendido así: ya sea que haya en nosotros un combate contra el Faraón a propósito de la Palabra de Dios y de la afirmación de la religión, ya sea que intentemos librar de su poder a las almas sometidas por él y debamos luchar en la discusión, no debemos entrar inmediatamente a los puntos más extremos de las cuestiones, sino que debemos salir al encuentro del adversario, y encontrarlo junto a sus aguas; sus aguas, en efecto, son los autores de los filósofos paganos. Por tanto, allí debemos ir, en primer lugar, al encuentro de los que quieren discutir, para refutarlos y mostrarles que están en el error. Después de esto ya debemos entrar al corazón de la batalla. Porque dice el Señor: “Si antes no se le ha atado bien, no se puede entrar en su casa y robarle sus bienes” (Mt 12,29). Por tanto, primero debemos atar al fuerte y atarlo con los lazos de las cuestiones, y así introducirnos para robarle sus bienes y liberar las almas de las que se había apoderado con engaño fraudulento. Si hacemos esto a menudo y perseveramos contra él -resistiremos, como dice el Apóstol: “Estén en pie, ceñidas sus cinturas en la verdad” (Ef 6,14) y de nuevo: “Estén firmes en el Señor, y compórtense virilmente” (Flp 4,1; 1 Co 16,13)-, cuando, por tanto, nos mantengamos en pie de modo contra él, aquel artista antiguo y astuto también se fingirá vencido y cederá, a ver si por casualidad, de este modo nos encuentra más negligentes en el combate. Fingirá incluso la penitencia y nos rogará que nos apartemos de él, aunque no lejos (cf. Ex 8,28 [24]). Quiere que seamos vecinos, al menos en parte, quiere que nos marchemos no lejos de sus fronteras.

Pero nosotros, a no ser que nos marchemos lejos de él y que crucemos el mar y digamos: “Cuanto dista el oriente del ocaso, ha alejado de nosotros nuestras iniquidades” (Sal 102 [103],12), no podemos ser salvos. Por eso supliquemos a la misericordia del Señor, para que nos saque de la tierra de Egipto, del poder de las tinieblas, y que al faraón con su ejército “lo sumerja como plomo en las aguas caudalosas” (cf. Ex 15,10). Pero nosotros, liberados, con gozo y alegría cantemos un himno al Señor, porque se ha cubierto de gloria (cf. Ex 15,1), porque a Él (sean) el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (cf. Rm 16,27).



[1] No hay que descartar otra posible traducción: inconstante.