OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (310)

El evangelista san Marcos

1684

Evangeliario

Egipto

Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo

Homilía I: Los hijos de Israel en Egipto (continuación)

El rey que no conocía a José

5. «Pero surgió, dice, otro rey en Egipto, que no conocía a José. Y dijo a su pueblo: “He aquí que el pueblo de los hijos de Israel es una gran multitud, y más poderoso que nosotros”» (Ex 1,8-9).

Antes que nada quiero examinar quién es en Egipto el rey que conoce a José, y quién es el que no lo conoce. Porque mientras reinaba el que conocía a José no se refiere que fueran afligidos los hijos de Israel ni que estuviesen agotados (de trabajar) el barro y el ladrillo, ni que sus hijos fueran asesinados y sus hijas dejadas con vida (cf. Ex 1,14. 16). Pero cuando se levantó ése que no conocía a José, y comenzó a reinar, entonces se narran todas estas cosas. Por tanto, veamos quién es este rey.

Si el Señor nos conduce, y si la comprensión de nuestra mente[1], iluminada por el Señor, mantiene siempre la memoria de Cristo, haciendo aquello que el apóstol Pablo escribe a Timoteo: “Acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos” (2 Tm 2,8), nuestro espíritu -mientras recuerda estas cosas en Egipto, esto es, en nuestra carne-, posee el reino con justicia, y no cansa (con el trabajo) del barro y el ladrillo a los hijos de Israel, que antes hemos llamado sentimientos espirituales o virtudes del alma, ni los abruma con preocupaciones e inquietudes terrenas. Pero si nuestro entendimiento ha perdido la memoria de estas cosas, si se ha alejado de Dios (y) ha desconocido a Cristo, entonces la sabiduría de la carne, que es enemiga de Dios, le sucede en el reino y habla a su pueblo, las pasiones corporales, y, convocados a consejo los jefes de los vicios, se inicia la deliberación contra los hijos de Israel: cómo rodearlos, cómo oprimirlos, afligirlos con el barro y los ladrillos, de modo que abandonen a sus hijos varones, no críen más que a las niñas, para que edifiquen ciudades y fortalezas de Egipto (cf. Ex 1,9-16).

La Sagrada Escritura nos instruye y nos amonesta

Estas cosas no se nos han escrito para (hacer) historia, ni hay que pensar que los libros divinos narran las gestas de los egipcios; sino que, lo que ha sido escrito, para instruirnos y “advertirnos ha sido escrito” (cf. 1 Co 10,11), para que tú, que lo oyes, que quizá has obtenido ya la gracia del bautismo, que has sido contado entre los hijos de Israel (y) has recibido en ti a Dios como Rey, y después de esto te has querido apartar del recto camino, hacer las obras del mundo (y) cumplir acciones de tierra y trabajos de barro, sepas y reconozcas que “ha surgido en ti otro rey, que no conoce a José” (cf. Ex 1,8), un rey de Egipto, y él te obliga (a hacer) sus obras, a hacer para él trabajos de ladrillos y barro. Es él quien, habiéndote impuesto jefes y vigilantes, te obliga a obras terrenas con látigos y azotes, para que le construyas ciudades (cf. Ex 1,11). ÉI es quien te hace recorrer el mundo, y agitar por la concupiscencia los elementos del mar y de la tierra. Es él mismo, este rey de Egipto, quien te hace golpear el foro por litigios, y por una pequeña parcela de tierra fatigar a los vecinos con pleitos, por no decir el resto: poner insidias a la castidad; engañar a la inocencia; hacer en casa cosas vergonzosas; fuera (de casa), crueldades, y en lo intimo de la conciencia, cometer villanías. Por tanto, cuando veas que tales son tus actos, sabe bien que combates por el rey de Egipto, esto es, que obras según el espíritu de este mundo.

Pero si alguien quiere tener también sobre esto un pensamiento más profundo, puede ver en este rey que no conoce a José al diablo, «ese necio que ha dicho en su corazón: “No hay Dios”» (Sal 13 [14],1), que habla y dice a su pueblo, esto es a los ángeles apóstatas: “He aquí el pueblo de los hijos de Israel -se trata de esos que pueden ver a Dios en espíritu- es una gran multitud y más poderoso que nosotros. Vengan, por tanto, contengámoslos para que no crezcan, y no sea que, cuando nos sobrevenga una guerra, se alíen también con los enemigos, y, combatiéndonos, se vayan de nuestra tierra” (Ex 1,9-10).

El temor del diablo

¿Pero de dónde le viene al diablo este pensamiento? ¿Por qué sabe que Israel es un gran pueblo y más grande que ellos, sino porque a menudo se ha enfrentado a él, a menudo ha tenido luchas y a menudo ha sido derrotado? Sabe también, en efecto, que Jacob mismo ha luchado, y que con la ayuda del ángel, ha derrotado a su adversario y ha sido fuerte contra Dios (cf. Gn32,25). No dudo en absoluto de que también ha luchado con otros santos y que ha mantenido frecuentemente combates espirituales; por eso dice que “el pueblo de los hijos de Israel es muy grande y más poderoso que nosotros” (cf. Ex 1,9-10). Pero también aquel temor de que cuando venga una guerra contra él, (ellos) se alíen con sus adversarios, y después de su victoria, se marchen de su tierra, me parece que fueron indicaciones de los santos patriarcas o de los profetas sobre la venida de Cristo, de donde presiente y sabe que la guerra es inminente. Siente que ha de venir aquel que “despojará sus principados y potestades, y que triunfará con osadía y los clavará en el leño de su cruz” (cf. Col 2,14-15). Por ello, convocado todo su pueblo, quiere oprimir y limitar en los hombres el sentido espiritual, aquí figuradamente llamado Israel; y por eso “les impone capataces” (cf. Ex 1,11), que les obliguen a aprender las obras de la carne, como también se dice en los Salmos: “Y se mezclaron con las gentes, y aprendieron sus obras” (Sal 105 [106],35).

Las ciudades del diablo

Les enseña también a construir ciudades para el faraón: “Phiton”, que en nuestra lengua significa “boca de traición (lit.: defección)” o “boca del abismo”; “y Ramesse”, que quiere decir “erosión de la polilla”; y “On” o “Heliópolis”, que significa “ciudad del sol” (cf. Ex 1,11). ¡Ya ves qué ciudades se manda edificar el Faraón! Dice: “Boca de traición”; la boca traiciona cuando habla con mentira, cuando falta a la verdad y a las pruebas. Porque aquél “fue mentiroso desde el principio” (cf. Jn 8,44) y por eso quiere que así sean edificadas sus ciudades. O también “boca del abismo”, porque el abismo es el lugar de su perdición y de su muerte. Y otra de sus ciudades es “erosión de la polilla”. En efecto, todos los que le siguen reúnen sus tesoros allí donde “la polilla corroe y donde los ladrones socavan y roban” (cf. Mt 6,19). Pero también edifican la ciudad del sol, con nombre falso, por aquel que “se hizo como ángel de luz” (cf. 2 Co 11,14). Por tanto, con todo esto toma la delantera en esos en que ocupa las mentes, que fueron hechas para contemplar a Dios.

En el momento de la prueba recordar a Cristo, nuestro Señor

Sin embargo, prevé que la guerra contra él es inminente, y siente que (está) madura la inminente desgracia de su pueblo. Por eso dice que “el pueblo de Israel es más poderoso que nosotros” (Ex 1,9). ¡Ojalá diga eso también de nosotros, que sienta que somos más poderosos que él! ¿Cómo podrá sentir esto? Si cuando lanza contra mí malos pensamientos y pésimos deseos, yo no los recibo, sino que rechazo “con el escudo de la fe sus ardientes dardos” (cf. Ef 6,16), si en todo lo que él sugiere a mi mente, yo recuerdo a Cristo mi Señor que dice: «Apártate, Satanás. Está escrito: “Al Señor tu Dios adorarás, y a Él sólo servirás”» (Mt 4,10; Dt 6,13). Por tanto, si esta (es nuestra conducta), con toda fe y toda conciencia, también dirá de nosotros que “el pueblo de Israel es grande y más poderoso que nosotros” (Ex 1,9).

Pero también cuando dice esto: “No sea que venga contra nosotros una guerra y ellos se unan a nuestros adversarios” (Ex 1,10), prevé, gracias a las voces proféticas, que vendrá contra él una guerra y será abandonado por los hijos de Israel; que se unirán a su adversario y se dirigirán hacia el Señor. Porque esto es lo que de él había predicho el profeta Jeremías: “Ha gritado la perdiz, ha reunido a los que no ha parido, ha amasado sus riquezas, pero no con justicia. En medio de sus días la han de dejar y, en sus últimos días, resultará un necio” (Jr 17,11). (El diablo) comprende, entonces, que es nombrado en la perdiz, que ha reunido a los que no ha parido, y que aquellos que sin justicia han congregado sin justicia en medio de sus días lo abandonarán y seguirán a su Creador y Señor Jesucristo, que los ha engendrado. Puesto que él ha congregado a los que no engendró; y por ello, en sus últimos días resultará un necio, cuando se refugie junto a su “Creador” (cf. Is 17,7) y Padre “toda la creación que gime” (cf. Rm 8,22) ahora por su tiranía; y por eso se indigna y dice: “No sea que atacándonos, dice, salgan de nuestra tierra” (Ex 1,10). No quiere que salgamos de su tierra, sino que quiere que siempre “llevemos la imagen de lo terreno[2]” (cf. 1 Co 15,49). Porque si nos refugiamos junto a su adversario, Aquel que ha preparado para nosotros el reino de los cielos, es necesario que abandonemos la imagen de lo terreno y recibamos “la imagen de lo celestial[3]” (cf. 1 Co 15,49).

“Revistámonos del hombre nuevo”

Por eso entonces el Faraón ha establecido “capataces[4]” (cf. Ex 1,11), que nos enseñen sus artes, que hagan de nosotros artífices de maldad, que nos ofrezcan el magisterio del mal. Y porque son muchos estos maestros y doctores de maldad que ha establecido el faraón, y porque es ingente la multitud de los exactores de este tipo que a todos exigen, ordenan, obteniendo obras terrenas, por eso ha venido el Señor Jesús (y) ha establecido otros maestros y doctores que, luchando contra aquellos y sometiendo todos sus “principados, potestades y poderes” (cf. Col 1,16), defiendan de sus violencias a los hijos de Israel y nos enseñen las obras de Israel, y de nuevo nos enseñen a ver a Dios en espíritu, a dejar las obras del faraón, a salir de la tierra de Egipto, a despreciar a los egipcios y sus bárbaras costumbres, “a deponer totalmente al hombre viejo con sus obras y a revestirnos del nuevo, que ha sido creado según Dios” (cf. Ef 4,22. 24; Col 3,9), “a ser renovados siempre de día en día” (cf. 2 Co 4,16) a imagen del que nos ha creado, Jesucristo nuestro Señor, “a quien (sean) la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).



[1] Otras traducciones posibles: “el entendimiento de nuestra alma”; “el pensamiento de nuestras alma”; “el sentimiento de nuestra alma”.

[2] O: “del hombre terrestre”.

[3] O: “del hombre celestial”.

[4] Magistros operum.