OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (309)

Cristo realizando un exorcismo

Iluminación medieval

Orígenes (+ 253)

1413. Trece homilías sobre el Éxodo (In Exodum homiliae XIII [latine Rufino interprete])[1].

No se ha encontrado en Internet este texto en castellano, por lo que lo ofrecemos a continuación.

Orígenes, Trece homilías sobre el Éxodo[2]

Homilía I: Los hijos de Israel en Egipto

La palabra divina es como una semilla

1. Me parece a mi que cada palabra de la divina Escritura es semejante a una semilla, en cuya naturaleza está que, una vez arrojada en tierra, regenerada en una espiga o en cualquier otra especie de su género, se multiplique (lit.: se difunde múltiples maneras), tanto más cuanto más trabajo haya puesto en las semillas el experto agricultor o las haya entregado al beneficio de una tierra más fecunda. Así ocurre que, gracias a la diligencia en el cultivo, una pequeña “semilla, por ejemplo, de mostaza, que es la más pequeña de todas, resulta mayor que todas las hortalizas y se hace un árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas” (cf. Mt 13,31. 32). Así sucede también con esta palabra de los libros divinos que ahora se nos ha proclamado, si encuentra un experto y diligente cultivador; aunque al primer contacto parezca exigua y breve, en cuanto comienza a ser cultivada y tratada con arte espiritual, crece como un árbol y se extiende en ramas y brotes, de tal modo que pueden venir “los discutidores y oradores de este mundo” (cf. 1 Co 1,20), que como pájaros del cielo, con alas ligeras, sólo con la pompa de las palabras, persiguen las cosas excelsas y arduas y, prisioneros de sus razonamientos, querrían habitar en esas ramas en las que no hay elegancia de palabras, sino una regla de vida.

¿Qué haremos, entonces, nosotros con lo que se nos ha leído? Si el Señor se dignase concederme el arte del cultivo espiritual, si me diese habilidad para cultivar la tierra, una sola palabra de las que se han proclamado podría ser desarrollada a lo largo y a lo ancho, si con todo también lo permitiese la capacidad del auditorio, de modo que apenas nos bastaría un día para terminar. Sin embargo, intentaremos, en la medida de nuestras fuerzas exponer algo, aunque no podamos explicarlo todo, ni a ustedes les sea posible oírlo todo. Porque también reconocer que tal conocimiento supera nuestras fuerzas, me parece ya un signo de experiencia no pequeña. Veamos en seguida, por tanto, qué contiene la lectura en el principio del Éxodo, y, con la máxima brevedad posible, expongamos cuanto basta para la edificación de los oyentes; pero sólo si ayudan las oraciones de ustedes para que la Palabra de Dios nos asista y se digne ser ella misma la guía de nuestra palabra.

El misterio del descenso de Israel a Egipto

2. “Éstos son, dice, los nombres de los hijos de Israel que entraron en Egipto juntamente con Jacob su padre, cada uno entró con toda su casa: Rubén, Simeón, Leví, Judá y los restantes patriarcas. Pero José, dice, estaba en Egipto. El total de los descendientes de Jacob era de setenta y cinco” (Ex 1,1-5; cf. Hch 7,14)[3].

Si alguno puede advertirlo, pienso que este misterio también (es) similar a aquel del que se dice por el profeta: “A Egipto descendió mi pueblo, para habitar allí, y fue llevado por la fuerza (al país) de los asirios” (Is 52,4). Por tanto, si alguien es capaz de comparar entre si estos textos y, gracias a comentarios de nuestros antepasados, o bien de contemporáneos, o incluso algunas veces de nosotros mismos, (y) de comprender qué significa (lit.: sea) el Egipto al que el pueblo de Dios descendió, no tanto para habitarlo sino para residir como extranjero, (y) también quiénes son los asirios que los llevaron por la fuerza, consecuentemente advertirá qué significa el número y el orden de los patriarcas o qué designan su casa y su familia que, según se dice, entraron juntamente con Jacob, su padre, en Egipto. En efecto, dice: “Rubén, con toda su casa, y Leví con toda su casa” (cf. Ex 1,1-2), y del mismo modo todos los demás. “Pero José estaba en Egipto” (Ex 1,5), y tomó esposa de Egipto y, aunque sepultado allí, sin embargo se le cuenta en el número de los patriarcas.

Hay un Israel según la carne y otro según el espíritu

Por tanto, si alguno puede explicar estas cosas espiritualmente (o: en sentido espiritual) y seguir la interpretación del Apóstol, cuando al decir que hay “un Israel según la carne” (cf. 1 Co 10,18), separa y divide a Israel para indicar, sin duda, que hay otro según el espíritu; pero si alguno también considera más diligentemente la palabra del Señor con la que designa esta misma realidad cuando dice de uno: “He aquí un verdadero israelita en quien no hay engaño” (Jn 1,47), y da a entender que algunos son verdaderos israelitas, (pero) otros sin duda no (son) verdaderos (israelitas), quizás podrá, “comparando cosas espirituales con otras espirituales” (cf. 1 Co 2,13) y confrontando las antiguas con las nuevas y las nuevas con las antiguas, percibir el misterio de Egipto y del descenso a él de los patriarcas.

Pero también contemplará las diferencias entre las tribus, para deducir qué es lo que pareció eximio en la tribu de Leví para que de ella sean elegidos los sacerdotes y ministros del Señor; (y) también qué es lo que el Señor consideró especial en la tribu de Judá para que de ella sean tomados los reyes y los príncipes, y -lo más importante de todo- que de ella naciera según la carne nuestro Señor y Salvador (cf. Hb 7,14). Porque no sé si estos privilegios han de referirse a los méritos de aquellos de quienes la estirpe toma el nombre o el origen, esto es, al mismo Judá o a Leví, o a cualquiera que diese nombre a una tribu. Me mueve, en efecto, en este sentido también aquello que escribió Juan en el Apocalipsis sobre este pueblo que creyó en Cristo. Porque dice que: “De la tribu de Rubén, doce mil hombres y doce mil de la tribu de Simeón” (cf. Ap 7,5) y doce mil también de cada una de las doce tribus; en total, dice, son “ciento cuarenta y cuatro mil” (cf. Ap 7,4), que no se mancharon con mujeres, sino que permanecieron vírgenes. Lo cual ciertamente no puede ser una conjetura cualquiera o absurda, que esto pueda referirse a las tribus de los judíos, de Simeón, de Leví y de las otras que tienen su origen en Jacob. A qué padres, en consecuencia, haya de referirse este número de vírgenes tan igual, tan íntegro, tan armonioso que ninguno es superior o inferior a otro, en verdad yo no me atrevo a seguir examinándolo, puesto que también he corrido algún riesgo en llegar hasta aquí. No obstante, el Apóstol sugiere algunas conjeturas a los capaces de una observación más profunda, cuando dice: “Por esto doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15). Y ciertamente no parece difícil de entender en lo que se refiere a la paternidad terrena: porque (es) a los padres de las tribus o de las casas, a los que se remite la sucesión de la posteridad, los que son designados conjuntamente (con la expresión) “toda paternidad”; pero por lo que se dice del cielo, cómo o de qué clase son padres, o a qué posteridades se habla de paternidad celestial, esto sólo puede saberlo aquel a quien pertenece “el cielo del cielo” (cf. Si 16,18; Sal 148,4; 113B [115],16), “pero la tierra se la dio a los hijos de los hombres” (Sal 113B [115],16).

El descenso de las almas

3. Descendieron, por tanto, los padres a Egipto, “Rubén, Simeón, Leví, cada uno con toda su casa” (cf. Ex 1,1). ¿Por qué declara que entraron en Egipto con toda su casa? A lo que se añade: “Y todas, dice, las almas que entraron con Jacob, setenta y cinco” (Ex 1,5).

Ya al hablar de almas aquí, casi la palabra profética había desvelado el misterio que había ocultado por todas partes, para mostrar que no dice esto de los cuerpos, sino de las almas. Sin embargo tiene todavía su velo. Porque es costumbre -según se cree- decir almas en lugar de hombres. Así, “setenta y cinco almas descendieron con Jacob a Egipto”. Éstas son las almas que engendró Jacob. Yo no creo que cualquier hombre pueda engendrar un alma, a no ser que sea de la misma calidad que aquel que pudo decir: “Porque aunque tengan muchos miles de pedagogos en Cristo, no muchos padres. Puesto que yo los engendré en Cristo Jesús por el Evangelio” (1 Co 4,15). Estos tales son los que engendran almas y las dan a luz, como también dice en otro lugar: “Hijitos míos, a los que doy a luz de nuevo hasta que Cristo sea formado en ustedes” (Ga 4,19). Los otros, en efecto, o no quieren o no pueden tener el cuidado de semejante generación. Finalmente, ¿qué dice Adán mismo ya desde el principio? “Ahora esto (es) hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2,23), sin embargo, no añade: y alma de mi alma. ¿Pero querrías decirme, oh Adán, si has reconocido al hueso de tus huesos y has sentido la carne de tu carne, por qué no has comprendido también que el alma procedía de tu alma? Por tanto, si entregaste todo lo que en ti había, ¿por qué no haces mención también, junto con todo lo demás, del alma, que es la mejor parte de todo el hombre? Pero por esto parece dar un indicio a los inteligentes cuando dice: “Hueso de mis huesos y carne de mi carne”, confiesa que las cosas que son de la tierra son suyas, pero no se atreve a llamar suyas a las que sabe que no son de la tierra. Pero también Labán del mismo modo cuando dice a Jacob: “Hueso mío y carne mía eres tú” (Gn 29,14), él mismo no se atreve a llamar suyo más que lo que reconoce perteneciente a la consanguinidad terrena. Otra sin duda es la parentela de las almas que acompaña a Jacob en su descenso a Egipto, o que es adscrita a los demás patriarcas y santos bajo la enumeración de mística posteridad. Pero, quienes nos habíamos propuesto navegar con un curso vecino a la tierra y ceñirnos de algún modo al litoral, las agitadas olas, no sé (cómo), nos han conducido violentamente a alta mar. Por tanto, volvamos a lo que sigue.

Sobre José. Interpretación histórica y mística

4. “Murió, dice, José, y todos sus hermanos y toda aquella generación. Pero los hijos de Israel crecieron y se multiplicaron, se expendieron en una gran multitud y se hicieron muy fuertes; porque la tierra los multiplicó” (Ex 1,6-7).

Sentido histórico

Mientras vivía José no se refiere que se hubieran multiplicado los hijos de Israel, ni se recuerda nada sobre este aumento y gran número de ellos. Yo, creyendo las palabras de mi Señor Jesucristo, pienso que no hay en la Ley y los profetas una iota o un ápice vacío de misterios, ni pienso que puede “pasar uno de ellos, hasta que todos se cumplan” (cf. Mt 5,18). Pero, puesto que somos de exigua capacidad, ahora golpeemos[4] sólo hasta donde el avance sea seguro.

Sentido místico

Antes de que muriese nuestro José, aquel que fue vendido por treinta monedas (cf. Mt 26,15) por uno de sus hermanos, Judas, eran muy pocos los hijos de Israel. Pero cuando por todos gustó la muerte, por la cual “destruyó al que tenía poder sobre la muerte, esto es, al diablo” (cf. Hb 2,14. 9), fue multiplicado el pueblo de los fieles, “y se extendieron los hijos de Israel y los multiplicó la tierra y crecieron muchísimo” (cf. Ex 1,7). Puesto que, como él mismo dijo, si “el grano de trigo no hubiese caído en tierra y hubiese muerto” (cf. Jn 12,24), la Iglesia no habría dado este gran fruto en todo el orbe de la tierra. Pero después que el grano cayó en tierra y murió, de Él mismo creció toda esa mies de los fieles, “y se multiplicaron los hijos de Israel y se hicieron muy fuertes”. “A toda la tierra, en efecto, se ha extendido la voz de los apóstoles y hasta los confines del orbe sus palabras” (Sal 18 [19],5), y por medio de ellos, como está escrito, “la palabra del Señor crecía y se multiplicaba” (Hch 6,7). Esto por lo que se refiere al sentido místico.

Sentido moral

Pero no olvidemos aquí el sentido moral, porque edifica las almas de los oyentes[5]. Puesto que si también en ti muere José, es decir, si recibes en tu “cuerpo la mortificación de Cristo” (cf. 2 Co 4,10) y haces morir tus miembros (cf. Col 3,5) al pecado entonces se multiplican en ti los hijos de Israel. Por hijos de Israel se entienden los sentimientos buenos y espirituales. Puesto que si son mortificados los sentidos de la carne, crecen los sentidos del espíritu y, muriendo cada día en ti los vicios, se aumenta el número de las virtudes; pero también la tierra te multiplica en obras buenas, cumplidas por medio del cuerpo. Pero si quieres que te muestre a partir de las Escrituras quién es aquel a quien la tierra ha multiplicado, contempla al apóstol Pablo, cómo dice: “Si vivir en la carne, es para mi el fruto de las obras, no sé qué elegir. Me siento apremiado de dos partes: deseo morir y estar con Cristo, que (es) con mucho lo mejor, pero permanecer en la carne es más necesario por causa de ustedes” (Flp 1,22-24). ¿Ves cómo lo multiplica la tierra? Mientras permanece en la tierra, esto es, en su carne, se multiplica fundando Iglesias, se multiplica adquiriendo un pueblo para Dios y “predicando el Evangelio de Dios desde Jerusalén (y) alrededores hasta el Ilírico” (Rm 15,19). Pero veamos qué se agrega en lo que sigue.



[1] Proseguimos conforme a nuestra opción de respetar el orden propuesto por la Clavis Patrum Graecorum. Y dejamos de lado aquellas obras del Alejandrino que sólo han llegado de modo fragmentario hasta nosotros.

[2] Texto latino en: Origenes Werke. Sechster Band. Homilien zum Hexateuch in Rufins Übersetzung, ed. W. A. Baehrens. Erster teil. Die Homilien zu Genesis, Exodus und Leviticus, Leipzig, J. C. Hinrichs’sche Buchhandlung, 1920, pp. 145 ss. (Die griechischen christlichen Schriftsteller der ernsten drei Jahrhunderte, 29); y en Sources Chrétiennes, n. 321, Paris, Eds. du Cerf, 1985, pp. 42 ss. Traducción castellana en la colección Biblioteca de Patrística, n. 17, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1992, pp. 37 ss. Seguimos esta versión, con algunas modificaciones. Los subtítulos los tomamos de la edición de Sources Chrétiennes.

[3] El texto hebreo dice: “setenta almas”, tanto en Ex 1,5 como en Dt 10,22 y en Gn 46,27; pero la versión griega de los LXX añade, en Gn 46,20, cinco descendientes de Efraím y Manasés, y en Gn 46,27, entonces el número es: “setenta y cinco”, la misma cifra que presenta Ex 1,5 en la homilía de Orígenes (cf. SCh 321, p. 45, nota 1).

[4] Pulsemus: cf. la Carta de Orígenes a Gregorio Taumaturgo: “… A la par que atiendes a la lección de las cosas divinas con intención fiel y agradable a Dios, llama y golpea a lo escondido de ellas, y te abrirá aquel portero de quien dijo Jesús: A éste le abre el portero (Jn 10,3). Y al tiempo que atiendes a la lección divina busca con fe inconmovible en Dios el sentido de las letras divinas, escondido a muchos. Pero no te contentes con golpear y buscar, puesto que necesaria es de todo punto la oración pidiendo la inteligencia de lo divino…” (§ 4; trad. castellana en: Orígenes. Contra Celso, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1967, p. 618 [BAC 271]).

[5] «“Tenemos aquí un buen ejemplo del triple sentido: histórico, místico (doctrinal), moral… ‘Nuestro José’, el verdadero José, es Cristo, de quien el José de la historia de Israel es figura: su muerte en cada uno de nosotros reproduce la muerte redentora, y los frutos que ella multiplica le confieren su plena eficacia” (Henri de Lubac). Se conocen, en la interpretación origeniana, dos secuencias tripartitas: sentido histórico o literal, moral, místico; y sentido histórico, místico, moral; a ésta última pertenecen la mayor coherencia y plenitud” (SCh 3212, nota 2, pp. 54-55).