OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (308)

Jesús llama a Pedro y Andrés


Siglo XIII

Biblia

Bologna, Italia

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis

Homilía XVI: José adquiere las tierras de Egipto para el Faraón (continuación)

Sacerdotes del faraón y sacerdotes del Señor

5. En lo que sigue se refiere ciertamente que la tierra de los sacerdotes egipcios no fue sometida a esclavitud por el Faraón y que ellos no se vendieron a sí mismos con los demás egipcios, sino que recibían de fuera tanto alimentos como regalos, no de José, sino del mismo Faraón, y “por esto”, en cuanto más próximos que los otros al Faraón, “no le vendieron su tierra” (cf. Gn 47,22). Pero esto pone de manifiesto que son más perversos que los demás, puesto que su estrecha familiaridad con el Faraón no les permite cambiar, sino que (les hace) permanecer en su mala posesión. Y así como el Señor dice a los que habían avanzado en la fe y en la santidad: “Ya no los llamo siervos, sino amigos” (cf. Jn 15,15), así también el Faraón les dice a estos, como a quienes han alcanzado el grado supremo de la perversidad y el sacerdocio de la perdición: “Ya no los llamo siervos, sino amigos”.

¿Quieres saber, finalmente, qué diferencia hay entre los sacerdotes de Dios y los sacerdotes del Faraón? El Faraón concede las tierras a sus sacerdotes; el Señor, en cambio, no concede a sus sacerdotes porción alguna en la tierra, sino que les dice: “Yo soy la porción de ustedes” (cf. Nm 18,20). Por tanto, ustedes, que leen estos textos, observen a todos los sacerdotes del Señor y vean cuál sea la diferencia entre los sacerdotes: los que tienen su porción en la tierra y se ocupan de cuidados y negocios terrenos parecen más sacerdotes del Faraón que del Señor. Porque es aquel (= el Faraón) el que quiere que sus sacerdotes posean tierras y se apliquen al cultivo del suelo y no del alma, y se consagren al campo y no a la ley. Pero escuchemos lo que ordena Cristo, nuestro Señor, a sus sacerdotes: “El que no, dice, renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33).

La renuncia a los bienes terrenos

Tiemblo al decir esto. Puesto que ante todo, me estoy acusando a mí mismo, yo mismo pronuncio mi propia condena. Cristo niega que sea su discípulo aquel al que ve poseyendo algo y aquel que no “renuncia a todo lo que posee”. ¿Y qué hacemos (nosotros)? ¿Cómo podemos leer o explicar estas cosas al pueblo nosotros, que no sólo no renunciamos a lo que poseemos, sino que también queremos procurarnos también aquello que nunca tuvimos antes de venir a Cristo? ¿Podemos acaso esconder y no proclamar lo que está escrito porque la conciencia nos remuerda? No quiero hacerme culpable de un doble delito. Confieso, y lo confieso abiertamente delante del pueblo que escucha, que estas cosas están escritas, aunque reconozco que yo no las he cumplido aún. Pero, advertidos de esto al menos, apresurémonos a cumplirlas, apresurémonos a pasar de los sacerdotes del Faraón, cuya posesión es terrena, a los sacerdotes del Señor, cuya porción no está en la tierra, cuya “porción es el Señor” (cf. Sal 118 [119],57).

Porque tal era aquel que decía: “Como pobres, pero enriqueciendo a muchos, como no teniendo nada y poseyéndolo todo (2 Co 6,10). El que se gloría en tales cosas es Pablo.

¿Quieres oír lo que también Pedro dice de sí mismo? Escúchenle hacer con Juan esta confesión que les concierne a los dos diciendo: “No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesucristo, levántate y camina” (Hch 3,6). He aquí las riquezas de los sacerdotes de Cristo: ves que no tienen nada, (y) cuántas y cuáles riquezas dan. Estos bienes no los puede procurar la posesión terrena.

El pueblo egipcio y el pueblo de Israel

6. Hemos comparado sacerdotes y sacerdotes; ahora, si les parece bien, también comparemos al pueblo egipcio con el pueblo israelita.

Se dice, en efecto, en lo que sigue, que, después del hambre y de la esclavitud, el pueblo egipcio ofrece la quinta parte al Faraón (cf. Gn 47,24); por el contrario, el pueblo israelita ofrece la décima parte a los sacerdotes. Mira que también en esto la divina Escritura se apoya en un argumento de peso. Observa que el pueblo egipcio paga los tributos según el número cinco, designando así los cinco sentidos corporales a los que sirve el pueblo carnal; porque los egipcios se complacen siempre en las cosas visibles y corpóreas. El pueblo israelita, en cambio, honra la década, número de la perfección[1], porque recibió las diez palabras de la Ley y, ligado por la fuerza del decálogo, recibió, por la liberalidad divina, misterios ignorados de este mundo. Pero también en el Nuevo Testamento la década es igualmente venerable; así, el fruto del Espíritu germina en diez virtudes (cf. Ga 5,22) y el servidor fiel ofrece al Señor diez talentos como producto de su negociación y recibe el mando sobre diez ciudades (cf. Lc 19,16-17; Mt 25,20 ss.).

Pero, porque uno es el creador de todas las cosas universo y sólo Cristo es su “origen y principio” (cf. Jn 1,1 ss.; Col 1,18), por eso también el pueblo ofrece los diezmos a sus ministros y sacerdotes, pero ofrece los primogénitos al “primogénito de toda creatura” (cf. Col 1,15)  y las primicias al que es “el principio” de todo, del cual está escrito: “Él es el principio (Col 1,18), el primogénito de toda creatura” (Col 1,15).

Por tanto, considera a partir de todo esto la diferencia entre el pueblo de los egipcios y el pueblo de Israel, y la diferencia entre los sacerdotes del Faraón y los sacerdotes del Señor y, examinándote a ti mismo, pregúntate de qué pueblo eres y a qué orden de sacerdotes perteneces. Si eres todavía esclavo de los sentidos carnales, si todavía pagas los impuestos según el número cinco y miras a “las cosas que son visibles y temporales” y no miras a “las que son invisibles y eternas” (cf. 2 Co 4,18), reconócete del pueblo egipcio; pero si tienes siempre ante los ojos el decálogo de la Ley y la década del Nuevo Testamento, de la que acabamos de hablar, y de estos ofreces los diezmos, si inmolas con espíritu de fe (lit.: en la fe) los primogénitos de tu pensamiento al “primogénito de entre los muertos” (Col 1,18) y presentas tus primicias al que es “primicia de todo, eres un verdadero israelita, en el que no hay engaño” (Jn 1,47).

También los sacerdotes del Señor, si se examinan a sí mismos y están libres de la actividad terrena y de las posesiones mundanas, pueden decir realmente al Señor: “He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19,27), y pueden oírle decir: “Ustedes, que me han seguido, en la regeneración de todas las cosas, cuando el Hijo del Hombre venga en su reino, se sentarán también ustedes en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28).

Permanecer siempre cerca de Dios

7. Después de esto veamos lo que dice Moisés: “E Israel, dice, habitó en Egipto, en el país de Gosen” (Gn 47,27). Gosen significa proximidad o cercanía. Por lo cual se muestra que, aunque Israel habita en Egipto, sin embargo no está lejos de Dios, sino próximo y está unido a Él, como también Él mismo dice: “Bajaré contigo a Egipto, y estaré contigo” (Gn 46,4; 26,3).

Por tanto, también nosotros, aunque parezca que hemos bajado a Egipto, aún si por nuestra condición carnal sostenemos las luchas y combates de este mundo, aún si habitamos entre los que son esclavos del Faraón, sin embargo, si estamos cerca de Dios, si nos dedicamos a la meditación de sus mandamientos y buscamos “sus preceptos y sus juicios” (cf. Dt 12,1) -porque esto es estar siempre cerca de Dios, pensar en las cosas que son de Dios, “buscar las cosas de Dios” (cf. Flp 2,21)-, también Dios estará siempre con nosotros, por Cristo Jesús, nuestro Señor, “a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (cf. Ga 1,5).



[1] Las especulaciones sobre los números, siguiendo a los pitagóricos, eran muy apreciadas por Filón y, en general, por toda la escuela de Alejandría. La década ha recibido siempre un trato de privilegio: 10 es el número perfecto (SCh 7 bis, nota 1, p. 390)