OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (292)

La parábola de la fiesta de matrimonio

1878

Toledo, Ohio, USA

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis

Homilía IX: Las segundas promesas hechas a Abraham (continuación)

“Cristo es linaje de Abraham”

3. Ahora bien, si quieres aprender (o: conocer) con mayor claridad aún de las palabras de la Escritura que Cristo es linaje de Abraham e hijo de Abraham, oye lo que está escrito en el Evangelio: “Libro, dice, de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mt 1,1). En esto, por tanto, se cumple también la palabra que dice: “Tu descendencia tendrá en herencia las ciudades de los enemigos” (Gn 22,17). ¿Cómo ha tenido Cristo “en herencia las ciudades de los enemigos”? Sin duda por esto, porque “la voz” de los Apóstoles “ha llegado a toda la tierra y su palabra al orbe de la tierra” (cf. Sal 18[19],5; Rm 10,18). De donde que también fueran excitados a la ira aquellos ángeles que retenían bajo su poder cada una de las naciones (cf. Col 2,10. 15). “En efecto, cuando el Altísimo dividía las naciones según el número de los ángeles de Dios, entonces Jacob fue su porción e Israel el lote de su heredad” (Dt 32,8-9). Cristo, por tanto, al cual había dicho el Padre: “Pídemelo, y te daré en herencia las naciones, y en posesión los confines de la tierra” (Sal 2,8), arrebatando a los ángeles mismos el poder y el dominio que tenían sobre las naciones, les provocó a la ira. Por eso dice que: “Se levantaron los reyes de la tierra y los príncipes se congregaron contra el Señor y contra su Cristo” (Sal 2,2). Por eso, combaten también contra nosotros y contra nosotros suscitan luchas y batallas. Esto también (es lo que dice) el Apóstol de Cristo: “La lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, las potestades y los dominadores de este mundo” (Ef 6,12). Por eso, entonces, debemos vigilar y obrar con solicitud, porque “nuestro adversario, como un león rugiente, ronda buscando a quién devorar” (1 P 5,8). Si no le resistimos, “fuertes en la fe” (cf. 1 P 5,9), nos llevará de nuevo a la esclavitud. Y si nos sucede esto, seremos (lit.: nos haremos) ingratos con la obra de aquel “que clavó a su cruz a los principados y a las potestades, triunfando resueltamente sobre ellos en sí mismo” (Col 2,14-15) y que vino “a traer a los cautivos la libertad” (Lc 4,18). Más aún, siguiendo la fe en Cristo, “que triunfó sobre ellos” (cf. Col 2,15), rompamos sus ataduras con las que nos habían sometido a su poder. Pero las ataduras con las que nos sujetan son nuestras pasiones y vicios, a los cuales permanecemos atados mientras “no crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias” (cf. Ga 5,24), y así, finalmente, “rompamos sus ataduras y sacudamos su yugo lejos de nosotros” (Sal 2,3).

Por tanto, ocupó “las ciudades de los enemigos” (cf. Gn 22,17) la descendencia de Abraham, esto es, la semilla de la palabra, que es el anuncio del Evangelio y la fe en Cristo.

Pero yo digo: ¿acaso usó el Señor de iniquidad para arrancar a las naciones del poder de los adversarios y reconducirlas a la fe en él y a su dominio? En absoluto. Porque “Israel” era en otro tiempo “la porción del Señor” (cf. Si 17,17; Dt 32,9), pero aquellos hicieron pecar a Israel, (alejándolo) de su Dios; y, por causa de sus pecados, Dios les dijo a ellos: “He aquí que han sido diseminados por sus pecados y, a causa de sus pecados, han sido dispersados bajo la inmensidad del cielo” (cf. Ne 1,8). Pero de nuevo les dice: “Aunque si la dispersión de ustedes fuera de un extremo al otro del cielo, de allí los reuniré, dice el Señor” (Ne 1,9; cf. Dt 30,4). Luego, porque “los príncipes de este mundo” (cf. Jn  16,11) habían invadido primero “la porción del Señor”, fue necesario que “el pastor bueno” (Jn 10,11), dejadas en el cielo las noventa y nueve (cf. Mt 18,12; Lc 15,4), descendiese a la tierra a buscar a la única oveja que se había perdido; y, habiéndola encontrado y habiéndosela cargado sobre sus hombros, la condujo al redil celestial de la perfección (cf. Mt 18,12; Lc 15,4-5).

Cristo debe triunfar en nuestros corazones

Pero ¿de qué me sirve si la descendencia de Abraham, “que es Cristo” (cf. Ga 3,16), posee “en herencia las ciudades de los enemigos” (cf. Gn 22,17) y no posee mi ciudad? ¿Si en mi ciudad, es decir, en mi alma, que es “la ciudad del gran rey” (cf. Sal 47[48],3; Mt 5,35), no se observan sus leyes ni sus preceptos? ¿De qué me sirve que haya sometido al mundo entero y posea las ciudades de los enemigos, si no vence también en mí a sus enemigos, si no destruye “la ley que está en mis miembros, que se opone a la ley de mi mente y que me hace cautivo de la ley del pecado” (cf. Rm 7,23)?

Así, entonces, que cada uno de nosotros haga lo que esté de su parte para que Cristo venza a sus enemigos, ya sea en su alma, ya sea en su cuerpo, y, sometiéndolos y triunfando sobre ellos, posea también la ciudad de nuestra (lit.: su) alma. Porque de este modo vendremos a ser de su porción, de su parte mejor (cf. Lc 10,42), que es “como las estrellas del cielo en su esplendor” (cf. 1 Co 15,41), para que también nosotros podamos obtener la bendición de Abraham por Cristo, nuestro Señor, “a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (cf. 1 P 4,11; Ap 1,6).