OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (291)

La parabola de los viñadores homicidas

Siglo XI

El Escorial, España

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis

Homilía IX: Las segundas promesas hechas a Abraham

   La Escritura, océano de misterios

1. Cuanto más avanzamos en la lectura, más se acumulan los misterios ante nosotros. Y si uno entra en el mar sobre una nave pequeña, mientras está cerca de la orilla, teme menos, pero cuando paulatinamente va adentrándose en alta mar y se ve levantado hacia lo alto por la hinchazón del oleaje o empujado hacia las profundidades por el entreabrirse de las olas, entonces gran pavor y angustia se apoderan de su espíritu por haber confiado una balsa tan minúscula a tan inmensas olas. Así también nos parece que somos probados nosotros, que, pequeños en méritos y débiles de ingenio, osamos entrar en un océano tan vasto de misterios. Pero si el Señor, gracias a sus oraciones, se digna concedernos el viento propicio de su Espíritu Santo, entraremos, siguiendo el curso de la palabra, en el puerto de la salvación.

Las nuevas promesas

Veamos, por tanto, ahora cuál es el contenido de lo que se ha leído. Dice (la Escritura): «Y el ángel de Señor llamó a Abraham por segunda vez desde el cielo diciendo: “Lo he jurado por mí mismo, dice el Señor, puesto que has cumplido esta palabra y no te has reservado a tu hijo amado por mi causa, bendiciendo te bendeciré y multiplicando te multiplicaré, y tu descendencia será tan numerosa como las estrellas del cielo y como la arena del mar, que no se puede contar”» (Gn 22,15-17), y lo demás.

Estas (palabras) requieren un oyente aplicado y atento.

Nuevo es, en efecto, lo que dice: “Y el ángel del Señor llamó a Abraham por segunda vez desde el cielo” (Gn 22,15). Sin embargo, lo que añade no es nuevo; porque “bendiciendo te bendeciré” (Gn 22,17) ya había sido dicho antes (cf. Gn 12,2), y “multiplicando te multiplicaré” (Gn 22,17) había sido prometido antes (cf. Gn 16,10), y “será tu descendencia como las estrellas del cielo y la arena del mar” (Gn 22,17) también había sido pronunciado con anterioridad (cf. Gn 13,16). ¿Qué hay, por tanto, ahora de más para que tenga que ser llamado por segunda vez desde el cielo? ¿Qué se añade de nuevo a las antiguas promesas? ¿Qué premio suplementario se da cuando se dice: “Puesto que has cumplido esta palabra” (Gn 22,16), esto es, puesto que ofreciste a tu hijo, puesto que no te reservaste a tu único hijo? Yo no veo ningún añadido; se repiten las mismas promesas de antes. ¿No parecerá, entonces, superfluo volver sucesivamente sobre las mismas cosas? Por el contrario, (es) necesario; porque todo lo que sucede, sucede en misterio.

Si Abraham hubiese vivido sólo “según la carne” (cf. Ga 4,29) y (no) hubiese sido padre más que de este pueblo que engendró “según la carne”, habría bastado una sola promesa. Pero, para mostrar en primer lugar que iba a ser padre de los circuncidados “según la carne”, en el tiempo de su circuncisión le es hecha la promesa que debía convenir al pueblo de la circuncisión; en segundo lugar, porque iba a ser también padre de los que “viven de la fe” (cf. Ga 3,9) y que, por la pasión de Cristo, llegan a la heredad, no obstante, en el tiempo de la pasión de Isaac se le renueva la promesa que debe concernir al pueblo que es salvado por la pasión y resurrección de Cristo.

Y parecen repetirse las mismas cosas, pero son muy diversas. En efecto, las que fueron dichas antes y que atañen al primer pueblo, fueron dichas en la tierra. Porque así dice la Escritura: «Y le conduje fuera -a saber, de la carpa- y le dije: “Mira las estrellas del cielo, si pueden ser contadas por su multitud”. Y añadió: “Así será tu descendencia» (Gn 15,5). Pero donde la promesa se repite por segunda vez, indica que le ha hablado “desde el cielo”. Así, la primera promesa es hecha “desde la tierra” y la segunda “desde el cielo” (Gn 22,15).

¿No se designa aquí abiertamente lo que dice el Apóstol: “El primer hombre, (sacado) de la tierra, es terrestre; el segundo hombre, (venido) del cielo, es celestial” (1 Co 15,47)? Por tanto, esta promesa que concierne al pueblo fiel viene “del cielo”, aquélla “de la tierra”.

Cualidades especiales de las nuevas promesas

En aquella promesa hubo sólo palabras; en esta se interpone un juramento que el santo Apóstol, escribiendo a los Hebreos, interpreta en este modo, diciendo: “Queriendo, afirma, Dios mostrar a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su designio, interpuso un juramento” (Hb 6,17). Y de nuevo: “Los hombres, dice, juran por uno más grande que ellos” (Hb 6,16); “pero Dios, no teniendo a nadie más grande por quien jurar” (cf. Hb 6,13), “juró por sí mismo, dice el Señor” (Gn 22,16). No que Dios estuviese obligado[1] a jurar por una necesidad –puesto que ¿quién podía exigir de Él un juramento?-, sino, como interpreta el Apóstol Pablo, para indicar mediante este (juramento) a sus adoradores “la inmutabilidad de su designio” (cf. Hb 6,17). Así también, en otra parte, se dice por medio del profeta: «El Señor lo ha jurado y no se arrepentirá: “Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec”» (Sal 109[110],4).

Finalmente, en la primera promesa no pone la causa por la que se hizo la promesa; sólo se dice que lo condujo afuera y «le mostró las estrellas del cielo y dijo: “Así será tu descendencia”» (cf. Gn 15,15); ahora, sin embargo, añade la causa por la que confirma con juramento que la promesa será estable. Dice, en efecto: “Puesto que has cumplido esta palabra y no te has reservado a tu hijo” (Gn 22,16). Muestra, por tanto, que la promesa es firme por la ofrenda y pasión del hijo, indicando evidentemente que por la pasión de Cristo para el pueblo de los gentiles, “que es (hijo) de Abraham por la fe” (cf. Rm 4,16), la promesa permanece firme.

¿Es que sólo en este (caso) lo segundo es más estable que lo primero? En muchos otros encontrarás esbozos semejantes de misterios. Moisés, [por ejemplo], rompió y arrojó las primeras tablas de la Ley “según la letra” (cf. Ex 32,19); (y) recibió la segunda Ley en el espíritu, y lo segundo es más firme que lo primero. De nuevo, él mismo, cuando recogió toda la Ley en cuatro libros, escribió el Deuteronomio, que significa segunda Ley (cf. Dt 31,24). Ismael es primero e Isaac segundo (cf. Gn 17,19-21), y (es) en el segundo que se mantiene una forma análoga de superioridad. Esto también lo encontrarás esbozado en Esaú y Jacob, en Efraín y Manasés (cf. Gn 25,25-26), e igualmente en otros mil casos.

El sentido moral de las nuevas promesas: la renovación interior

2. Vengamos ahora a nosotros mismos y expliquemos el sentido moral de cada uno de los puntos.

Dice el Apóstol, como ya hemos recordado más arriba: “El primer hombre, (salido) de la tierra, (es) terreno; el segundo hombre, (venido) del cielo, (es) celestial. Como el (hombre) terreno, así también los (hombres) terrenos; y como el celestial, tales también los celestiales. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celestial” (1 Co 15,47-49). Ves lo que quiere mostrarte: que si permaneces en lo que es primero, lo que viene de la tierra, serás reprobado, a menos que te transformes, te conviertas y, llegado a ser “celestial”, recibas “la imagen del celestial”. Esto mismo es que lo dice también en otra parte: “Despójense del hombre viejo con sus obras y revístanse del nuevo, que ha sido creado según Dios” (Col 3,9-10). Esto mismo escribe en otro lugar: “He aquí que pasaron las cosas viejas; todas han sido hechas nuevas” (2 Co 5,17).

Por eso, entonces, Dios renueva sus promesas, para mostrarte que debes renovarte también tú. Él no permanece en las (acciones) viejas, para que tampoco tú sigas siendo un “hombre viejo” (Rm 6,6); te dice esto “desde el cielo”, para que también tú recibas “la imagen del celestial” (cf. 1 Co 15,49). En efecto, ¿de qué te servirá si Dios renueva las promesas, y tú no te renuevas; que él te hable “desde el cielo” y tú escuches “desde la tierra? ¿De qué te aprovechará, si Dios se obliga con juramento, y tú pasas por encima de estas cosas como si oyeses una fábula ordinaria?

¿Por qué no consideras que, por ti, Dios adopta incluso maneras de actuar que no parecen convenir del todo a su naturaleza? Se dice que Dios jura para que tú, al oírlo, tengas miedo, empieces a temblar y, consternado por el temor, te preguntes qué puede ser tan importante que se diga que Dios jura. Por tanto, esto sucede para que tú te mantengas atento y solícito y, escuchando que se te ha preparado la promesa en los cielos, vigiles y te preguntes hasta qué punto eres digno de las promesas divinas.

Explicación espiritual: las nuevas promesas se refieren a Cristo

Pero el Apóstol interpreta también este pasaje diciendo que: “Dios hizo la promesa a Abraham y a su descendencia. No dijo: y a sus descendientes como refiriéndose a muchos, sino como a uno: y a tu descendencia, que es Cristo” (Ga 3,16). Es sobre Cristo, por tanto, que se dice: “Multiplicando multiplicaré tu descendencia, y será tan numerosa como las estrellas del cielo y como la arena que está al borde del mar” (Gn 22,17). ¿Quién tendrá ya necesidad de explicación para saber cómo se multiplica la descendencia de Cristo, quien ve que la predicación del Evangelio se ha difundido desde los confines de la tierra “hasta los confines de la tierra” (cf. Rm 10,18) y que no queda ya casi ningún lugar que no haya recibido la semilla de la palabra? Esto había sido prefigurado ya en los comienzos del mundo, cuando se le dijo a Adán: “Crezcan y multiplíquense” (Gn 1,28); y lo mismo afirma el Apóstol (que) “se dice en relación con Cristo y con la Iglesia” (cf. Ef 5,32).

Pero lo que dijo: “Como las estrellas del cielo por la multitud”, y lo que añadió: “Y como la arena innumerable que está al borde del mar” (Gn 22,17), tal vez alguno podría decir que la figura del número celestial conviene al pueblo cristiano (y) la de la arena del mar al (pueblo) judío. Sin embargo, yo más bien pienso esto: que tanto uno como otro ejemplo pueden aplicarse a ambos pueblos; puesto que también en aquel pueblo hubo muchos justos y profetas, a los cuales se compara con razón el ejemplo de las estrellas del cielo; y en nuestro pueblo hay muchos que “piensan en las cosas terrenas” (cf. Flp 3,19) y cuya necedad es “más pesada que la arena del mar” (cf. Jb 6,3); entre estos, considero que hay que contar sobre todo a las turbas de los herejes. Pero ni siquiera nosotros hemos de sentirnos seguros, porque hasta que no hayamos depuesto nuestra “imagen del hombre terreno” y revestido “la imagen del celestial” (cf. 1 Co 15,49), se nos compara con ejemplos terrenos.

De donde, también el Apóstol, movido, según creo, por estas (consideraciones), representa la resurrección con la imagen de los cuerpos celestiales y terrestres, diciendo: “Una es la gloria de los celestiales; otra, la de los terrestres. Y una estrella difiere de otra estrella en gloria; así será también la resurrección de los muertos” (1 Co 15,40-42). Pero también el Señor, cuando dice: “Para que brille su luz delante de los hombres y, viendo sus buenas obras, los hombres glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 5,16), da esta misma advertencia al que sabe oír.



[1] Lit.: urgeret.