OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (281)

El evangelista san Mateo

Siglo VIII

Códice áureo

Estocolmo, Suecia

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis

Homilía III: La circuncisión de Abraham (continuación)

   La circuncisión de la carne

6. Y ahora, según nuestra promesa, veamos en qué modo deba ser comprendida (lit.: recibida) también la circuncisión de la carne.

Nadie ignora que este miembro en el que se encuentra el prepucio sirve a las funciones naturales del coito y de la generación. Por tanto, si uno, respecto de los movimientos de esta naturaleza, se sabe dominar y no sobrepasa los límites impuestos por las leyes, ni conoce otra mujer que su legítima esposa y a ella se une sólo para tener hijos en los tiempos establecidos y legítimos, éste puede ser llamado circunciso en el prepucio de su carne. Pero el que se precipita a toda suerte de lascivia y busca por todas partes abrazos diversos e ilícitos y se deja llevar sin freno por el torbellino de la lujuria, éste es incircunciso en el prepucio de su carne. Pero la Iglesia de Cristo, fortalecida por la gracia de aquel que fue crucificado por ella, se abstiene no sólo de los tálamos ilícitos y nefandos, sino también de los permitidos y lícitos, y, como virgen esposa de Cristo, florece en vírgenes castas y puras, en las cuales se realiza la verdadera circuncisión del prepucio de la carne; en su carne se guarda realmente la alianza de Dios, la alianza eterna.

La circuncisión del corazón

Nos queda por explicar también la circuncisión del corazón.

Si alguno arde en deseos obscenos y en torpes concupiscencias, y, para decirlo brevemente, “comete adulterio en su corazón” (cf. Mt 5,28), éste es “incircunciso de corazón” (cf. Ez 44,9). Pero también el que mantiene en su espíritu pensamientos heréticos y pone en su corazón afirmaciones blasfemas contra la ciencia de Cristo, es incircunciso de corazón. Quien, por el contrario, conserva pura la fe en la sinceridad de la conciencia, éste es circunciso de corazón; sobre él se puede decir: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).

La circuncisión espiritual de todos los miembros

Pero yo, además, me atrevo a añadir a las palabras proféticas cosas semejantes, porque si, como antes dijimos, es preciso circuncidar los oídos, los labios, el corazón y el prepucio de la carne, seguramente también tendrán necesidad de circuncisión nuestras manos, (nuestros) pies, (nuestra) vista, (nuestro) olfato y (nuestro) tacto. En efecto, para que el hombre de Dios sea perfecto en todo (cf. 2 Tm 3,17), deben circuncidarse todos sus miembros: las manos, ciertamente, de las rapiñas, los robos, los crímenes, y deben abrirse sólo a las obras de Dios. Deben circuncidarse los pies, para que no “sean rápidos para derramar sangre” (cf. Is 59,7) y no entren “en el consejo de los malhechores” (cf. Sal 1,1), sino que se muevan únicamente por los mandatos de Dios. Debe circuncidarse también el ojo, para que no desee las cosas ajenas, ni mire “a la mujer con concupiscencia” (cf. Mt 5,28). Porque, el que, lascivo y curioso, pasea su mirada por las formas femeninas, éste es un incircunciso de ojos. Pero el que, ya coma o ya beba, “come y bebe para gloria de Dios” (cf. 1 Co 10,31), como manda el Apóstol, ese es circunciso en el gusto; “en cambio, de aquel cuyo Dios es el vientre” (cf. Flp 3,19) y sirve a los placeres de la gula, diría que ése tiene el gusto incircunciso. Si uno se apropia del “buen olor de Cristo” (cf. 2 Co 2,15) y busca en las obras de misericordia “el olor de suavidad” (cf., p. ej., Ex 29,4), su olfato está circunciso; pero el que anda “ungido con los perfumes más exquisitos” (cf. Am 6,6; Ct 4,14) debe llamarse incircunciso de olfato.

Pero también pueden llamarse circuncisos cada uno de los miembros en singular, si en su oficio sirven a los mandamientos de Dios; si, por el contrario, se abandonan a la lujuria más allá de las leyes que les han sido divinamente prescritas, hay que tenerles por incircuncisos. Y esto pienso que es lo que el Apóstol ha dicho: “Porque como ofrecieron sus miembros para servir a la iniquidad para la iniquidad, así ahora ofrezcan sus miembros para servir a la justicia para la santificación” (Rm 6,19). Puesto que, cuando nuestros miembros servían a la iniquidad, no eran circuncisos ni estaba en ellos la alianza de Dios; pero cuando empezaron a servir “a la justicia para la santificación” (cf. Rm 6,19), se cumple en ellos la promesa que fue hecha a Abraham. Porque entonces se imprime en ellos la ley de Dios y su alianza. Y éste es verdaderamente “el signo de la fe” (cf. Gn 17,11), que contiene el pacto de la alianza eterna entre Dios y el hombre.

Ésa es la circuncisión que, “con cuchillos de piedra” (cf. Jos 5,2), se le dio al pueblo de Dios por medio de Jesús (Josué). ¿Cuál es, sin embargo, el “cuchillo de piedra” y cuál “la espada” con la que fue circuncidado el pueblo de Dios? Oye lo que dice el Apóstol: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más aguda que espada alguna de doble filo; penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hb 4,12). Esta es, por tanto, la espada con la que debemos ser circuncidados; sobre ella dice el Señor Jesús: “No he venido a traer paz a la tierra, sino la espada” (Mt 10,34).

La circuncisión espiritual y la alianza con Dios

¿No te parece que para establecer (lit.: colocar) la alianza de Dios esta circuncisión es más digna? Compara, si te place, estas (explicaciones) nuestras con sus fábulas judaicas y torpes narraciones, y ve si la circuncisión que viene de Dios se observa en aquellas (prescripciones) de ustedes o más bien en las que predica la Iglesia de Cristo. ¿No sientes y comprendes también tú mismo que esta circuncisión de la Iglesia (es) honesta, santa, digna de Dios, mientras que aquella de ustedes es torpe, repugnante, deforme, y que prefiere la vulgaridad (kakémphaton) tanto en la actitud como en el aspecto exterior?

Dice Dios a Abraham: “Y la circuncisión y mi alianza estarán en tu carne” (Gn 17,13). Si nuestra vida, en efecto, es tal que ha logrado el equilibrio y la unión de todos los miembros, hasta el punto de que todos nuestros movimientos se hacen según las leyes de Dios, verdaderamente “la alianza de Dios estará en nuestra carne” (cf. Gn 17,13).

Que este breve recorrido que acabamos de hacer por el Antiguo Testamento sirva para refutar a los que confían en la circuncisión de la carne y al mismo tiempo para edificar la Iglesia del Señor.

La circuncisión espiritual en el Nuevo Testamento

7. Pero paso ahora al Nuevo Testamento, en el que está la plenitud de todas las cosas; y desde él quiero mostrar de qué modo también nosotros podemos tener “en nuestra carne la alianza” (cf. Gn 17,13) de nuestro Señor Jesucristo.

Porque no basta decir estas cosas sólo nominalmente y con palabras, sino que es preciso cumplirlas con obras. Dice el apóstol Juan: “Todo espíritu que confiesa que Jesús ha venido en carne, es de Dios” (1 Jn 4,2). ¿Y qué? Si alguien que peca y no obra rectamente “confiesa que Jesús ha venido en carne”, ¿nos parecerá que lo confiesa en el Espíritu de Dios? No, esto no es tener la alianza de Dios en la carne, sino en las palabras. A él, por tanto, se le dice en seguida: «Hombre, te equivocas, “el reino de Dios no está en las palabras, sino en el poder” (1 Co 4,20)».

Busco, por tanto, “cómo estará la alianza de Cristo en mi carne” (cf. Gn 17,13). Si “mortifico mis miembros terrenos” (cf. Col 3,5), tendré la alianza de Cristo en mi carne. Si “llevo siempre en mi cuerpo la muerte de Cristo” (cf. 2 Co 4,10), la alianza de Cristo está en mi cuerpo; porque, “si sufrimos con él, con él también reinaremos” (2 Tm 2,12); si “me hago una sola cosa con él por una muerte semejante a la suya” (cf. Rm 6,5), muestro que “su alianza está en mi carne”. Porque ¿de qué sirve que diga que Cristo ha venido sólo en aquella carne que asumió de María, si no muestro también que ha venido en esta carne mía? Lo muestro precisamente si, del mismo modo que antes “ofrecí mis miembros para servir a la iniquidad para la iniquidad, ahora los convierto y los ofrezco para servir a la justicia para la santificación” (cf. Rm 6,10). Muestro que la alianza de Dios está en mi carne, si puedo decir con Pablo que “estoy crucificado con Cristo; y vivo, pero ya no yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20); y si puedo decir, como él mismo decía: “Yo llevo en mi cuerpo los estigmas de mi Señor Jesucristo” (Ga 6,17). Ahora bien, verdaderamente mostraba que “la alianza de Dios estaba en su carne” aquél que decía: “¿Quién nos separará del amor de Dios, que está en Cristo Jesús? ¿La tribulación, la angustia, el peligro, la espada?” (Rm 8,35).

Porque si confesamos al Señor Jesús sólo con palabras y no mostramos que “su alianza está en nuestra carne” (cf. Gn 17,13), según lo que expusimos más arriba, parecerá que también nosotros hacemos algo similar a los judíos, que piensan que confiesan a Dios solamente con el signo de la circuncisión, pero lo niegan con las obras. Que el Señor nos conceda, entonces, “creer con el corazón, confesar con la boca” (cf. Rm 8,9-10), probar con las obras que la alianza de Dios está en nuestra carne, para que “los hombres, viendo nuestras buenas obras, glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos” (cf. Mt 5,16), por Jesucristo, nuestro Señor, “a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Ga 1,5).