OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (280)

Orígenes escribiendo

Hacia 1160

Fantasía de un copista medieval

Schäftlarn, Alemania

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis

Homilía III: La circuncisión de Abraham

   Dios es incorpóreo y se ocupa de los seres humanos

1. Puesto que en muchos lugares de la divina Escritura leemos que Dios habla a los hombres y por esto los judíos, pero también algunos de los nuestros, pensaron que Dios debía ser comprendido como un hombre, es decir, dotado de miembros y aspecto humanos, mientras que los filósofos desprecian estas cosas como míticas y como formadas a semejanza de las ficciones poéticas, me parece oportuno, en primer lugar, decir unas cuantas palabras sobre este asunto para pasar después a lo que se ha proclamado.

Dirijámonos, por tanto, primero a esos que, estando fuera, nos aturden arrogantemente diciendo que al Dios excelso, invisible e incorpóreo no le conviene tener afectos (o: comportamientos) humanos. En efecto, dicen, si le dan el uso de la palabra, le darán sin duda también la boca, la lengua y los demás miembros por cuyo medio se cumple la función del hablar; y si es así, habrán abandonado al Dios invisible e incorpóreo. Y entrelazando muchos (argumentos) semejantes a estos, atormentan a los nuestros. Con la ayuda de sus oraciones, por tanto, afrontaremos brevemente estas cosas en la medida en que el Señor nos lo conceda.

La providencia de Dios

2. Del mismo modo que profesamos que Dios es incorpóreo, omnipotente e invisible, así confesamos como dogma cierto e inamovible que (Dios) se ocupa de los seres mortales y que nada, ni en el cielo ni en la tierra, acontece sin su providencia. ¡Presta atención! Hemos dicho que nada acontece sin su providencia, no sin su voluntad; puesto que muchas cosas se hacen sin su voluntad, pero nada sin su providencia. Porque, por la providencia Él procura, dispensa y provee las cosas que acaecen; pero, mediante la voluntad quiere o no quiere algo. Pero de estas cosas (hablaremos) en otro lugar, porque este tratado sería demasiado largo y difuso.

Por tanto, según esto, (si) reconocemos a Dios como provisor y dispensador de todas las cosas, se sigue que Él indica a los hombres lo que quiere y lo (que es) conveniente. Puesto que si no lo indicase, no sería provisor del hombre, ni podría creerse que se ocupa de los seres mortales. Dios, por tanto, indica a los hombres lo que quiere que hagan: ¿con qué comportamiento, preferentemente, debemos decir que lo indica? ¿No será con aquel que es utilizado y conocido por los hombres? Por tanto, si decimos, por ejemplo, que Dios calla, porque lo creemos conveniente a su naturaleza, ¿cómo pensar que haya indicado algo por medio del silencio? Pero ahora se dice que ha hablado para que los hombres, que saben que por este medio se manifiestan la voluntad unos a otros, reconozcan que (las palabras) a ellos transmitidas por los profetas son indicaciones de la voluntad de Dios. En cualquier caso, no se podría entender que en ellas se contiene la voluntad de Dios, si no se dijese que Él ha dicho estas cosas, porque no tiene sentido ni se comprende que entre los hombres se pueda dar a conocer una voluntad mediante el silencio. Pero, una vez más, nosotros no decimos estas cosas según el error de los judíos o también de algunos de los nuestros, que yerran con ellos, hasta el punto de que, no pudiendo la fragilidad humana oír hablar de Dios de otra manera que mediante las realidades mismas y palabras a ella conocidas, vayamos a pensar por ello que Dios obre también con miembros semejantes a los nuestros y con actitudes humanas. Esto es ajeno a la fe de la Iglesia.

En qué sentido se dice que Dios habla

Pero esto (debe) decirse: que Dios habla al hombre, o porque inspira en el corazón de cada uno de los santos, o porque hace llegar a sus oídos el sonido de su voz. Del mismo modo, también cuando indica que le es conocido lo que cada uno dice o hace, dice haber oído; y cuando nos indica que hicimos algo injusto, dice estar airado; cuando nos reprocha haber sido ingratos a sus beneficios, dice arrepentirse, indicando tales cosas por medio de estas afecciones propias del hombre, pero sin servirse de esos miembros que son de la naturaleza corpórea; puesto que la sustancia (divina) es simple y no está compuesta de ningún miembro, ni de articulaciones, ni de estados afectivos, sino que, todo lo que realizan las potencias divinas, o se presenta con el nombre de miembros humanos, o se enuncia por medio de sentimientos comunes y conocidos, a fin de que los hombres puedan entenderlo. Y en este sentido se dice que Dios se enoja, oye o habla.

En efecto, si la voz humana se define “aire golpeado”, esto es, percutido por la lengua, también la voz de Dios puede llamarse aire golpeado por la fuerza o por la voluntad divina. Y de ello se sigue que, cuando se produce una voz que viene de Dios, no llega a los oídos de todos, sino sólo a los de aquellos a quienes interesa oír, para que comprendas que el sonido no se transmite por el impulso de la lengua -de otra manera todos lo oirían-, sino que está regido por el gobierno de una voluntad superior (o: celestial).

Sin embargo, se refiere que a menudo la palabra de Dios ha sido dirigida, incluso sin ningún sonido de voz, a los profetas, a los patriarcas y a los demás santos, como nos enseñan abundantemente todos los libros sagrados. En estos casos, para decirlo brevemente, la mente iluminada por el Espíritu de Dios es informada con palabras.

Y por eso se dice que Dios habla, cuando indica su voluntad en este o en aquel modo que acabamos de mencionar.

Por tanto, conforme a estas explicaciones, tratemos ahora de algunas de las cosas que acaban de ser leídas.

Dios dialoga con Abraham

3. Muchas son las respuestas dadas por Dios a Abraham, pero no todas son dirigidas a la misma persona; porque algunas lo son a Abram y otras a Abraham, es decir, algunas después del cambio de nombre y otras cuando todavía respondía al nombre de nacimiento.

El primer oráculo que Dios dirige a Abram, antes del cambio de nombre, dice: “Sal de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre” (Gn 12,1), y lo demás. Pero aquí no se da ninguna prescripción sobre la alianza de Dios ni sobre la circuncisión. Puesto que, siendo todavía Abram y llevando el nombre del nacimiento carnal, no podía recibir la alianza de Dios ni la señal de la circuncisión. Pero cuando “salió de su tierra y de su familia”, entonces le fueron dirigidas palabras más misteriosas; en primer lugar se le dijo: “Ya no te llamarás Abram, sino que Abraham será tu nombre” (Gn 17,5). Entonces ya recibió la alianza de Dios y recibió como señal de la fe la circuncisión (cf. Rm 4,11), que no había podido recibir mientras estaba en la casa de su padre, entre sus consanguíneos según la carne, y cuando todavía respondía al nombre de Abram. Pero ni él ni su mujer fueron llamados “ancianos” durante el tiempo que estuvieron en la casa paterna cohabitando en la carne y en la sangre (cf. Ga 1,16); pero, tras haberse marchado de allí, mereció ser llamado “Abraham y anciano”. Dice, en efecto, (la Escritura): “Ambos”, a saber, Abraham y su admirable esposa, “eran presbíteros”, es decir, ancianos, “y avanzados en sus días” (Gn 18,11). Cuantos, antes que ellos, vivieron por espacio de largos años, novecientos años y más todavía, algunos vivieron hasta poco antes del diluvio (cf. Gn 5) y, sin embargo, ninguno de estos fue llamado anciano; porque este término no designa en Abraham la senectud del cuerpo, sino la madurez del corazón.

La auténtica ancianidad es la del corazón

Así también dice el Señor a Moisés: “Elígete ancianos que tú mismo sepas que son ancianos” (Nm 11,16). Consideremos más diligentemente la voz del Señor para ver qué significa este añadido que dice: “Que tú mismo sepas que son ancianos”. ¿No resultaba evidente a los ojos de todos que el que mostraba en su cuerpo una edad senil era un anciano, es decir, un viejo? ¿Por qué, entonces, mandar únicamente a Moisés, un profeta tan grande y de tanta importancia, este especial examen, para que sean elegidos no aquéllos que conocen los demás hombres, ni aquéllos que reconoce la gente inexperta, sino los que elegirá el profeta lleno de Dios? No se trata, por tanto, de un juicio sobre su cuerpo o sobre su edad, sino sobre su espíritu.

Tales eran, en efecto, los bienaventurados ancianos Abraham y Sara.

Dios hace alianza con Abraham

Y, en primer lugar, les son cambiados sus nombres de origen, los que se les dieron por su nacimiento carnal. «Porque, cuando Abraham llegó a la edad de noventa y nueve años, se le apareció Dios y le dijo: “Yo soy Dios, anda en mi presencia y sé irreprochable, y pondré mi alianza entre tú y yo”. Y Abraham cayó rostro en tierra y adoró a Dios, y Dios le habló diciendo: “Yo soy, he aquí mi testamento contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos y en ti serán benditas todas las naciones, y ya no te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham”» (Gn 17,1-5). Y cuando le dio este nombre, en seguida añadió: “Estableceré mi alianza entre tú y yo, y tu descendencia después de ti, y ésta es la alianza que guardarás entre tú y yo y tu descendencia después de ti” (Gn 17,7). Y después de esto añade: “Todo varón entre ustedes será circuncidado, y circuncidarán la carne de su prepucio” (Gn 17,10-11).

La circuncisión

4. Una vez que hemos llegado a estos pasajes, quiero examinar si el Dios omnipotente, que tiene el dominio del cielo y de la tierra, queriendo establecer la alianza con un hombre santo, ponía la cima de tan gran asunto en la circuncisión del prepucio de su carne y de su futura descendencia. (Porque) dice: “Mi alianza será en tu carne” (Gn 17,13). ¿Luego la circuncisión era lo que “el Señor del cielo y de la tierra” (cf. Gn 24,3) confería como prenda de la alianza eterna a aquel (hombre) único que había elegido entre todos los mortales?

Esto, en efecto, es lo único en lo que los maestros y doctores de la sinagoga ponen la gloria de los santos. Pero, si les parece bien, vengan y escuchen en qué modo la Iglesia de Cristo, que había dicho por medio del profeta: “Tus amigos, oh Dios, fueron suficientemente honrados por mí” (Sal 138[139],17), honra a los amigos de su esposo y cuánta sea la gloria que les confiera al rememorar sus gestas.

Las enseñanzas del apóstol Pablo sobre la circuncisión

Por tanto, instruidos por el apóstol Pablo, decimos que, como muchas otras cosas sucedían en figura e imagen de la verdad futura (cf. 1 Co 10,11), así también aquella circuncisión carnal era figura de la circuncisión espiritual, desde la cual era digno y conveniente que “el Dios de la majestad” (cf. Sal 27[28],3) diese preceptos a los mortales. Oigan, por tanto, cómo Pablo, “doctor de las naciones en la fe y en la verdad” (cf. 1 Tm 2,7), instruye a la Iglesia sobre el misterio de la circuncisión de Cristo. “Presten atención, dice, a la incisión -habla sobre los judíos, circuncidados (lit.: mutilados) en la carne-, “porque la circuncisión somos nosotros, que servimos a Dios en el espíritu y no tenemos nuestra confianza en la carne” (Flp 3,2-3).

Esta es una de las sentencias de Pablo sobre la circuncisión. Oye también otra: “Porque no es judío el que lo es visiblemente, dice, ni es circuncisión la que se manifiesta en la carne, sino que judío es el que lo es en secreto, por la circuncisión del corazón, en el espíritu, no en la letra” (Rm 2,28-29). ¿No te parece más digno hablar de tal circuncisión en los santos y amigos de Dios que de una mutilación de la carne?

Pero la novedad del discurso podría tal vez alejar no sólo a los judíos, sino también a algunos de nuestros hermanos. Porque Pablo, al introducir “la circuncisión del corazón”, parece presumir lo imposible: ¿Cómo, en efecto, puede circuncidarse un miembro que, cubierto por las vísceras interiores, queda oculto a las miradas mismas de los hombres?

Volvamos, entonces, a las palabras de los profetas, para que con las oraciones de ustedes se esclarezcan estas cuestiones. Dice el profeta Ezequiel: “Todo extranjero incircunciso de corazón e incircunciso de carne no entrará en mi santuario” (Ez 44,9). E igualmente, en otro lugar, con no menor reproche, dice el profeta: “Todos los extranjeros son incircuncisos en la carne, pero los hijos de Israel son incircuncisos de corazón” (Jr 9,25). Se declara, por tanto, que si uno no es circunciso de corazón, aunque sea circunciso en la carne, “no entrará en el santuario” de Dios.

Objeción contra la interpretación alegórica

5. Pero parecerá que yo mismo sea prisionero de mis argumentaciones; porque precisamente por este testimonio del Profeta, el judío me detiene en seguida y me dice: “He aquí que el Profeta designa a una y otra circuncisión, la de la carne y la del corazón; no hay lugar para la alegoría allí donde se reclaman las dos especies de circuncisión”.

Si me ayudan con sus oraciones para que “la palabra del Dios viviente” (cf. 1 P 1,28) se digne estar presente “en la apertura de nuestra boca” (cf. Ef 6,19), podremos con su guía salir, a través del estrecho camino de este problema, a los amplios espacios de la verdad; porque, respecto de la circuncisión de la carne, tenemos que refutar no sólo a los judíos carnales, sino también a algunos de los que parecen haber recibido el nombre de Cristo y, sin embargo, piensan que hay que recibir la circuncisión de la carne, como los ebionitas y cuantos con ellos se equivocan con una similar pobreza de espíritu.

Respuesta a la objeción planteada

Utilicemos, entonces, los testimonios del Antiguo Testamento a los que ellos recurren de buena gana.

Está escrito en el profeta Jeremías: “He aquí que este pueblo es incircunciso de oídos” (Jr 6,10). Escucha, Israel, la voz del profeta; ella proclama un gran oprobio para ti; te atribuye una gran culpa. Se te acusa de ser incircunciso de oídos. ¿Y por qué oyendo estas (palabras), no has tomado el hierro y te has hecho un corte en las orejas? Dios te culpa y de condena por no tener circuncidados los oídos. No te permito, en efecto, que busques refugio en esas alegorías nuestras que Pablo nos ha enseñado. ¿Por qué te detienes en la acción de circuncidar? ¡Córtate las orejas, cercena esos miembros que Dios ha creado para la utilidad de los sentidos y la belleza del ser humano, ya que entiendes así las palabras divinas!

Pero también te pondré todavía otro ejemplo que no podrás contradecir. En el Éxodo, donde nosotros, en los códices de la Iglesia, tenemos escrito que Moisés responde al Señor y le dice: “Señor, provee a otro para enviarlo; porque yo soy de voz débil y tardo de lengua” (Ex 4,13. 10), ustedes tienen en los ejemplares hebreos: “Yo, en cambio, soy incircunciso de labios”. He aquí que, según sus ejemplares, que dicen (ser) más verdaderos, tienen una circuncisión de labios. Si, por tanto, según ustedes, Moisés dice que es todavía indigno porque no es circunciso de labios, ello significa ciertamente que el circunciso de labios es más digno y más santo. Apliquen, entonces, la hoz a los labios y corten lo que recubre la boca de ustedes, puesto que es así como les complace entender las divinas escrituras.

Pero si reconducen la circuncisión de los labios a la alegoría y dicen de todos modos que la circuncisión de los oídos es alegórica y figurativa, ¿cómo no buscan la alegoría también en la circuncisión del prepucio?

Pero dejemos aparte a aquellos que, al modo de los ídolos, “tienen oídos y no oyen, y tienen ojos y no ven” (Sal 113[114],14. 13; 134[135],17. 18). Pero ustedes, “oh pueblo de Dios, y pueblo elegido como adquisición para narrar las potencias del Señor” (cf. 1 P 2,10. 9), reciban la digna circuncisión de la palabra de Dios en sus oídos, en los labios, en el corazón, en el prepucio de su carne y en absolutamente todos sus miembros.

La circuncisión espiritual

Y que sean circuncisos sus oídos según la palabra de Dios, de modo que no reciban la voz de los detractores (o: envidiosos), ni oigan las palabras del maldiciente y blasfemador, y no se abran a las calumnias, a la mentira, a la provocación. Estén taponados y cerrados “para que no oigan el juicio de la sangre” (cf. Is 33,15) o estén abiertos a canciones impúdicas y a sonidos de teatro. Que nada obsceno reciban, sino que se aparten de todo espectáculo de corrupción.

Esta es la circuncisión con la que la Iglesia de Cristo circuncida los oídos de sus infantes; (y) estos, creo yo, son los oídos que el Señor buscaba en sus oyentes diciendo: “El que tenga oídos para oír, que oiga” (Mt 13,9). Porque nadie puede oír con oídos incircuncisos e impuros las palabras puras de la sabiduría y la verdad.

La circuncisión de los labios

Pasemos, si quieren, también a la circuncisión de los labios.

Yo pienso que es “incircunciso de labios” (cf. Ex 6,30) el que no ha acabado aún con las palabras necias y con las groserías (cf. Ef 5,4), el que ultraja a los buenos y acusa a los prójimos, el que instiga los litigios y mueve calumnias, el que con falsos testimonios enfrenta a los hermanos entre sí, el que pronuncia (palabras) vanas, estúpidas, mundanas, impúdicas, torpes, injuriosas, insolentes, blasfemas y todas las otras que son indignas de un cristiano. Pero si uno prohíbe a su boca todas estas cosas y “dispone sus palabras con juicio” (cf. Sal 111[112],5), reprime la locuacidad, frena la lengua y modera las palabras, éste es llamado con justicia circunciso de labios. Pero también, “los que hablan altivamente la iniquidad y extienden su lengua contra el cielo” (Sal 72[73],8), como hacen los herejes, deben llamarse incircuncisos e inmundos de labios; en cambio, el que habla siempre la palabra de Dios y profiere la sana doctrina, defendida por las reglas evangélicas y apostólicas, es circunciso y puro.

De este modo, por tanto, se da también la circuncisión de los labios en la Iglesia de Dios.