OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (277)

San Pedro y san Pablo

Siglo XIII

Pontifical

Chartres, Francia

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis

Homilía I: La creación (continuación)

   El quinto día. Reptiles y pájaros

8. «Y dijo Dios: “Produzcan las aguas de entre los animales vivientes reptiles y pájaros que vuelen sobre la tierra en el firmamento del cielo”. Y así fue» (Gn 1,20).

Según la letra, las aguas producen “reptiles y pájaros” por mandato de Dios, y por esto conocemos por quién fueron hechos los seres que vemos.

Pero veamos también cómo estas mismas cosas suceden “en el firmamento de nuestro cielo”, es decir, en la solidez de nuestro espíritu y de nuestro corazón.

Yo pienso que, cuando Cristo, nuestro sol, ha iluminado nuestro espíritu, éste recibe de inmediato el mandato de producir, a partir de las aguas que están en ella, “reptiles y pájaros que vuelan”, esto es, de sacar a la luz los buenos y los malos pensamientos, para hacer la separación entre los buenos y los malos, ya que tanto los unos como los otros proceden del corazón. De nuestro corazón, en efecto, como de las aguas, salen los buenos y los malos pensamientos. Pero nosotros, por la palabra y el mandato de Dios, presentemos unos y otros a la mirada y al juicio de Dios para que, iluminados por Él, podamos discernir lo que está bien de lo que (está) mal (o: el bien del mal), es decir, para que separemos de nosotros lo que repta sobre la tierra y trae (o: acarrea) preocupaciones terrenas.

Pero las cosas mejores, esto es, “los pájaros”, dejémosles volar no sólo “sobre la tierra”, sino también “en el firmamento del cielo”; es decir, sondeemos en nosotros el significado y la razón tanto de las cosas terrestres como de las celestiales, para poder comprender también desde (o: por los) reptiles qué es en nosotros nocivo. Si hemos mirado “a una mujer con concupiscencia” (cf. Mt 5,28), ello es en nosotros un reptil venenoso; pero si tenemos el sentido de la sobriedad, aunque la señora egipcia se haya enamorado de nosotros, nos convertimos en pájaros y, dejando en sus manos los vestidos de Egipto, volaremos lejos de las insidias obscenas (cf. Gn 39,7-8). Si hay en nosotros un pensamiento que nos incita al robo, éste es un reptil muy malo; pero si, teniendo sólo “dos moneditas”, existe en nosotros el pensamiento de ofrecerlas por misericordia “en ofrenda a Dios” (cf. Lc 21,2), éste pensamiento es un ave que no piensa en nada de lo que es terreno, sino que tiende con el vuelo hacia el firmamento del cielo. Si viene a nosotros el pensamiento que nos persuade de que no debemos soportar los tormentos del martirio, éste será un reptil venenoso; pero si asciende en nosotros el pensamiento y el propósito de combatir hasta la muerte por la verdad (cf. Si 4,28), éste será un ave que desde las cosas terrenas tiende a las realidades superiores. Del mismo modo hay que pensar también de las demás especies de pecados y virtudes, y discernir cuáles son los “reptiles” y cuáles los “pájaros” que se manda producir a nuestras aguas para separarlos (o: juzgarlos) en presencia de Dios.

Cetáceos y animales que se deslizan

9. “Y Dios hizo los grandes cetáceos, y todos los animales animados que se deslizan, que las aguas produjeron según su especie, y todo volátil alado según su especie” (Gn 1,21).

También de estos, como de aquellos de los que antes hablamos, hay que comprender que debemos producir también “grandes cetáceos y animales que se deslizan según su especie”. Pienso que en estos grandes (cetáceos) se indican los pensamientos impíos y los sentimientos abominables contra Dios. Todas estas cosas, sin embargo, deben producirse en presencia de Dios y ponerse delante de Él para dividir y separar los bienes de los males, para que el Señor asigne a cada uno su lugar, como se muestra en lo que sigue.

“Crezcan y multiplíquense”

10. «Y vio Dios que eran buenos, y los bendijo diciendo: “Crezcan y multiplíquense, y llenen las aguas que están en el mar, y que los volátiles se multipliquen en la tierra”. Y pasó una tarde y pasó una mañana, el día quinto» (Gn 1,21-23).

Manda que “los grandes cetáceos y todo (ser) animado de entre los animales serpenteantes que produjeron las aguas” moren en el mar, donde también habita “aquel dragón que Dios plasmó para jugar con él” (cf. Sal 104[104],26). Manda, después, que las aves se multipliquen sobre la tierra que, en otro tiempo, fue “árida” (o: sequedal), y que ahora es llamada “tierra”, como expusimos más arriba.

Pero alguno podría preguntarse cómo los grandes cetáceos y los reptiles representan al mal y las aves al bien, cuando de todos ellos simultáneamente se dijo: “Y vio Dios que eran buenos” (Gn 1,21).

Para los santos, (hasta) los seres que se les oponen son buenos, porque pueden vencerlos y, cuando los han vencido, obtienen una mayor gloria ante Dios. Así, cuando el diablo pidió que le fuese concedido poder contra Job (cf. Jb 1,9), los ataques del enemigo fueron para él causa de una doble gloria después de la victoria (cf. Jb 42,10). Lo cual se muestra en que le fueron devueltos el doble de los bienes que había perdido en el presente, para recibirlos, sin duda, del mismo modo en el cielo. Y porque el Apóstol dice que “nadie es coronado si antes no ha combatido legítimamente” (2 Tm 2,5). Y, de hecho, ¿cómo podría haber combate si no hubiera adversario? Tampoco podría reconocerse cuán grande es la belleza y el resplandor de la luz, si no la interrumpiese la oscuridad de la noche. ¿Por qué se alaba a unos por su castidad, si no es porque se condena a otros por su lujuria? ¿De dónde se exaltaría a los hombres fuertes si no existiesen los débiles y miedosos? Si tomas (antes) algo amargo, lo dulce se convierte en más loable. Si consideras lo negro, lo claro te parecerá más agradable. Y, para decirlo brevemente, de la consideración de los males resulta más luminosa la belleza de los bienes. Por eso, la Escritura dice de todos estos seres: “Y vio Dios que eran buenos” (Gn 1,21).

Pero ¿por qué no está escrito: “Y dijo Dios que eran buenos”, sino: “Y vio Dios que eran buenos”? Esto es, vio la utilidad de los mismos y el motivo por el que, siendo tales de por sí, podían sin embargo hacer óptimos a los buenos. Por eso dijo: “Crezcan y multiplíquense y llenen las aguas que están en el mar, y que los volátiles se multipliquen sobre la tierra” (Gn 1,22), para que, como expusimos más arriba, los grandes cetáceos y los seres que se deslizan estuviesen en el mar, y las aves sobre la tierra.

El sexto día. Los animales de la tierra

11. «Y dijo Dios: “Produzca la tierra animales vivientes según su especie: cuadrúpedos y reptiles y bestias de la tierra según su especie”. Y así fue. E hizo Dios las bestias de la tierra según su especie, y todos los reptiles de la tierra según su especie. Y vio Dios que eran buenos» (Gn 1,24-25).

Según la letra no hay ningún problema; puesto que se dice claramente que Dios creo animales, cuadrúpedos, bestias y serpientes en la tierra.

Pero no es cosa ociosa aplicar a estas cosas lo que hemos expuesto más arriba según el sentido espiritual.

Allí ciertamente se dijo: “Produzcan las aguas animales vivientes, reptiles y volátiles que vuelen sobre la tierra en el firmamento del cielo” (Gn 1,20); pero aquí dice: “Produzca la tierra animales vivientes según su especie, cuadrúpedos, reptiles y bestias de la tierra según su especie” (Gn 1,24). Aquellos seres que se produjeron de las aguas dijimos que había que entenderlos como los movimientos y pensamientos de nuestro espíritu que proceden de lo profundo del corazón. Pero ahora esto que dice: “Produzca la tierra animales vivientes según su especie, cuadrúpedos, reptiles, bestias de la tierra según su especie” (Gn 1,24), pienso que indiquen los movimientos de nuestro hombre exterior, esto es, carnal y terreno. Así, al hablar sobre las cosas de la carne, no señaló ningún volátil, sino únicamente “los cuadrúpedos, reptiles y bestias de la tierra”; porque, según aquello que dijo el Apóstol, que “en mi carne no habita el bien” (Rm 7,10) y que “la sabiduría de la carne es enemiga de Dios” (Rm 8,7), estos son sin duda los (seres) que la tierra produjo, es decir, nuestra carne; sobre los cuales de nuevo advierte el Apóstol diciendo: “Mortifiquen sus miembros que están sobre la tierra: fornicación, impureza, lujuria, avaricia, idolatría” (Col 3,5) y las demás cosas.

Por tanto, cuando, por mandato de Dios, se hicieron todas estas cosas que se ven por medio de su Verbo (o: Palabra) y se preparó este inmenso mundo visible, se mostraba al mismo tiempo, mediante la figura de la alegoría, qué (elementos) podían embellecer este mundo más pequeño, esto es el hombre; y entonces ya el hombre mismo es creado según lo que se declara a continuación.

La creación del hombre

12. «Y dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los animales, la tierra entera y todos los seres que reptan sobre la tierra”» (Gn 1,26).

Consecuentemente, según lo que expusimos más arriba, (Dios) quiere que el hombre, tal como nosotros lo hemos descrito, domine sobre las bestias ya mencionadas, las aves, los reptiles, los cuadrúpedos y todos los demás. Explicamos (o: expusimos) en qué modo deben entenderse estas cosas alegóricamente cuando dijimos que al agua, esto es, al espíritu, se le ordena producir el sentido espiritual, y a la tierra, proferir el sentido carnal, para que el espíritu los domine y no sea dominado por ellos. Porque Dios quiere que esta gran “obra” (cf. Ef 2,10) divina, (que es) el hombre, por cuya causa incluso fue creado el universo entero, no sólo sea inmaculado e inmune a las cosas mencionadas más arriba, sino que también las domine.

Pero consideremos ahora, por las palabras mismas de la Escritura, qué tipo de ser viviente es el hombre.

Todas las demás criaturas llegan a ser por mandato de Dios, diciendo la Escritura: «Y dijo Dios: “Sea el firmamento” (Gn 1,6); y dijo Dios: “Que el agua que está debajo del cielo se reúna en una sola masa y aparezca lo seco” (Gn 1,9); y dijo Dios: “Produzca la tierra hierba del campo”» (Gn 1,11). De la misma manera se expresa en los casos restantes. Pero veamos cuáles son (las criaturas) que hizo Dios mismo y, por ellas, nos daremos cuenta de la grandeza del hombre.

“Al principio hizo Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1). De modo semejante dice: “E hizo dos grandes luminarias” (Gn 1,16); y ahora de nuevo: “Hagamos al hombre” (Gn 1,26). Sólo en estos (casos), y no en ninguno de los otros, se atribuye la obra a Dios mismo; sino que solamente del cielo y de la tierra, del sol, la luna y las estrellas y, ahora, del hombre, (se dice) que fueron hechos por Dios; de todas las demás (criaturas) se dice que fueron hechas por su mandato. A partir de esto, por tanto, considera cuánta sea la grandeza del hombre, que es igualado a elementos tan grandes y eminentes, que tiene el honor del cielo -por eso, se le promete “el reino de los cielos” (cf. Mt 5,3 ss.)-, que tiene también la gloria de la tierra, puesto que espera entrar en una tierra buena, “la tierra de los vivientes que mana leche y miel” (cf. Ex 8,8; 33,3); que posee el honor del sol y de la luna, teniendo la promesa de resplandecer “como el sol en el reino de Dios” (cf. Mt 13,43).

El hombre creado a imagen de Dios

13. En la condición del hombre veo aún más eminente aquello que no encuentro dicho en otra parte: “Y Dios hizo al hombre, lo hizo a imagen de Dios” (Gn 1,27). Esto no lo encontramos atribuido ni al cielo, ni a la tierra, ni al sol, ni a la luna.

Ciertamente, a este hombre que, dice (la Escritura), ha sido hecho “a imagen de Dios”, no lo entendemos como corporal; porque la figura del cuerpo no contiene la imagen de Dios, ni del hombre corpóreo se dice que haya sido hecho, sino plasmado, como está escrito a continuación. Dice, en efecto: “Y plasmó Dios al hombre”, es decir, lo modeló “del limo de la tierra” (Gn 2,7).

Éste que ha sido hecho “a imagen de Dios” es nuestro hombre interior, invisible, incorpóreo, incorruptible e inmortal; puesto que en estas tales se comprende más exactamente la imagen de Dios. Pero si alguno piensa que el hecho “a imagen y semejanza de Dios” es este hombre corpóreo, parece suponer que Dios mismo es corpóreo y de forma humana: lo cual es tener de Dios un concepto manifiestamente impío. En fin, cuando estos hombres carnales, que ignoran el sentido de la divinidad, leen en cualquier parte de las Escrituras: “Porque el cielo es mi trono y la tierra el escabel de mis pies” (Is 66,1), piensan que Dios tiene un cuerpo tan grande que lo imaginan sentado en el cielo y con los pies llegando hasta la tierra. Y piensan esto porque no tienen oídos para poder escuchar dignamente las palabras de Dios que, sobre Dios, refiere la Escritura. Puesto que (la palabra) que dice: “El cielo es mi trono” se entiende dignamente de Dios cuando se sabe que Dios reposa y reside en aquellos cuya “morada está en los cielos” (cf. Flp 3,20). Pero en esos que llevan todavía una vida terrena, se encuentra la parte más extrema de su providencia, la que se significa alegóricamente con el nombre de pies. Si, por casualidad, algunos de estos muestran el esfuerzo y el deseo de devenir celestiales por la perfección de la vida y la elevación del pensamiento, también ellos llegan a ser trono de Dios, tras haberse convertido en celestiales por su conducta. Ellos también dicen: “Nos has resucitado con Cristo y nos has sentado juntamente con él en los cielos” (Ef 2,6). Pero también aquellos cuyo “tesoro está en el cielo” (Mt 19,21) pueden llamarse celestiales y trono de Dios, porque “su corazón está allí donde está su tesoro” (cf. Lc 12,34). Y Dios no sólo reposa sobre ellos, sino que inhabita en ellos (cf. 2 Co 6,16).

Pero si uno es capaz de llegar a una grado tal (o: ser tan grande) que pueda decir: “¿O buscan la prueba de que (es) Cristo quien habla en mí” (2 Co 13,3)?, en éste, Dios no sólo inhabita, sino que camina dentro de él. Y por eso, todos los perfectos, hechos celestiales o llegados a ser “cielos”, “narran la gloria de Dios” (Sal 18[19],1), como dice el Salmo. Por eso, en fin, también los apóstoles, que eran cielos, son enviados a narrar la gloria de Dios y reciben el nombre de “Boanerges, es decir, hijos del trueno” (cf. Mc 3,17), para que, por la potencia del trueno creamos que son verdaderamente “cielos”.

Por tanto, “Dios hizo al hombre, a imagen de Dios lo hizo” (Gn 1,17). Conviene que veamos cuál es esta imagen de Dios y que indaguemos a semejanza de qué imagen fue hecho el hombre. Porque no dijo que Dios hizo al hombre su imagen y semejanza, sino que “lo hizo a imagen de Dios”. ¿Cuál es, entonces, la otra imagen de Dios, a cuya semejanza ha sido hecho el hombre, sino nuestro Salvador?, que es “el primogénito de toda creatura” (Col 1,15); sobre Él está escrito que es “esplendor de la luz eterna y figura tangible de la sustancia de Dios” (Hb 1,3); y él mismo dice de sí: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14,10) y “el que me a visto, ha visto también al Padre” (Jn 14,9). Porque, como el que ve la imagen de alguien, ve a aquel del cual es imagen, así también mediante el Verbo de Dios, que es la imagen de Dios, ve uno a Dios. Y de este modo será verdadero lo que dijo: “El que me ha visto, ha visto también al Padre” (Jn 14,9).

Por tanto, el hombre fue hecho a semejanza de esta imagen, y por eso nuestro Salvador, que es la imagen de Dios, movido por la misericordia hacia (lit.: por) el hombre, que había sido hecho a su semejanza, viendo que, depuesta su imagen, había revestido la imagen del maligno, asumió Él mismo, movido por la misericordia, la imagen del hombre (y) vino a él, como atestigua también el Apóstol diciendo: “Aunque era de condición divina, no consideró como un botín ser igual a Dios, sino que se humilló a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres y, encontrado en el porte como hombre, se humilló hasta la muerte” (Flp 2,6-8).

Por tanto, todos los que vienen a él y se esfuerzan por ser partícipes de la imagen espiritual (lit.: razonable), mediante su progreso “se renuevan cotidianamente según el hombre interior” (cf. 2 Co 4,16) a imagen de aquel que les hizo, de modo que puedan llegar a ser “conformes al cuerpo de su gloria” (cf. Flp 3,21), pero cada uno en proporción a sus fuerzas. Los apóstoles se transformaron de tal manera a su semejanza que el mismo (Jesús) dice de ellos: “Voy a mi Padre y al Padre de ustedes, a mi Dios y a su Dios” (Jn 20,17). Por que Él mismo había pedido ya al Padre por sus discípulos, para que les fuese devuelta la semejanza original, cuando dice: “Padre, haz que, como tú y yo somos uno, también estos sean uno en nosotros” (Jn 17,21-22).

Contemplemos, por tanto, siempre esta imagen de Dios, para que podamos ser transformados a su semejanza. Porque si el hombre, hecho a imagen de Dios, mirando -contra (su propia) naturaleza- la imagen del diablo, se hace por el pecado semejante a él, cuánto más, mirando la imagen de Dios, a cuya semejanza fue hecho por Dios mediante el Verbo y el poder de Él, podrá recibir aquella forma [de Él] que le había sido dada por naturaleza. Y nadie, viendo que tiene mayor semejanza con el diablo que con Dios, desespere de poder recuperar de nuevo la forma de la imagen de Dios, porque el Salvador no vino “a llamar a los justos a la penitencia, sino a los pecadores” (cf. Lc 5,32). Mateo era publicano (cf. Mt 10,3), y ciertamente su imagen se asemejaba al diablo, pero, viniendo a la imagen de Dios, nuestro Señor y Salvador, y siguiéndola, fue transformado a semejanza de la imagen de Dios. “Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, su hermano (cf. Mt 4,21), eran pescadores (cf. Mt 4,18) y hombres sin letras” (Hch 4,13) que, entonces, se asemejaban sin duda más a la imagen del diablo; pero, siguiendo también ellos la imagen de Dios, se hicieron semejantes a ella como también los demás apóstoles. Pablo era perseguidor de la imagen misma de Dios (cf. 1 Tm 1,13), pero pudo contemplar su belleza y esplendor, (y), tras haberla visto, se transformó de tal manera a su semejanza que decía: “¿O buscan una prueba de que habla en mí Cristo?” (2 Co 13,3).

Los creó hombre y mujer

14. «Hombre y mujer los hizo, y los bendijo Dios diciendo: “Crezcan y multiplíquense, y llenen la tierra, y dominen en ella”» (Gn 1,27-28).

Parece conveniente indagar en este lugar, según una explicación literal, por qué, no habiendo sido hecha todavía la mujer, dice la Escritura: “Hombre y mujer los hizo”. Tal vez, pienso yo, por causa de la bendición con que los bendijo diciendo: “Crezcan y multiplíquense, y llenen la tierra”, (y) previendo lo que habría de suceder, dice: “Hombre y mujer los hizo”; porque el hombre no podía crecer ni multiplicarse de otra manera sino con la mujer. Por tanto, para que se creyese sin sombra de duda que su bendición habría de llevarse a cabo, dice: “Los hizo hombre y mujer”. Así, el hombre, viendo esto, que crecer y multiplicarse era consecuencia de su unión con la mujer, podía tener una esperanza más segura en la bendición divina. Puesto que si la Escritura hubiese dicho: “Crezcan y multiplíquense, y llenen la tierra, y dominen en ella”, sin añadir que “los hizo hombre y mujer”, es evidente que el hombre habría permanecido incrédulo a la bendición divina, como María, que, a la bendición con que era bendita por el ángel, dice: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34).

O tal vez (se dijo aquello), porque todas las obras hechas por Dios se presentan conjuntas y unidas, como el cielo y la tierra, como el sol y la luna; por consiguiente, para mostrar por qué también el hombre es obra de Dios y fue creado con la armonía y la conjunción adecuadas, por eso, anticipándose, dice: “Los hizo hombre y mujer”.

Lo dicho responde a una cuestión (de interpretación) según la letra (o: literal).

El espíritu y el alma del hombre

15. Pero veamos también, según la alegoría, de qué modo el hombre fue hecho varón y mujer, a imagen de Dios.

Nuestro hombre interior consta de espíritu y de alma. Se dice hombre al espíritu; el alma puede llamarse mujer; si estos tienen entre sí mutua concordia y consenso, por la misma unión entre sí crecen y se multiplican y engendran hijos: los buenos sentimientos, las ideas y los pensamientos útiles mediante los cuales llenan la tierra y la dominan, es decir, que someten a sí la inclinación de la carne y, una vez dominada, la convierten hacia las mejores disposiciones; ello sucede cuando la carne no se ensoberbece en nada contra la voluntad del espíritu. Pero si el alma, ya unida al espíritu, y, por así decir, conyugalmente unida a él, se inclina alguna vez hacia los placeres corporales e inclina su sentir al deleite de la carne, y bien parece obedecer a las saludables advertencias del espíritu, o bien cede a los vicios carnales, tal alma, como contaminada por el adulterio del cuerpo, no puede decirse que crezca ni que se multiplique legítimamente, puesto que la Escritura considera (o: declara, designa) imperfectos a los hijos de los adúlteros (cf. Sb 3,16). Porque un alma semejante, que abandona la unión con el espíritu y se postra totalmente al sentir de la carne y a los deseos del cuerpo, como si se hubiese apartado impúdicamente de Dios, oirá: “Porque tu cara se te ha convertido en cara de meretriz, sin pudor te has entregado a todos” (Jr 3,3). En consecuencia, será castigada como una meretriz, (y) se ordena preparar una matanza para sus hijo (cf. Is 14,21).

Dominen sobre todos los animales

16. “Y dominen a los peces del mar y a las aves del cielo y a las bestias de carga y a todos [los animales] que están sobre la tierra y a los reptiles que reptan sobre la tierra” (Gn 1,28).

Ya hemos interpretado esto según la letra (cf. 1,12), cuando decíamos que «Dios dijo: “Hagamos al hombre”», y lo demás, donde dice: “Y dominen a los peces del mar y a las aves del cielo” (Gn 1,26), y lo que sigue. Sin embargo, según la alegoría, me parece que en los peces, las aves, los animales y reptiles de la tierra se significan aquellas cosas de las que, no sin motivo, hablamos más arriba, esto es, o las que proceden del sentir del alma y del pensamiento del corazón, o las que brotan de los deseos corporales y de los movimientos de la carne. Los santos, que conservan en sí mismos la bendición de Dios, ejercen su dominio (sobre tales cosas), moviendo al hombre entero conforme a la voluntad del espíritu; los pecadores, en cambio, están más bien bajo el dominio de esas cosas que brotan de los vicios de la carne y de los placeres del cuerpo

Los alimentos del hombre

17. «Y dijo Dios: “He aquí que les he dado toda hierba con semilla (lit.: seminal) que siembra la semilla que está sobre toda la tierra, y todo árbol que tiene en sí fruto de semilla para sembrar (lit.: seminal): les servirá de alimento a ustedes y a todas las bestias de la tierra y a todas las aves del cielo y a todos los reptiles que reptan sobre la tierra, que tienen en sí alma viviente”» (Gn 1,29-30).

El sentido histórico (o: el contenido literal) de esta sentencia indica claramente que, al principio, Dios permitió servirse como alimento de hierbas, es decir, de legumbres y frutos de los árboles. Pero, más tarde, con la alianza hecha con Noé después del diluvio, se dio a los hombres la facultad de comer carnes (cf. Gn 9,3-4). Explicaremos mejor las razones (o: causas) de estas cosas en su lugar.

Pero, según la alegoría, la hierba de la tierra y sus frutos, concedidos a los hombres como alimento, pueden entenderse referidos a las pasiones corporales; por ejemplo, la ira y la concupiscencia son gérmenes corporales, y los frutos de tales gérmenes, esto es, las obras, son comunes a nosotros, seres racionales, y a las bestias de la tierra. Pero cuando nos encolerizamos por la justicia, es decir, para la reprensión del culpable y para su enmienda en orden a la salvación, nos alimentamos de este fruto de la tierra y la ira corporal, por cuyo medio reprimimos el pecado y reparamos la justicia, se convierte en nuestro alimento.

Y para que no te parezca que sacamos esta consideración de nuestro sentir antes que de la autoridad de la divina Escritura, vuelve al libro de los Números y recuerda lo que hizo el sacerdote Fineés, que, cuando vio a una meretriz madianita entregarse, ante los ojos de todos, a los abrazos impuros con un varón israelita, lleno de la ira del celo (divino), tomó una espada y les traspasó a ambos el pecho (cf. Nm 25,7-8). Esta acción le fue contada por Dios para justicia, según la palabra del Señor: “Fineés ha aplacado mi ira y le será computado para justicia” (cf. Nm 25,11-12; Sal 105[106],31).

Por ende, este alimento terreno de la ira se hace nuestro alimento cuando usamos razonablemente de él para justicia.

Pero si la ira lleva a actos irracionales como castigar a inocentes y enfurecerse contra los que no hacen ningún mal (o: en nada delinquen), éste será el alimento de las bestias del campo, de las serpientes de la tierra y de los pájaros del cielo; porque de esos alimentos se nutren también los demonios, que se alimentan de nuestras malas acciones y las favorecen. Y un ejemplo de este género de acción es Caín que, por la cólera de la envidia, engañó a su hermano inocente (cf. Gn 3,8).

De modo similar debemos pensar también de la concupiscencia y de cada una de las pasiones de esta especie. Porque cuando “nuestra alma anhela y desfallece por el Dios vivo” (cf. Sal 83[84],3), la concupiscencia es nuestro alimento; pero cuando miramos con deseo a la mujer de otro (cf. Mt 5,28) o codiciamos algún bien del prójimo (cf. Ex 20,17), la concupiscencia se convierte en un alimento bestial; como ejemplo puede servir la concupiscencia de Ajab y la acción de Jezabel respecto a la viña de Nabot de Izreel (cf. 1 R 21).

Ciertamente debe observarse la cautela de la Sagrada Escritura, incluso en el uso de las palabras; cuando ésta dice sobre los hombres: «Dijo Dios: “He aquí que les he dado toda la hierba con semilla que está sobre la tierra y todo árbol que está sobre la tierra: les servirá de alimento”» (Gn 1,29); sobre las bestias, no dijo: “Les dio todas estas cosas en alimento”, sino: “Les servirá de alimento” (Gn 1,30), para que, según el sentido espiritual que expusimos, se comprenda que estas pasiones le fueron dadas por Dios al hombre y que, no obstante, Dios predice que servirán también de alimento a las bestias de la tierra. Por eso, la divina Escritura ha usado un lenguaje sumamente cauto; ella afirma que Dios dice a los hombres: “Les he dado estas cosas como alimento” (Gn 1,29); pero, cuando pasa a las bestias, no lo dice con el sentido del que manda, sino del que predice, que servirán también de alimento a las bestias, a los pájaros y a las serpientes.

Pero nosotros, según la palabra del apóstol Pablo, “apliquémonos a la lectura” (cf. 1 Tm 4,13), para que podamos, como él mismo dice, recibir “el pensamiento de Cristo” (1 Co 2,16) y conocer “lo que Dios no ha concedido” (1 Co 2,12), y no hagamos de las cosas que nos fueron dadas por alimento comida de cerdos y de perros (cf. Mt 7,6), sino que preparemos en nosotros alimentos tales que nos hagan dignos de recibir en el asilo de nuestro corazón al Verbo e Hijo de Dios, que viene con su Padre y que quiere hacer morada en nosotros (cf. Jn 14,23), en el Espíritu Santo, del que debemos ser ante todo templo (cf. 1 Co 6,19) por (nuestra) santidad.

A Él la gloria en la eternidad de los siglos de los siglos. Amén (cf. Rm 11,36; 1 P 4,11).