OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (276)

La Útima Cena

Hacia 1425-1430

Biblia

Regensburg, Alemania

Orígenes (+ 253)[*]  

CPG 1411. Dieciséis homilías sobre el Génesis (In Genesim homiliae XVI [latine, Rufino interprete])[1]. 

No se ha encontrado en Internet este texto en castellano, por lo que lo ofrecemos a continuación.


Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis[2] 

Homilía I: La creación

   El principio

1. “En el principio hizo Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1). ¿Cuál es el principio de todo sino Jesucristo, nuestro Señor y “Salvador de todos” (cf. 1 Tm 4,10), “el primogénito de toda criatura” (cf. Col 1,15)? En este principio, por tanto, es decir, en su Verbo, “hizo Dios el cielo y la tierra”, como dice también el evangelista Juan en el inicio de su Evangelio: “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por medio de él y sin él no se hizo nada” (Jn 1,3). Él no habla aquí de un principio temporal, sino (que dice) que el cielo y la tierra y todo cuanto se hizo se hizo “en el principio”, esto es, en el Salvador.

Las tinieblas

“La tierra era invisible e informe, las tinieblas cubrían el abismo y el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas” (Gn 1,2). “La tierra era invisible e informe” antes de que Dios dijera: “Hágase la luz” (Gn 1,3), y antes de que separase la luz de las tinieblas, según lo declara el orden de la narración. Pero puesto que, en lo que viene a continuación, Dios manda que sea el firmamento y lo llama cielo, cuando lleguemos a este punto daremos razón de la diferencia entre el cielo y el firmamento (y) de por qué el firmamento es llamado también cielo. Ahora, sin embargo, dice: “Las tinieblas cubrían el abismo” (Gn 1,2). ¿Qué es el abismo? Sin duda aquel en el que estarán “el diablo y sus ángeles” (cf. Ap 12,9; 20,3; Mt 25,41). Y esto se indica también claramente en el Evangelio, cuando se dice del Salvador: “Y los demonios que expulsaba le rogaban que no les mandase ir al abismo” (Lc 8,31).

Por eso, Dios disipa las tinieblas, como dice la Escritura: «Y dijo Dios: “Hágase la luz”, y la luz se hizo. Y vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas. Y Dios llamó a la luz “día” y a las tinieblas “noche”. Y atardeció y amaneció, un día» (Gn 1,3-5).

El tiempo

Según la letra, Dios llama a la luz «día» y a las tinieblas «noche».

Pero, en su sentido espiritual, veamos por qué, cuando Dios en aquel comienzo del que dijimos más arriba que “hizo el cielo y la tierra”, y que “se hiciese la luz, y separó la luz de las tinieblas, y llamó a la luz día y a las tinieblas noche”, y dijo “que hubiese tarde y que hubiese mañana”, no dijo: “el día primero”, sino “un día” (Gn 1,5). Porque, antes de que fuese el mundo, no existía aún el tiempo. El tiempo comienza a ser con los días que siguen. En efecto, el segundo día, el tercero, el cuarto y todos los demás, empiezan a designar el tiempo. 

El segundo día. El cielo y el firmamento

2. «Y dijo Dios: “Haya un firmamento en medio del agua y separe agua de agua”. Y así fue. Y Dios hizo el firmamento» (Gn 1,6-7).

Una vez hecho el cielo, Dios hace ahora el firmamento. Porque Él hizo en primer lugar el cielo, del que dice: “El cielo es mi trono” (Is 66,1); y, después, hace el firmamento, es decir, el cielo corporal; puesto que todo cuerpo es, sin duda alguna, firme y consistente (o: sólido), y esto es lo que “separa el agua que está sobre el cielo y el agua que está bajo el cielo” (cf. Gn 1,7).

Porque como todo lo que Dios se disponía a hacer constaría de espíritu y de cuerpo, se dice que el cielo, es decir, toda la sustancia espiritual en la que Dios reposa como en un trono, se hizo “en el principio” y antes que todas las cosas. Pero este cielo, es decir, el firmamento, es corporal. Y por eso, ese primer cielo que hemos llamado espiritual es nuestra mente (o: espíritu), también espíritu en sí misma, esto es, nuestro hombre espiritual que ve y contempla a Dios. Pero este cielo corporal, al que se da nombre de firmamento, es nuestro hombre exterior que ve con los ojos del cuerpo.

Y, del mismo modo que el firmamento es llamado cielo por dividir las aguas que están por encima de él de las que están por debajo del mismo, así también el hombre, que ha sido puesto en el cuerpo, si pudiese separar y distinguir entre las aguas superiores que están “por encima del firmamento” y las que están “por debajo del firmamento”, él mismo también será llamado cielo, es decir, “hombre celestial” (cf. 1 Co 15,47), según la sentencia del apóstol Pablo que dice: “Nuestra morada está en los cielos” (Flp 3,20).

He aquí, por tanto, lo que contienen las palabras mismas palabras de la Escritura: “Y Dios hizo el firmamento, y separó el agua que está bajo el firmamento del agua que está sobre el firmamento. Y Dios llamó al firmamento cielo. Y vio Dios que era bueno; y pasó una tarde y pasó una mañana, el día segundo” (Gn 1,7-8).

Las aguas de lo alto

Cada uno de ustedes se esfuerce, entonces, en ser el que separa el agua que está encima de la que está debajo, a fin de que, consiguiendo la inteligencia y la participación del agua espiritual “que está por encima del firmamento”, haga salir “de su vientre ríos de agua viva que salen hasta la vida eterna” (cf. Jn 7,38 y 4,14), netamente segregado y separado del agua de abajo, es decir, del agua del abismo, en el cual se dice que están las tinieblas y habitan “el príncipe de este mundo” (cf. Jn 12,31) y “el dragón” enemigo “y sus ángeles” (Ap 12,7; 20,3), como se ha indicado más arriba.

Así, por tanto, participando del agua superior, que se dice está por encima de los cielos, cada fiel deviene celestial; es decir, tiene su pensamiento (o: espíritu) en las cosas elevadas y excelsas, sin pensar en nada terreno, sino enteramente celestial, “buscando las cosas de arriba, donde Cristo está a la derecha del Padre” (Col 3,1). Porque entonces Dios le juzgará digno de la alabanza que se encuentra en nuestro texto cuando dice: “Y vio Dios que era bueno” (Gn 1,8).

El tercer día. La tierra fértil

En fin, también las cosas que se describen a continuación respecto del tercer día deben entenderse según la misma significación.

Dice, en efecto, (la Escritura): «Y dijo Dios: “Que el agua que está bajo del cielo se reúna en una sola masa y aparezca el suelo seco”. Y así fue» (Gn 1,9).

Trabajemos, entonces, por reunir “el agua que está bajo el cielo” y arrojarla lejos de nosotros, para que, hecho esto, aparezca “lo seco”, que son nuestras obras hechas en la carne, “a fin de que los hombres, viendo nuestras buenas obras, glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos” (cf. Mt 5,16). Porque si no separamos de nosotros estas aguas que están bajo el cielo, esto es, los pecados y vicios de nuestro cuerpo, no podrá aparecer nuestra aridez, ni tendremos seguridad (o: confianza) de avanzar hacia la luz. “Porque todo el que hace el mal odia la luz, y no viene a la luz para que sus obras no le acusen. Pero el que cumple la verdad viene a la luz para que se manifiesten sus obras y se vea si fueron hechas en Dios” (cf. Jn 3,20. 21). Y esta seguridad no nos será dada si, como las aguas, no rechazamos y apartamos de nosotros los vicios del cuerpo, que son la materia de los pecados. Hecho esto, nuestra aridez ya no seguirá siendo aridez, como se verá por lo que sigue.

Dice, en efecto, la Escritura: «Y el agua que está bajo el cielo se reunió en su masa y apareció lo seco. Y llamó Dios a lo seco “tierra” y a la masa de las aguas “mar”» (Gn Gn 1,9). Ahora bien, del mismo modo que esto seco, una vez separado del agua, como hemos dicho más arriba, no permanece por más tiempo seco, sino que fue llamado “tierra”, así también nuestros cuerpos, si se hace tal separación, no seguirán siendo “sequedad”, sino que serán llamados “tierra”, ya que podrán llevar desde entonces fruto para Dios.

Porque, ciertamente, “al comienzo Dios hizo el cielo y la tierra” (Gn 1,1); después hizo “el firmamento y lo seco”; y “llamó al firmamento cielo”, dándole el nombre de ese cielo que había creado antes; y llamó a lo “seco tierra”, porque le dio la facultad de dar fruto. Por tanto, si uno permanece por su culpa todavía seco y no da ningún fruto, sino “espinas y abrojos” (cf. Gn 3,18; Hb 6,8), como si produjese “comida para el fuego” (cf. Is 9,19), él mismo, conforme a lo que produce de sí, se hace también “un alimento para el fuego”. Pero si, con su esfuerzo y diligencia, separando de sí las aguas del abismo, que son los pensamientos de los demonios, se muestra (como) tierra fructífera, debe esperar un trato similar: ser también introducido por Dios en “una tierra que mana leche y miel” (cf. Ex 3,8; 33,3).

Dar fruto

3. Pero veamos, por lo que sigue, cuáles son los frutos que Dios manda producir a esa tierra a la que él mismo ha concedido este nombre. «Y vio Dios que era bueno. Y dijo Dios: “Produzca la tierra hierba del campo que lleve semilla según su especie y según su semejanza, y árboles frutales que produzcan fruto cuya simiente esté en él según su semejanza sobre la tierra”. Y así fue» (Gn 1,10-11).

En su sentido literal, los frutos que produce “la tierra”, no “el suelo seco”, son manifiestos.

Pero refirámoslo también a nosotros una vez más. Si ya nos hemos hecho “tierra”, si ya no somos “aridez”, demos a Dios frutos abundantes y variados, para que también nosotros seamos bendecidos por el Padre que dice: “He aquí el olor de mi hijo como olor de un campo fecundo que el Señor ha bendecido” (Gn 27,27), y para que aquello que dice el Apóstol se cumpla en nosotros: “Porque la tierra que frecuentemente recibe la lluvia que cae sobre ella y produce hierba útil para los que la cultivan, recibe las bendiciones de Dios; pero la que produce espinas y abrojos es desechada y está próxima a la maldición, y terminará por ser quemada” (Hb 6,7-8).

4. “Y la tierra produjo la hierba del campo que lleva semilla según su especie y según su semejanza, y árboles frutales que producen fruto, cuya semilla dentro de sí mismos da fruto según su especie sobre la tierra. Y vio Dios que era bueno. Y hubo tarde y hubo mañana, el día tercero” (Gn 1,12-13).

(Dios) no sólo manda a la tierra producir “hierba del campo”, sino también “semilla”, para que pueda llevar fruto siempre; y no sólo “árboles frutales”, sino que también “produzcan frutos cuya semilla esté en ellos según su especie”, es decir, para que, gracias a estas semillas que tienen en sí, puedan producir siempre fruto.

También nosotros, de igual manera, debemos dar fructificar y retener (lit.: tener) en nosotros mismos las semillas, es decir, guardar en nuestro corazón las semillas de todas las buenas obras y de todas las virtudes, de modo que, teniéndolas fijas en nuestras espíritus, ya cumplamos por (o: en virtud de) las mismas, según justicia, todos los actos que se nos presenten. Porque estos actos nuestros, cuando provienen “del buen tesoro de nuestro corazón” (cf. Lc 6,45), son los frutos de aquella semilla.

Ahora bien, si escuchamos la “palabra” y, tras haberla escuchado, nuestra tierra produce “en seguida” hierba y esta hierba, antes de madurar y fructificar, “se seca”, nuestra tierra será llamada “pedregosa” (cf. Mt 13,5-6. 20). Pero si (las palabras) dichas se implantan en nuestro corazón con raíces tan profundas que “den fruto” de obras y tengan en sí las semillas de los bienes futuros, entonces verdaderamente la tierra de cada uno de nosotros dará fruto según su capacidad (o: fuerza): una, el “ciento”; otra, el “sesenta”; y otra, “el treinta por uno” (cf. Mt 13,8. 23). Pero también nos ha parecido necesario advertir que nuestro fruto no debe tener en ninguna parte “cizaña” (cf. Mt 13,25), es decir, que en ninguna parte tenga malas hierbas; para que no esté “al borde del camino” (cf. Lc 8,5), sino que debe sembrarse en el mismo camino, en aquel (camino) que dice: “Yo soy el camino” (Jn 14,6), para que “las aves del cielo” (cf. Mt 13,4; Lc 8,5) no coman nuestros frutos ni nuestra viña. Sin embargo, si alguno de nosotros ha merecido ser viña, vea de no producir “espinas” en vez de uvas, porque de otro modo no será ya “podada ni cavada”, ni se mandará “a las nubes que dejen caer sobre ella la lluvia”, sino que, al contrario, se la dejará “desierta” para que en ella crezcan las “espinas” (cf. Is 5,2. 6).

El cuarto día. Los astros del firmamento

5. Después de esto, el firmamento puede ya ser adornado también con los astros. Porque dijo Dios: “Haya lumbreras en el firmamento del cielo para que alumbren sobre la tierra y separen el día de la noche” (Gn 1,14).

Como en este firmamento, que ya había sido llamado cielo, Dios manda que haya lumbreras para que “separen el día de la noche”, así también puede sucedernos a nosotros, si nos esforzamos por ser llamados y hechos cielo: tendremos en nosotros como lumbreras que nos alumbren a Cristo y a su Iglesia. Puesto que Él es “la luz del mundo” (cf. Jn 8,12), y el que ilumina a la Iglesia también con su luz. Porque, como se dice que la luna recibe su luz del sol, para que también la noche pueda ser iluminada por ella, así también la Iglesia, recibiendo la luz de Cristo, ilumina a todos los que se encuentran en la noche de la ignorancia.

Pero si alguno progresa en esto hasta el punto de ser “hijo de Dios, caminando honestamente como en pleno día” (cf. Rm 13,13), como “hijo del día e hijo de la luz” (cf. 1 Ts 5,5), a ése le ilumina el mismo Cristo como al día el sol.

Las épocas, los días y los años

6. «“Y hagan de señales para los tiempos, los días y los años; y hagan de lumbreras en el firmamento del cielo para alumbrar sobre la tierra”. Y así fue» (Gn 1,14-15).

Como estas lumbreras del cielo, que vemos fueron puestas “para ser signos y para señalar los tiempos, los días y los años”, y para alumbrar desde el firmamento celestial a los que están sobre la tierra, de este modo Cristo también iluminando a su Iglesia, da por medio de sus preceptos signos para que, recibido (o: aceptado) el signo, sepamos cómo escapar de “la ira que está por venir” (cf. 1 Ts 1,10; Mt 3,7; Lc 3,7), de modo que “aquel día no nos sorprenda como un ladrón” (cf. 1 Ts 5,4), sino que más bien podamos llegar al “año aceptable del Señor” (cf. Is 61,2).

Cristo es, por tanto, “la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9), y la Iglesia, iluminada también por su luz, se convierte ella misma en “luz del mundo” que ilumina “a los que están en las tinieblas” (Rm 2,19), como atestigua el mismo Cristo cuando dice a sus discípulos: “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5,14). De esto se muestra por qué Cristo es la luz de los apóstoles y los apóstoles la “luz del mundo”. Porque ellos mismos, “no teniendo mancha, ni arruga, ni nada semejante” (son) la verdadera Iglesia, como dice también el Apóstol: “A fin de presentar ante sí una Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante” (Ef 5,27).

Las grandes luminarias y las estrellas

7. “Y Dios hizo dos grandes luminarias: la luminaria mayor para presidir el día, la luminaria menor para presidir la noche, y las estrellas. Y las puso Dios en el firmamento del cielo, para que alumbren sobre la tierra, para dominar en el día y en la noche y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno. Y pasó una tarde y pasó una mañana, el día cuarto” (Gn 1,16-19).

Como del sol y de la luna se dice que son grandes luminarias en el firmamento del cielo, así también de Cristo y de la Iglesia en nosotros. Pero, puesto que Dios puso también estrellas en el firmamento, veamos cuáles son las estrellas en nosotros, es decir, en el cielo de nuestro corazón.

Moisés es en nosotros una estrella que brilla y nos ilumina con sus actos (o: acciones). Asimismo, Abraham, Isaac, Jacob, Isaías, Jeremías, Ezequiel, David, Daniel y todos aquellos de quienes la santa Escritura ha dado testimonio de que agradaron a Dios (cf. Hb 11,5). Porque como “una estrella difiere de otra estrella por su resplandor (lit.: gloria)” (cf. 1 Co 15,41), así también cada uno de los santos difunde su luz en nosotros según su grandeza (o: magnitud).

Y como el sol y la luna iluminan nuestros cuerpos, así también Cristo y la Iglesia iluminan nuestras mentes; pero las iluminan si nosotros no somos ciegos espirituales. Porque como los ciegos de ojos corporales no pueden recibir la luz del sol y de la luna, aunque sean iluminados por ellos, así también Cristo concede su luz a nuestros espíritus, pero sólo nos iluminará si no lo impide en modo alguno la ceguera del espíritu. En caso de que esto suceda, es preciso, primero, que los que son ciegos sigan a Cristo, «diciendo y gritando: “Ten piedad de nosotros, hijo de David”» (Mt 9,27), para que, tras recibir de él la vista, puedan también inmediatamente después ser irradiados por el esplendor de su luz.

Pero no todos los que ven son igualmente iluminados por Cristo, sino cada uno en la medida en que es capaz de recibir la fuerza de la luz. Y como los ojos de nuestro cuerpo no son iluminados de la misma manera por el sol, sino que, cuanto más haya subido uno a lo alto y haya contemplado su nacimiento desde la visión de un lugar más elevado, tanto más percibirá su resplandor y su calor, así también nuestro espíritu: cuanto más en alto y de modo más excelso (o: sublime) se haya acercado a Cristo y más de cerca se haya expuesto al resplandor de su luz, con tanta mayor magnificencia y claridad será irradiado por su luz, como Él mismo dice por medio del profeta: “Acérquense a mí y yo me acercaré a ustedes, dice el Señor” (Za 1,3); y de nuevo dice: “Yo soy un Dios cercano y no un Dios lejano” (Jr 23,23).

Sin embargo, no todos vamos a Él de la misma manera, sino cada uno “según su propia capacidad (o: fuerza)” (cf. Mt 25,15). Puesto que, o vamos con la multitud y nos restaura mediante parábolas (cf. Mt 13,34), simplemente (o: sólo) para que, por los muchos ayunos, no desfallezcamos en el camino (cf. Mt 15,32; Mc 8,3), o permanecemos continua e incesantemente sentados a sus pies desocupados sólo para escuchar “su palabra” y sin dejarnos perturbar en nada “por un servicio múltiple”, sino escogiendo “la mejor parte, que no nos será quitada” (cf. Lc 10,39-40). Y ciertamente, quienes acceden así a Él (cf. Mt 13,36), obtienen mucho más de su luz. Y si, como los apóstoles, nunca nos alejamos de Él lo más mínimo, sino que permanecemos siempre con él en todas sus tribulaciones (cf. Lc 22,28), entonces nos expone y explica en secreto lo que había dicho a las multitudes (cf. Mc 4,34) y nos ilumina mucho más claramente. Pero si uno es tal que también puede subir a la montaña con él, como Pedro, Santiago y Juan (cf. Mt 17,1-3), éste será iluminado no sólo por la luz de Cristo, sino también por la voz de su propio Padre.



[*] Información sobre Orígenes:

http://www.conoze.com/doc.php?doc=3099 (Quasten). 

http://www.holytrinitymission.org/books/spanish/patrologia_r_trevijano.htm#_Toc45206832 (Trevijano).

[1] Mantenemos nuestra opción de seguir el orden propuesto por la CPG. Y dejamos de lado aquellas obras del Alejandrino que sólo han llegado de modo fragmentario hasta nosotros.

[2] Texto latino en: Origenes Werke. Sechster Band. Homilien zum Hexateuch in Rufins Übersetzung, ed. W. A. Baehrens. Erster teil. Die Homilien zu Genesis, Exodus und Leviticus, Leipzig, J. C. Hinrichs’sche Buchhandlung, 1920, pp. 1 ss. (Die griechischen christlichen Schriftsteller der ernsten drei Jahrhunderte, 29); y en Sources Chrétiennes, n. 7 bis, Paris, Eds. Du Cerf, 1978, pp. 24 ss. Traducción castellana en la colección Biblioteca de Patrística, n. 48, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1999, pp. 67 ss. Seguimos esta versión, con algunas modificaciones.