OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (274)

La Ascensión de Cristo

Hacia 1025-1050

Mainz o Fulda, Alemania

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, ¿QUÉ RICO SE SALVA? (conclusión)

Relato final

42.1. Pero para que tú, verdaderamente así arrepentido, pongas confianza en permanecer en la conveniente esperanza de la salvación, escucha un relato que no es una fábula (mythos), sino un suceso real sobre, el apóstol Juan, transmitido y custodiado por la memoria (cf. Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, III,6-15, que transmite la misma historia).

42.2. Porque, una vez muerto el tirano (= el emperador Domiciano, quien murió el 18.09.96), [Juan] se trasladó desde la isla de Patmos (cf. Ap 1,9) a Éfeso; iba llamado también por las regiones paganas vecinas, donde establecía obispos, donde ponía en armonía a todas las iglesias, donde nombraba clérigos (o: para el clero) a alguno de los señalados por el Espíritu.

42.3. Al llegar, entonces, también a una ciudad no lejana, de la cual algunos también conocen el nombre (¿Esmirna?), y después de confortar a los hermanos en (todas) las otras cosas, viendo a un joven (cf. Mt 19,20) de cuerpo robusto, de aspecto agradable y de alma ardiente, mirando de frente al obispo que presidía a todos (lit.: establecido sobre todos) los demás, dijo: “Yo te lo confío a éste con todo cuidado, la Iglesia y Cristo (son) testigos”. Y una vez que el obispo hubo aceptado y garantizado todo, [Juan] de nuevo insistía en las mismas palabras y apelando a los mismos testigos.

42.4. Después él [Juan] regresó a Éfeso, y el presbítero recibió al jovencito que se le entregaba y lo llevó a casa, lo alimentó, lo tenía consigo, lo cuidaba (cf. Ef 5,29) y por último lo bautizó (lit.: iluminó; cf. Hb 6,4)). Después de estas cosas disminuyó el mayor cuidado y la vigilancia, como que le había confiado al perfecto guardián, al sello del Señor.

42.5. Al [joven] que había recibido la independencia antes de tiempo se le acercaron algunos coetáneos ociosos y disolutos, habituados al mal; y en primer lugar lo sedujeron (o: sometieron, indujeron) mediante banquetes suntuosos, y después lo llvearon consigo de noche para robar, después también trataron de hacerlo cómplice en alguna cosa más importante.

42.6. Él poco a poco se iba acostumbrando y, por la fuerza de su naturaleza, se apartó del camino recto, como un caballo desbocado, vigoroso y que, (incluso) mordiendo el freno, se precipitaba mucho más en los abismos.

42.7. Y finalmente, desesperando de la salvación en Dios, ya no proyectaba (o: pensaba en) cosas pequeñas, sino que hizo algo grande, (y) puesto que estaba perdido de una vez por todas, decidió experimentar lo mismo que los otros. Tomando de consigo otras personas y formando en una banda de ladrones, (se convirtió) en el decidido jefe de la banda, el más violento, el más sanguinario y el más temible.

42.8. Pasó el tiempo y al sobrevenir una necesidad, volvieron a llamar a Juan. Y éste, después de haber dispuesto las cosas relativas a su llegada, dijo: “¡Ahora, ánimo, obispo! Devuélveme el depósito que Cristo y yo te hemos confiado en presencia de la Iglesia que presides (y eres) testigo”.

42.9. Pero aquél [obispo] en primer lugar se desconcertó (o: asombró) pensando que era acusado (o: calumniado) falsamente de unas riquezas que no había recibido, y no podía devolver aquello que no tenía ni dejar de confiar en Juan; pero como [Juan] dijo: “Reclamo al muchacho y el alma del hermano”, el anciano, gimiendo profundamente y llorando, dijo: “Aquél ha muerto”. “¿Cómo y de qué muerte?”. “Ha muerto para Dios -dijo-, porque se ha hecho un malvado, un perdido y, en una palabra, un salteador y ahora se ha apoderado del monte que está frente a la iglesia con unos mercenarios (o: una cuadrilla) semejantes a sí mismo”.

42.10. El apóstol rasgó el vestido y, golpeándose la cabeza, con un gran gemido, dijo: “Buen custodio del alma del hermano dejé; pero que se me prepare un caballo y alguien me haga de guía para el camino”. Y desde allí, tal como estaba, partió de la iglesia.

42.11. Al llegar al lugar, es capturado por la guardia de los salteadores, y no huye ni suplica, sino que grita: “He venido por esto, condúzcanme ante su jefe”.

42.12. Éste, mientras tanto, como estaba armado, aguardó, pero como reconoció a quien se acercaba, a Juan, sintiendo vergüenza, se dio la vuelta y huyó. (Juan) lo perseguía con todas sus fuerzas, olvidado de su propia edad (y) gritando:

42.13. “¿Por qué, hijo, huyes de mí, que soy tu padre, indefenso (y) viejo? Ten piedad de mí, hijo, no temas; tienes todavía esperanzas de vida. Yo hablaré con Cristo dando cuentas por tí (cf. Hb 13,17); si fuere necesario, sufriré voluntariamente por ti la muerte, como el Señor por nosotros; por ti daré a cambio mi vida. ¡Detente, ten fe! Cristo me ha enviado”.

42.14. Aquél [joven], al escucharlo, primero se detuvo, mirando para abajo, después arrojó las armas, luego, temblando, lloraba amargamente (cf. Mt 26,75; Lc 22,62); abrazó al anciano que se acercaba, defendiéndose con gemidos como podía y dejándose bañar una segunda vez por las lágrimas, ocultando únicamente la mano derecha.

42.15. Y Juan le salió fiador jurando como había alcanzado el perdón del Salvador para él, rezando, arrodillándose y besando aquella misma mano derecha como purificada por la conversión, lo condujo a la iglesia, y rezando con abundantes oraciones, acompañándole en la lucha con continuos ayunos, hechizando (o: seduciendo) su mente con variados discursos atractivos (lit.: de sirenas) y, como dicen, no se marchó de allí antes de haberlo puesto a la cabeza de la iglesia, dando un gran ejemplo de verdadera conversión y grandes señales de regeneración, trofeo de una resurrección visible (= la regeneración obrada por la conversión).

42.15a. Los hombres que persisten en el mal prohibido serán violentamente golpeados por los ángeles que sobrevendrán del costado izquierdo; y serán echados fuera [atados] con pesadas cadenas, conducidos por un espíritu al fuego eterno (cf. Mt 25,41). Entonces en vano y sin  fruto muchos se arrepentirán. Los demonios los llenarán de injurias y de epítetos apropiados: fornicarios, asesinos, adúlteros, avaros, ávidos, ladrones. Porque se hicieron merecedores de los frutos de la penitencia, ellos no podrán mirar el rostro de los ángeles del lado izquierdo, ni tocarlos, ni acercarse a ellos.

42.15b. Pero los otros (serán) alabados y abrazados por los ángeles del lado derecho, que les acompañarán con gran alegría, dando gracias al cielo y sobre todo al Salvador...[1].

42.16. [...] Con alegría radiante, con caras espléndidas, cantando himnos, descubriendo los cielos. Delante de todos el Salvador mismo, el primero en ir al encuentro dando la mano derecha, ofreciendo una luz sin sombra, sin descanso, mostrando el camino hacia las entrañas del Padre (cf. Jn 1,18), hacia la vida eterna, hacia el reino de los cielos.

42.17. Quien crea estas cosas y [confíe] en los discípulos de Dios y en la garantía de Dios, con profecías, evangelios (y) palabras apostólicas; quien vive cerca de esas cosas, presta (o: tiende) los oídos, y las pone por obra, en el (momento) mismo de la partida verá el cumplimiento y la demostración de las verdades (creídas) [o: recibidas].

42.18. Porque quien aquí en la tierra haya escuchado (lit.: aceptado) al ángel de la conversión, no podrá convertirse entonces, cuando abandone el cuerpo, ni se avergonzará, cuando vea que el Salvador se acerca con su gloria y ejército: no teme al fuego. Pero si alguien elige permanecer siempre en pecado por motivo de los placeres y prefiere las delicias de aquí abajo a la vida eterna y, dándole el Salvador el perdón, se da la vuelta, no hay que responsabilizar (o: acusar) a Dios, ni a la riqueza, ni al dejarse arrastra (anteriormente), sino a su misma alma, que se pierde voluntariamente.

42.19. Pero a quien mira la salvación y la desea y solicita con insistencia (cf. Mt 7,7; Lc 11,8) y con fuerza (cf. Mt 11,12), le concederá la verdadera purificación y la vida inmutable el Padre bueno (cf. Mc 10,18) que está en los cielos.

42.20. A Él, por medio del Hijo, Jesucristo, Señor de vivos y de muertos (cf. Rm 14,9), y por medio del Espíritu Santo, sea la gloria, el honor, el poder, la eterna majestad, ahora y en las generaciones de las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén (cf. Rm 16,27; Ef 3,21; 1 Tm 1,17).



[1] Seguimos la edición de la colección Sources chrétiennes, p. 220, que suple la laguna del texto griego con un fragmento armenio (en cursiva).