OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (95)

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Natividad y anuncio a los pastores
Hacia 1390-1400
Libro de la Liturgia de las Horas
Bologna, Italia
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO TERCERO

Capítulo III: Contra los hombres que se embellecen

   Acciones vergonzosas de hombres afeminados

15.1. Hasta tal extremo ha llegado la depravación que no sólo el sexo femenino enferma ante esa afanosa búsqueda de futilidades, sino que también los hombres emulan esta enfermedad. En efecto, contagiados por el deseo de embellecerse, pierden de salud; es más, por su inclinación a la molicie, se comportan cual mujeres: se cortan el cabello cual degenerados y prostitutas: “Visten sutiles mantos brillantes, y mascan goma y huelen a perfume” (Anónimo, Frgamentos, 338).

15.2. ¿Qué diría uno al verlos? Sencillamente, como buen fisonomista, uno adivina por su aspecto que son adúlteros, afeminados, que van a la caza de los placeres amorosos de los dos sexos, que tienen fobia de los cabellos, que van rapados, que sienten repugnancia por la belleza viril y que adornan sus cabelleras como las mujeres: “Inconstantes hombres, con audacia no santa, mientras vivan, cometerán actos de soberbia, acciones orgullosas y malas”, dice la Sibila (Oráculos Sibilinos, IV,154-155).

15.3. Por su causa, las ciudades están repletas de empecinadores (= los que depilaban con un emplasto de pez), de barberos, de depiladores, al servicio de esos afeminados. Sus locales están dispuestos y abiertos a todas horas, y los artistas de esa fornicación de prostitutas hacen abiertamente grandes fortunas.

15.4. Se presentan de cualquier modo ante quienes les untan de pez y los depilan, y no sienten vergüenza ante quienes les miran y pasan a su lado, ni se avergüenzan de sí mismos, siendo hombres. Porque quienes aman estos tratamientos envilecedores llegan hasta depilarse todo el cuerpo con emplastos de pez que ser arrancan violentamente.

Los cristianos creen en un Dios eterno

16.1. No hay, en verdad, quien los supere en semejante desvergüenza. Si nada dejan de hacer ellos como impracticable, yo no tengo por qué callarme. Diógenes, mientras era vendido como esclavo, queriendo reprender, como maestro, a uno de esos degenerados, dijo virilmente: “Ven aquí, jovenzuelo, cómprate un hombre” (Diógenes Laercio, Vidas, VI,74), corrigiendo con expresión ambigua la deshonesta conducta de aquél.

16.2. Rasurarse y depilarse tratándose de hombres, ¿cómo no va a ser propio de degenerados? ¡Que dejen las tinturas capilares, los ungüentos para los cabellos canosos, los teñidos amarillentos de los peinados afeminados, ocupaciones estas propias de andróginos perdidos!

16.3. Creen poder quitar la piel vieja de su cabeza, al igual que las serpientes, maquillándose y haciéndose jóvenes. Pero, aunque traten de cambiar hábilmente sus cabellos, no pueden disimular las arrugas, ni podrán escapar a la muerte falseando el tiempo. No, no hay que tener miedo de parecer viejo y no poder ocultarlo.

16.4. Porque en verdad un hombre es tanto más respetable cuanto más se acerca al final, teniendo sólo a Dios como más viejo que él. Porque también Dios es un eterno anciano, el más anciano de todos los seres. La profecía le llamó “El anciano de días”, y “los cabellos de su cabeza son pura lana” (Dn 7,9), dice el Profeta. “Y ningún otro -dice el Señor- puede hacer un cabello blanco o negro” (Mt 5,36).

Los cristianos deben despojarse del “hombre viejo”

17.1. ¿Por qué trabajan contra Dios y se esfuerzan en oponerse a Él esos impíos que cambian de color el cabello que Él mismo ha hecho encanecer? “La mucha experiencia es la corona de los ancianos”, dice la Escritura (Si 25,8), y las canas de su cabeza son las flores de esa experiencia. Aquéllos, en cambio, deshonran el privilegio de su edad, que son sus canas. No, no puede traslucir un alma verdadera quien tiene una cabeza engañosa.

17.2. “Pero ustedes -dice (el Apóstol)- no es éste el Cristo que han aprendido, si es que lo han oído y en él han sido instruidos, según la verdad de Jesús, a despojarse del hombre viejo, ese de la anterior vida de ustedes”·(Ef 4,20-22), no del hombre canoso, sino del “que se corrompe siguiendo la concupiscencia del error”; y a renovarse, no con tintes y adornos, “sino en el espíritu de su mente, y a revestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,22-24).

17.3. Cuando un hombre, por presumir, se peina los cabellos y se los rasura con navaja ante el espejo, se afeita y se depila, y se pule las mejillas, ¿no es un afeminado? Si no se les viese desnudos, se les tomaría por mujeres.

17.4. Aunque no les está permitido llevar objetos de oro, no obstante, por su inclinación femenina, adornan con hojas de oro las correas y las franjas de sus vestidos, o, haciéndose una especie de bolitas con la misma materia, se las atan en sus tobillos y se las cuelgan al cuello.

La sabiduría de los ancianos

18.1. Semejantes artificios son propios de hombres afeminados que merecen ser llevados al gineceo, y de bestias anfibias y lascivas. Este modo de engaño es lujurioso e impío. En efecto, Dios quiso que la mujer fuese imberbe y que se enorgulleciera sólo de su cabellera natural, como el caballo de su crin; en cambio, adornó al hombre con una barba, como los leones, y le ha hecho crecer vello en el pecho, como signo de fuerza y de poder.

18.2. Así también adornó a los gallos que combaten en defensa de las gallinas con crestas como yelmos. Tan alto es el aprecio que tiene Dios por la barba, que en los hombres la hace nacer junto con la prudencia y, complaciéndose en su majestuosidad, honró la gravedad del aspecto con las seniles canas.

18.3. La prudencia y los razonamientos agudos, encanecidos por la reflexión, alcanzan su madurez con el tiempo, y refuerzan la vejez con el enriquecimiento de la experiencia (lit.: con la tensión de la experiencia), presentando las canas como la amable flor de una venerable sabiduría, y confiriéndole el derecho a una confianza plenamente justificada.

Dios los creó varón y mujer

19.1. El signo distintivo del varón es la barba, por el que se muestra varón, es más antiguo que Eva y es también el símbolo de una naturaleza más fuerte. Dios juzgó oportuno que conviniese al hombre el vello y sembró todo su cuerpo de pelos, y quitó de sus costados cuanto de liso y delicado había (cf. Gn 2,21-25), formando -bien adaptada para recibir el semen- a la delicada Eva, una mujer colaboradora suya en la procreación y en las cosas del hogar.

19.2. Y él -puesto que había perdido la parte lampiña de su cuerpo- permaneció varón y se muestra como tal. A él le corresponde el papel activo, como a ella, el pasivo. Y es que, por naturaleza, lo velloso es más seco y cálido que lo que carece de pelo; de ahí que los varones sean más pilosos y calientes que las mujeres. Los viriles más que los castrados; y los adultos más que los que no han llegado a su madurez.

19.3. Así, entonces, eliminar la vellosidad, símbolo de una naturaleza viril, es sacrílego; y embellecerse con la depilación -me irrita la palabra- cuando se trata de los hombres, es propio de afeminados. Y si se trata de las mujeres, es señal de adulterio. Ambas acciones deben ser apartadas lo más posible de nuestra comunidad.

19.4. Dice el Señor: “Hasta los pelos de su cabeza están contados” (Mt 10,30; Lc 12,7). También lo están los pelos de la barba y de todo el cuerpo.

“Cristo está en ustedes”

20.1. De ningún modo debe arrancarse contra la voluntad de Dios lo que está numerado por su voluntad, “a no ser que no se den cuenta -dice el Apóstol- de que Cristo está en ustedes” (2 Co 13,5), a quien no sé cómo nos habríamos atrevido a ofender, si nos diésemos cuenta de que habita en nosotros.

20.2. Untarse de pez -me repugna referirme a la torpeza de dicho acto-, girarse y encorvarse, dejando al descubierto las partes del cuerpo que deben permanecer ocultas; bailar y contorsionarse sin ruborizarse por adoptar actitudes vergonzosas; obrar con torpeza entre los mismo jóvenes y en medio del gimnasio, donde se pone a prueba la fuerza de los hombres, y hacer estas cosas contra la naturaleza, ¿no es esto el colmo del libertinaje? Quienes los que hacen estas cosas en público, menos se avergonzarán de practicarlas en privado.

20.3. Su falta de pudor en público los acusa de su evidente libertinaje en privado. Porque el que a la luz del día niega su condición de hombre, es evidente que de noche se comporta mujer.

20.4. “No habrá -dice el Verbo por Moisés- prostituta entre las hijas de Israel, ni existirá fornicador entre los hijos de Israel” (Dt 23,18). No obstante, la pez es útil, dirá alguien; pero conlleva mala fama, respondo yo. Nadie que estuviera en su sano juicio querría asemejarse a un fornicador, a no ser que padeciese dicha enfermedad, ni nadie desearía espontáneamente desacreditar su bella imagen (cf. Gn 1,26).

20.5. Porque “si Dios a los llamados según su designio, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, y los ha escogido, según el bienaventurado Apóstol, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,28-29), ¿cómo no van a ser ateos quienes ultrajan su cuerpo que conforme al del Señor?

20.6. El varón que quiera ser hermoso debe adornarse con lo que es más bello en el hombre: la inteligencia (diánoia), que, día a día, debe mostrarse como lo más noble. No debe arrancarse el vello, sino la concupiscencia.

Las funestas consecuencias del libertinaje

21.1. Yo compadezco a los muchachos de los mercaderes de esclavos adornados para la deshonra; pero estos infelices no se deshonran a sí mismos, sino que están obligados a embellecerse por una sórdida ganancia. Sin embargo, ¿cómo no despreciar a quienes voluntariamente eligen aquello que, en caso de mandárselo, si fueran hombres, preferirían la muerte?

21.2. Hoy hasta tal punto de desenfreno ha llegado la vida que se complace en la maldad, y la lujuria en todas sus formas ha invadido las ciudades, convirtiéndose en ley. En los burdeles hay mujeres que rodean (a esos hombres) dispuestas a venderles su propio carne por un innoble del placer, y también muchachos que, amaestrados para renegar de su naturaleza, se hacen pasar por mujeres.

21.3. Todo lo ha trastornado la lujuria. La afeminada afectación ha deshonrado al hombre. Todo lo busca, todo lo intenta, todo lo violenta, trastoca la naturaleza; los hombres desempeñan el papel pasivo de mujeres y las mujeres actúan como hombres, entregándose de forma contraria a la naturaleza o uniéndose con mujeres.

21.4. No hay camino inaccesible a la intemperancia. El placer del amor se proclama común a todos, que se puede ser familiar de la lujuria. ¡Oh lamentable espectáculo! ¡Oh costumbres indecibles! Éstos son los trofeos que ofrece su incontinencia ciudadana: las prostitutas son la prueba de sus obras. ¡Oh que gran anarquía!

21.5. Pero estos infelices no comprenden que las relaciones sexuales ocultas son causa de muchas tragedias. A menudo, sin saberlo, los padres se unen con su hijo fornicador y con sus hijas lascivas, pues no se acuerdan de los hijos expósitos; y el libertinaje convierte a los padres (de sus hijas) en sus maridos.

Leyes humanas absurdas

22.1. He aquí lo que permite la sabiduría de las leyes. (Los hombres) pueden pecar legalmente y llamar felicidad a la abominación del placer. Los que adulteran la naturaleza creen estar exentos del adulterio; pero la justicia, vengadora de su atrevimiento, los persigue. Atrayéndose sobre sí una inevitable desgracia compran la muerte por poco dinero. Los infelices comerciantes de dichas mercancías navegan llevando por cargamento la prostitución, como pan y vino.

22.2. Otros, mucho más infelices, compran placeres, como pan y comida, sin tomar en cuenta el mensaje de Moisés: “No deshonrarás a tu hija prostituyéndola, y la tierra no se prostituirá ni se llenará de iniquidad” (Lv 19,29); todo esto está profetizado desde antiguo; y la consecuencia está a la vista: la tierra toda está llena de prostitución y de injusticia.

Varones afeminados

23.1. Admiro a los antiguos legisladores romanos: odiaron el afeminamiento y sancionaron con la muerte en la fosa, según ley de justicia, a quien realizaba la unión de su cuerpo contra la naturaleza. 

23.2. No es lícito rasurarse la barba, que es belleza natural, belleza noble, “quien originariamente es barbudo y cuya pubertad está llena de encanto” (Homero, Ilíada, XXIV,348; y Odisea, X,279). Y ya avanzando en edad, se unge orgulloso la barba, sobre la que descendió el perfume profético de Aarón (cf. Sal 132,2). Conviene que quien haya recibido una correcta educación y sobre quien ha reposado la paz, permanezca también en paz con su propia barba.

23.3. ¿A qué extremo podrán llegar las mujeres proclives a la lujuria, cuando, viendo que los hombres se entregan abiertamente a esos vicios, ven esos vicios como en un espejo? A ésos no hay que llamarlos hombres, sino libertinos y afeminados, porque tienen la voz delicada y el vestido afeminado tanto por su tacto como por el tinte.

23.4. Hombres de esa calaña dejan entrever de forma palmaria su manera de ser, por el vestido, por el calzado, por el porte, por la forma de andar, de cortarse los cabellos, y por su forma de mirar. “El varón se conocerá por su aspecto, dice la Escritura, y en el trato con el hombre, se conocerá al hombre: el vestido, el paso de sus pies, la risa de sus dientes revelarán lo que es” (Si 19,26-27).

23.5. En efecto, esos que entablado un gran combate con sus cabellos, sólo centran su atención en su cabeza y sólo falta que se pongan unas redecillas en el pelo como las mujeres.

La sencillez de los pueblos bárbaros

24.1. Los leones seguramente están orgullosos de su melena hirsuta, pero cuando luchan se defienden merced a ella; asimismo, los jabalíes se vanaglorian de sus largas cerdas, pero los cazadores las temen cuando las erizan; y “las ovejas lanudas se sienten oprimidas bajo el peso de su manto” (Hesíodo, Los trabajos y los días, 234); así también, el Padre, que ama al hombre, multiplicó el número de pelos de esos animales para bien tuyo, hombre, enseñándote a esquilar los vellones de lana.

24.2. Entre los pueblos, los celtas y los escitas llevan largas melenas, pero no las adornan. La hermosa cabellera del bárbaro tiene un aire temible, y el rubio de su pelo es como una amenaza de guerra, por ser dicho color afín a la sangre.

24.3. Ambos pueblos bárbaros odian la molicie: en el carromato de los germanos y en el carro de los escitas, tenemos un claro testimonio. A veces, el escita desdeña incluso el carro -tener uno grande le parece a este bárbaro un excesivo lujo-, así es que, menospreciando de lado el lujo, vive sencillamente.

24.4. El escita tiene una casa suficiente y más práctica que el carro: el caballo; montándolo se desplaza adonde quiere. Luego, cuando tiene de hambre, reclama de su caballo el alimento, y aquél le ofrece sus venas; lo único que posee, su sangre, lo pone a disposición de su amo, de forma que el caballo es para este nómada alimento y medio de transporte.

“La sangre humana participa del Verbo”

25.1. Entre los árabes -otros nómadas-, los que se hallan en edad de guerrear montan en camello. Montan en las camellas cuando están preñadas; éstas pastan y corren al mismo tiempo llevando a sus dueños y, con ellos, a toda su casa. Estos bárbaros, si les hace falta bebida, ordeñan su leche, y, si necesitan comida, no ahorran su sangre, como, según dicen, hacen los lobos rabiosos. Y estas bestias, más mansas que los bárbaros, no guardan rencor cuando las maltratan, sino que recorren plácidamente el desierto, llevando a sus dueños y alimentándolos al mismo tiempo.

25.2. ¡Ojalá perezcan estas fieras -sus guardianes- que se alimentan de su sangre! No es lícito para el hombre, cuyo cuerpo no es más que carne fertilizada con sangre, transgredir la ley de la sangre (cf. Gn 9,4; Lv 3,17; Hch 15,29). La sangre humana participa del Verbo y tiene parte en la gracia por medio del Espíritu; y si alguien la ultraja, no pasará inadvertido. Ella puede, incluso sin forma visible, clamar al Señor (cf. Gn 4,10).

25.3. Yo, por mi parte, apruebo la sencillez de los bárbaros que por amor a una vida buena, abandonaron el lujo. El Señor nos exhorta a que seamos como ellos: despojados de falsa belleza, desnudos de vanagloria, desarraigados del pecado, llevando únicamente sobre nosotros el árbol de la vida (cf. Gn 2,9; Ap 2,7; 22,2; Mt 10,38), dirigiendo nuestros pasos sólo hacia la salvación.