OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (92)

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Natividad y anuncio a los pastores
Hacia el año 1000-1020
Apocalipsis de Bamberg
Alemania
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO SEGUNDO (continuación)

Capítulo XI: Sobre el calzado

   La función del calzado

116.1. En lo relativo al calzado, las mujeres vanidosas se comportan de manera semejante, mostrando una gran frivolidad. Son verdaderamente una vergüenza “las sandalias con flores bordadas en oro” (Cefisodoro, Fragmentos, 4); pero también les gusta llevar en la suela unos clavos en espiral; son muchas las que aplican sellos con motivos eróticos, para que, al andar, quede impreso sobre la tierra el signo de su condición de hetaira.

116.2. Hay que desterrar, por tanto, las sandalias con frívolos adornos de oro y de piedras preciosas, los zapatos de Ática o de Sición y los coturnos persas o etruscos; y proponiéndonos, como lo hace habitualmente nuestra doctrina de la verdad, una justa meta, debemos elegir lo que es conforme a la naturaleza. En consecuencia, la utilización de calzado debe justificarse para cubrir los pies o para protegerlos de los golpes y de la escabrosidad de los montes, preservando así la planta del pie.

Los cristianos deben optar por la sencillez en el calzado

117.1. Puede permitirse que las mujeres utilicen zapatos blancos, salvo en los viajes, en que deberán usar un modelo de calzado engrasado. Las que parten de viaje deben utilizar unos zapatos con clavos. Conviene que la mayor parte del tiempo calcen zapatos, porque no es conveniente mostrar desnudo el pie, habida cuenta que la mujer se desliza fácilmente hacia mal.

117.2. En cambio, conviene que el hombre vaya descalzo, salvo cuando se incorpora a una expedición militar. En efecto, el hecho de ir calzado linda mucho con el estar encadenado. Es, realmente, un excelente ejercicio marchar con los pies descalzos, tanto para la salud como para la agilidad, a excepción de cuando alguna necesidad lo impida.

117.3. Si no emprendemos ningún viaje, pero no soportamos andar con los pies descalzos, podemos usar unas sandalias o pantuflas. Los atenienses llaman a este tipo de calzado “konípodas” (lit.: “de pies polvorientos”), porque, según creo, los pies están en contacto con el polvo.

117.4. Como testimonio de sencillez en el calzado vemos a Juan, el cual no se consideraba digno de desatar -él mismo lo confiesa- la correa de las sandalias del Señor (cf. Mc 1,7; Lc 3,16; Jn 1,27). No calzaba nada superfluo quien mostraba a los hebreos el modelo de la verdadera filosofía. Ahora bien, si esto encierra algún otro significado, ya se explicará en otro apartado (Stromata, V,55,1-2).

Capítulo XII: No hay que dejarse deslumbrar por las piedras preciosas, ni por los ornamentos de oro

   La necedad de quienes se abalanzan sobre las piedras preciosas. El simbolismo de la perla

118.1. Es propio de chiquillos quedarse absorto ante las piedras preciosas, ya sean negras o verdes, ante los desechos del mar, que de despoja de sus miserias, y las raeduras de la tierra. Lanzarse precipitadamente sobre el resplandor de las piedras, sobre sus raros colores, y sobre las variadas irisaciones de los vidrios, es propio de hombres insensatos que se dejan arrastrar por cualquier cosa que les impresiona.

118.2. Es como cuando los niños, después de observar el fuego, se lanzan sobre él, inducidos por su fulgor, sin darse cuenta -por su ignorancia- del riesgo que representa tocarlo.

118.3. Lo mismo les ocurre a las mujeres necias con las piedras preciosas de las cadenas que rodean el cuello: las amatistas engarzadas en los collares, las ceraunias, el jaspe y el topacio, y “la esmeralda de Mileto, objeto del más elevado precio” (Anónimo, Fragmentos, 1226).

118.4. La preciada perla ha entrado de forma sensacional en la habitación de la mujer. Nace en cierta ostra, de gran parecido con las pinnas (= especie de molusco), y de dimensiones semejantes al ojo de un pez grande.

118.5. Estas desgraciadas mujeres no se avergüenzan de dedicar toda su atención a esta pequeña ostra, cuando podrían acicalarse con una piedra santa, el Verbo de Dios, al que la Escritura ha llamado perla (cf. Mt 13,45-46): a Jesús, brillante y puro, el ojo, que encarnado todo lo ve (cf. Est 5,1; 2 M 3,39), el Verbo límpido, gracias al cual la carne ha sido regenerada y ennoblecida en el agua. Sin duda, aquella ostra que nace en el agua protege su carne, en la que se concibe la perla.

Simbolismo de las piedras preciosas

119.1. Sabemos que la Jerusalén de lo alto fue construida con piedras santas, y conocemos por la tradición que las doce puertas de la ciudad celestial, parecidas a piedras preciosas (cf. Ap 21,18-21), significan alegóricamente la manifestación visible de la gracia anunciada por los Apóstoles. Porque sobre dichas piedras preciosas están plasmados los colores -preciosos, en verdad-, mientras que el resto ha sido dejado de lado por tratarse de materia terrestre.

119.2. La ciudad de los santos, edificada espiritualmente, ha sido construida -es natural- simbólicamente con estas piedras. Por el inimitable esplendor de las piedras se ha entendido el resplandor del Espíritu, puro y santo por esencia. Pero esas mujeres que no comprenden el simbolismo de las Escrituras están todas boquiabiertas ante tales piedras, haciéndose este asombroso razonamiento: ¿Por qué no servirnos de lo que Dios ha puesto ante nuestros ojos? ¿Por qué no gozar de lo que está a mi disposición? ¿Para quiénes ha creado todo esto, sino para nosotros?

119.3. Así hablan quienes ignoran absolutamente la voluntad de Dios. En primer lugar, nos provee de lo necesario, como el agua y el aire, lo pone Dios abiertamente al alcance de todos; ahora bien, lo que no es necesario, lo ha escondido en la tierra y en el agua.